Simetrías.
Vagabundos reflejos se alojan sutilmente en el borde de la minúscula ventana; algunos se apoyan allí y mueren y otros se reflejan por doquier. Es una habitación hueca, como todas, pero esta carece de vida; lanzas fugaces e inmateriales la atraviesan, producto de los rayos de luz desviados, inquilinos de un afuera lejano, cruelmente partido, difícilmente recuperable. Allí la imaginación flota, por caso lo único que posee vida, lo único que aún crece con libertad. Todo lo demás es nada; vacío, inexistencia, abandono por apatía, presidiario del olvido. Es silencio, rutina, reproches, resignación, desánimo; es todo, y no es nada. Es bronca, muerte en vida. Es Ariel.
Ariel tiene cuarenta y cinco años, tal vez algunos inviernos más; pero tiene, por sobre todo, veinte años de vida y los restantes de condena. Esa celda de dos por tres, oscura, más pequeña cada día, ha sido su hogar más de la mitad de su vida. Fue condenado por un doble homicidio simple agravado por el vínculo, pero resulta inútil a esta altura pensar en eso, como tampoco tiene sentido recordar que Ariel es inocente del asesinato de sus padres. Es tan sólo un detalle ya, que pierde total valor con cada segundo que se vive detrás de las rejas.
Lo que jamás podrá borrar de su mente es la primera noche que pasó en este sitio, sin dudas la noche más eterna en un universo cargado de eternidades. Cuando la puerta de rejas se cerró a sus espaldas y las luces se apagaron, lo único que permaneció respirando fue el eco metálico de una libertad que se moría. Luego Ariel se sentó en la cama y entendió enseguida qué es la soledad. El silencio abrumador, en conjunción con el frío metafórico y literal que se desprende de esas paredes fue la combinación para el llanto más extenso, callado y reprimido que alguien puede tener. Le fue imposible a Ariel cerrar los ojos ese día, permaneció cada segundo de esa noche sentado, llorando, temiendo y rogando por que amanezca pronto.
Lo que no sabía Ariel es que cuando se está preso los amaneceres no existen, acaso porque siempre es un profundo ocaso, o peor; una oscura noche sin luna. Allí adentro se extrañan las cosas más simples, las más cotidianas y prescindibles, en apariencia, para cualquiera que no esté preso. Ariel, en los días que sale al patio, permanece por horas mirando el cielo de un azul hermoso, realmente hermoso. Y el sol. El sol. Fantástica perfección, increíble amo y señor de las alturas.
Ariel no intercambia palabras con nadie, todos lo respetan, él jamás buscó conflictos con otros y nadie piensa crearle problemas. Por un tiempo, los primeros años, algunos amigos lo visitaban; pero en el afuera el tiempo sigue corriendo desfasado con respecto al tiempo cargado de vida y muerte de la cárcel. Ariel no culpa a nadie por no seguir visitándolo, lo entiende, lo comprende y, por sobre todo, lo sufre. Al igual que sufre esos días de invierno, donde el frío penetra por cualquier sitio y lo envuelve, se apropia de todo, incluso de su alma; en esos días los cuerpos se convierten es estatuas bizarras, patética imagen del desamparo.
Pero ya ha pasado tanto tiempo, tantos días y años, que Ariel ha llegado a sentirse seguro dentro de esas paredes. Y esos muros que antes lo privaban de la libertad ahora lo protegen del exterior. Es ridículo incluso para él admitirlo, pero su vida y su libertad ya fueron robadas para siempre; ahora sólo queda ese cuerpo muerto cargado de tristeza. Cuerpo que extrañaría la cárcel si no la tuviera.
Su condena era de treinta años y han pasado poco más de veinticinco; pero por buena conducta, intachable de hecho, fue reducida. Esa es la peor noticia que Ariel podía recibir, sin dudas. Ahora Ariel se siente como un niño desprotegido, que teme salir al mundo, que teme cruzar la calle, y sabe que ya está viejo para aprender.
La noche previa a su liberación, su última noche, vaya metáfora, fue tan larga como aquella primera vez. Eterna entre eternidades. Hubo llantos, también, y demasiada desolación. Cuando era la hora, y aún no había amanecido, como nunca en estos años, tomó su pequeño bolso y acompañado por un guardia atravesó el pabellón. En el camino recogía felicitaciones de sus compañeros, felicitaciones que a Ariel le hacía recordar a esa primera caminata en sentido inverso llena de insultos. Eran distintas e iguales. Al atravesar el patio miró como siempre el azul glorioso del cielo y el sol; lágrimas caían por sus ojos. Atravesó la puerta, el guardia lo saludó y el enrejado se cerró tras sus espaldas, dándole vida sólo a un eco metálico y muerto.
Ariel es libre sólo en un sentido de la palabra, que en este caso semeja a una condena. Porque él sabe que lo que la cárcel te quita, el exterior no lo devuelve. Ahora irá a visitar la tumba de sus padres, el único deseo que lo mantuvo respirando. Luego, habrá tiempo para considerar el suicidio como fin de la agonía. Como el fin de las simetrías.
Copyright © 2006
Ariel tiene cuarenta y cinco años, tal vez algunos inviernos más; pero tiene, por sobre todo, veinte años de vida y los restantes de condena. Esa celda de dos por tres, oscura, más pequeña cada día, ha sido su hogar más de la mitad de su vida. Fue condenado por un doble homicidio simple agravado por el vínculo, pero resulta inútil a esta altura pensar en eso, como tampoco tiene sentido recordar que Ariel es inocente del asesinato de sus padres. Es tan sólo un detalle ya, que pierde total valor con cada segundo que se vive detrás de las rejas.
Lo que jamás podrá borrar de su mente es la primera noche que pasó en este sitio, sin dudas la noche más eterna en un universo cargado de eternidades. Cuando la puerta de rejas se cerró a sus espaldas y las luces se apagaron, lo único que permaneció respirando fue el eco metálico de una libertad que se moría. Luego Ariel se sentó en la cama y entendió enseguida qué es la soledad. El silencio abrumador, en conjunción con el frío metafórico y literal que se desprende de esas paredes fue la combinación para el llanto más extenso, callado y reprimido que alguien puede tener. Le fue imposible a Ariel cerrar los ojos ese día, permaneció cada segundo de esa noche sentado, llorando, temiendo y rogando por que amanezca pronto.
Lo que no sabía Ariel es que cuando se está preso los amaneceres no existen, acaso porque siempre es un profundo ocaso, o peor; una oscura noche sin luna. Allí adentro se extrañan las cosas más simples, las más cotidianas y prescindibles, en apariencia, para cualquiera que no esté preso. Ariel, en los días que sale al patio, permanece por horas mirando el cielo de un azul hermoso, realmente hermoso. Y el sol. El sol. Fantástica perfección, increíble amo y señor de las alturas.
Ariel no intercambia palabras con nadie, todos lo respetan, él jamás buscó conflictos con otros y nadie piensa crearle problemas. Por un tiempo, los primeros años, algunos amigos lo visitaban; pero en el afuera el tiempo sigue corriendo desfasado con respecto al tiempo cargado de vida y muerte de la cárcel. Ariel no culpa a nadie por no seguir visitándolo, lo entiende, lo comprende y, por sobre todo, lo sufre. Al igual que sufre esos días de invierno, donde el frío penetra por cualquier sitio y lo envuelve, se apropia de todo, incluso de su alma; en esos días los cuerpos se convierten es estatuas bizarras, patética imagen del desamparo.
Pero ya ha pasado tanto tiempo, tantos días y años, que Ariel ha llegado a sentirse seguro dentro de esas paredes. Y esos muros que antes lo privaban de la libertad ahora lo protegen del exterior. Es ridículo incluso para él admitirlo, pero su vida y su libertad ya fueron robadas para siempre; ahora sólo queda ese cuerpo muerto cargado de tristeza. Cuerpo que extrañaría la cárcel si no la tuviera.
Su condena era de treinta años y han pasado poco más de veinticinco; pero por buena conducta, intachable de hecho, fue reducida. Esa es la peor noticia que Ariel podía recibir, sin dudas. Ahora Ariel se siente como un niño desprotegido, que teme salir al mundo, que teme cruzar la calle, y sabe que ya está viejo para aprender.
La noche previa a su liberación, su última noche, vaya metáfora, fue tan larga como aquella primera vez. Eterna entre eternidades. Hubo llantos, también, y demasiada desolación. Cuando era la hora, y aún no había amanecido, como nunca en estos años, tomó su pequeño bolso y acompañado por un guardia atravesó el pabellón. En el camino recogía felicitaciones de sus compañeros, felicitaciones que a Ariel le hacía recordar a esa primera caminata en sentido inverso llena de insultos. Eran distintas e iguales. Al atravesar el patio miró como siempre el azul glorioso del cielo y el sol; lágrimas caían por sus ojos. Atravesó la puerta, el guardia lo saludó y el enrejado se cerró tras sus espaldas, dándole vida sólo a un eco metálico y muerto.
Ariel es libre sólo en un sentido de la palabra, que en este caso semeja a una condena. Porque él sabe que lo que la cárcel te quita, el exterior no lo devuelve. Ahora irá a visitar la tumba de sus padres, el único deseo que lo mantuvo respirando. Luego, habrá tiempo para considerar el suicidio como fin de la agonía. Como el fin de las simetrías.
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Comentarios
TUS HISTORIAS SON MUY BUENAS.
PS. SOY DE MEXICO
¡Felicitaciones!
Te felicito. Te invito a visitar mi blog, en el cual también escribí un cuento relacionado con un convicto.
Reitero mis felicitaciones
Alicia
Abrazo.
http://petromato.blogspot.com
Interesantes relatos.
Te felicito por dar vida a las ideas de tu mente; yo no me animo, y las dejo encerrada en mi confusa mente.