Ser

Primero separas los días en pares e impares. Lo haces sin siquiera pensarlo y pronto te encuentras con la mitad de una vida. O acaso lo que separas son las horas, o los minutos. O las noches de sus días. No importa, da igual. Siempre tendrás la mitad de una vida. Y sitúas, luego, tu cuerpo en la horizontalidad de tu cama, y te estiras en la soledad mientras las sábanas te envuelven y comienzas a buscar el sueño.

Cuentas ovejas y no resulta. Entonces, comienzas a contar anécdotas. Vivencias pasadas que caen aleatoriamente en tu mente, como goteras de una memoria selectiva. Claro que sería simple si tan sólo pudieras contarlas. Pero no: caes en la trampa y empiezas a vivir dentro de cada una de las anécdotas. Estás dentro de ellas, atrapado. Ahora eres una simple marioneta de tu propia mente y sus goteras. Eres nada porque comienzas a ser tú mismo en un pasado en un tiempo que no es el ahora. Eres tú, atrapado en una anécdota. Es una excusa para dormir que se convierte en una trampa. Y de golpe te transformas en tu pasado, con su insomnio, con sus trampas, con sus goteras y su nada.

En un atropello de conciencia, intentas almacenar todo eso en cajas negras, en algún lugar de tu cabeza. Intentas escapar. Pero amanece antes de que puedas conciliar el sueño. Y entonces ahora te adivinas dentro de la otra mitad de tu vida. Sales a recorrer las calles en un tiempo en el que es hoy y en el que todo es ahora, y donde tú eres, incluso, tú mismo. Percibes que en esta mitad todo se construye al instante, al contrario de la noche, dónde sólo se revive lo ya acontecido. Te sientes, por ende, totalmente libre.

Transitas la luz de la mañana con una sonrisa invadido por ese sentimiento de omnipotencia. Pero mientras el mediodía se acerca, te hallas desilusionado, dibujando una pseudo vida que parece un garabato calcado y fotocopiado. Te esfuerzas, entonces, por progresar. Lo haces conciente, intentando superarte a ti mismo. Empiezas de cero. Creas. Los cimientos, las paredes y el techo. Ingresas y cierras la puerta detrás de ti. Lo llamas hogar cuando descubres que ya se ha hecho de noche.

Y otra vez estás en la otra mitad. Pero mientras te ríes viendo TV basura, sospechas que en este nuevo hogar dormir será más simple. Te acuestas, entonces, en tu nueva cama. Al principio te ríes recordando cómo fue tu día pero luego te incomodas al notar que ya ha pasado tiempo y aún no has podido dormirte. Cuentas ovejas y no resulta. Tu memoria, como antes, descubre sus goteras y otra vez quedas atrapado dentro de las anécdotas de tu pasado. No puedes soltarte de ellas. Hasta recuerdas y te atrapas dentro de la noche anterior y esa cama que no te dejó dormir. Y estás en esa mitad que es pasado, en ese que eras ayer. Estás viviendo algo que pasó. No puedes volver. No logras soltarlo.

Y amanece. Es hoy y eres tú. La otra mitad. Sonríes por la mañana sintiéndote libre. Te desilusionas e intentas progresar. Cimientos, paredes, piso y techo. Hasta aberturas nuevas. Ingresas y lo llamas hogar. Te atreves, incluso, a soltar carcajadas viendo una película y tratas de convencerte por lo estúpido que fuiste las noches anteriores. Vas a tu nueva cama; colchón de plumas y resortes. Sonríes. Eres feliz. Pero no puedes dormir. Y cuentas ovejas y no resulta. Y la gotera. Y la trampa, y el pasado y la otra mitad. Tú en otro tiempo. Insomnio.

Y otra vez amanece. Esta vez te pides café con leche, mitad y mitad. Y una medialuna. Y dibujas media sonrisa. Y separas los días pares y los impares. Las horas y los minutos. Los días y la noche. Como sea, siempre la mitad de una vida.


Copyright © 2010

Imagine el amor.

Imagine. Imagine un punto. Un punto pequeño, como una cabeza de alfiler. Ahora sitúe ese punto en un espacio X. Que sea un sitio cerrado, como un enorme galpón. Para que sea más simple imagínelo cuadrado y vacío. Cada lado de ese lugar debe tener 10 cuadras de largo. Es gigante, lo sé. Pero imagine. No se olvide de poner dentro al pequeño punto. Allí está, el pequeño punto del tamaño de una cabeza de alfiler en un gigantesco y monumental galpón de un kilómetro cuadrado. Póngale a ese punto un nombre, puede ser el suyo.

Ahora, y esta es la parte difícil, imagine seis mil millones de puntos más. Sí, seis mil millones. Es mucho, tal vez más de lo que usted pueda imaginar, pero inténtelo. Tal vez sería más simple si hace una analogía: si imagina un millón de monedas, por ejemplo, y luego multiplica esa enorme montaña por seis mil. ¿Lo logró? Convierta, entonces, esas monedas en puntos y acomódelos dentro del galpón con aquel otro punto que lleva su nombre.

¿Me sigue? Tiene, entonces, un galpón enorme en donde hay seis mil millones de puntos que acompañan a aquel otro punto con nombre. Otórguele a cada uno de los puntos una trayectoria aleatoria. Pueden ser líneas rectas o zigzagueantes, no importa. Imagine, ahora, que el galpón está en penumbras. Perfecto. Cada uno de esos puntos avanza lentamente antes de desaparecer. En promedio, cada punto vive setenta y cinco años, pero ese factor también es azaroso. Ahora imagine la cantidad de impactos, intersecciones, desvíos y circunstancias que acontecen en ese galpón lleno de seis mil millones de puntos con trayectorias aleatorias. ¿Lo imagina?

Ahora busque dentro de esa enorme cantidad de puntos anónimos uno cualquiera, que por algún motivo llame su atención. ¿Encontró alguno? Otórguele, entonces, un nombre. Bien, recordemos entonces: en un galpón gigante en penumbras hay seis mil millones de puntos con trayectorias aleatorias y vida limitada, entre ellos hay dos puntos que tienen nombre. Trate de imaginar qué probabilidades hay que esos dos puntos se encuentren. No es sencillo de imaginar, lo sé; deben sortear, antes, miles de impactos con otros puntos, deben encontrarse avanzando a ciegas y, encima, millones de casualidades deben presentarse para que esos dos puntos logren juntarse; sin olvidarnos que ese encuentro tiene que darse antes que la vida de alguno de los puntos llegue a su fin.

Por alguna razón que ni usted ni yo comprenderemos, todas esas casualidades se presentan y esos dos puntos con nombre logran estar juntos. Ahora, ambos puntos avanzan unidos, en la misma trayectoria. Imagine, sin embargo, que esa trayectoria estará atravesada por la de otros puntos que los rozarán, los impactarán, los sacudirán y alterarán el rumbo. Ahora trate de juntar todos los factores en su mente y pensar qué tan probable es que esos dos puntos se hayan encontrado y cuánta fuerza hace falta para que prosigan su camino juntos.

¿Logra imaginarlo? ¿Logra pensar en números, probabilidades, estadísticas, fuerza de impacto, inercia, trayectorias, velocidad, tiempo y espacio? ¿Logra, de verdad, comprender por aunque sea sólo un segundo lo complicado de todo eso? Bueno, entonces olvídese de todo; porque lo que usted acaba de imaginar no tiene capacidad de análisis, porque es magia pura. Lo que usted acaba de imaginar es el milagro del amor.

Copyright © 2010

Mercedes Sosa

Querida Negra:

Me desperté con tu voz, Negra. Y lo supe. No preguntes cómo, porque no lo sé; simplemente lo supe. Me duché y tu voz seguía cantándome al oído, me venían versos sueltos: “Tantas veces me mataron”, decías, “tantas veces me morí, y sin embargo estoy aquí resucitando”, confesabas. Y te escuché decirle gracias a la vida, y escuché una y mil veces dentro de mi cabeza tu voz imposible. ¿Y qué querés que te diga, Negra? Si yo estaba allí, bajo la ducha matinal, y sabía, sabía que te habías ido y que ya estaba extrañándote. ¡Pero claro que duele!

Voy a confesarte algo, Negra, que creo que nunca lo he dicho. La primera vez en mi vida que la belleza me emocionó, de esa manera inexplicable que sólo el arte puede hacer, fue cuando escuché tu voz: yo no tendría más de cinco o seis años; incluso tal vez menos; estaba con mi padre, creo que en el auto, cuando puso un casete tuyo. Me pregunté, lo recuerdo, si esa voz provenía de una diosa, porque era imposible que un cuerpo terrenal pudiera emitir tu arte. Me recuerdo pequeño, y sensibilizado hasta el tuétano con tu música, con un millón de escalofríos recorriéndome el cuerpo y mi sorpresa al ver mi piel erizada. Lo recuerdo, Negra, porque esa vez fue la primera de tantas otras; lo recuerdo porque descubrí que no eras una diosa, porque supe que seres humanos hay millones, pero genios sólo unos pocos, y que esos pocos tienen la eternidad ganada.

Salí del baño y fui en busca de la noticia. Sabía que había acontecido, y los titulares enormes con tu foto no me sorprendieron. Pero dolieron. ¡Y vaya que dolieron, Negra! Tu voz era la voz de todos: de los argentinos, de los latinoamericanos, de los que no tienen voz, de los silenciados, los exiliados, los pobres, de la libertad, la paz y la dignidad. Tu voz era nuestra voz, Negra. Eras nosotros diciendo con belleza lo que nosotros no podíamos decir de ninguna manera. Eras lo sueños, los deseos y la esperanza; eras todo lo intangible y eras tu voz corpórea, abrazándonos con lo que nosotros mismos éramos. Eras el canto de nuestras almas, acariciando nuestros corazones hasta hacerlo brotar de emociones. Negra querida; tu voz nos recordaba que estábamos vivos.

Y ahora descubro que de chico, la primera vez que te escuché, no me equivocaba: es imposible, Negra, que hayas sido humana. Esa voz increíble no puede ir acompañada por tu sensibilidad, por tu coherencia ideológica, por tu alma luchadora, por tu cariño infinito. No, nos mentiste; nadie puede nacer con todas esas virtudes juntas, nadie. No eras humana, Negra; lo sé porque los titulares de los diarios dicen que has muerto, que te fuiste; y no puede ser cierto porque mientras escribo estas letras estoy escuchándote, estoy escuchando tu voz, el canto de todos (que es tu propio canto).

No eras humana, porque los humanos mueren; y yo te escucho como antes, y tu voz sigue exprimiéndome el corazón. Y entonces me convenzo, como de pequeño, que esa voz proviene de una diosa: de una diosa eterna, de la pacha mama, de la diosa de los argentinos y los latinoamericanos.

Y me sonrío, Negra, porque aún te escucho, porque nunca te irás; porque los dioses nunca mueren. Y porque con tu voz viva, todos los argentinos aún tenemos nuestra voz hablando a través de la tuya.



Copyright © 2009

Noches minimalistas.

Habían sido meses enteros de vida noctámbula cargados de excesos. Tal vez, todo eso encontraba justificación en nuestra edad de poco más de veinte años. Recuerdo que ese día estábamos en casa de Ana los cuatro: Esteban, Lía, la dueña de casa y yo. Habíamos ido a hacerle compañía desde la noche anterior, porque se le habían mezclado algunos problemas familiares serios con un par de malos resultados universitarios.
Ana era una persona a la que yo admiraba. Era sumamente talentosa y apasionada, y tenía una capacidad innata que le permitía hablar y que todos los demás escuchen. Una líder por naturaleza. Además, claro, era sumamente bella. La noche anterior me había llamado llorando y me pidió que la acompañara, cosa que no dudé en hacer. Cuando llegué a su departamento, también estaban allí Esteban y Lía. Los cuatro nos habíamos conocido en la facultad, aunque estudiáramos cosas diferentes: Esteban estudiaba letras, Lía era artista, Ana ya era socióloga y estaba por terminar psicología. Y yo estaba por terminar mis estudios de periodismo.
Habíamos pasado la noche despiertos, fumando de una marihuana excelente, que Esteban había conseguido de una manera bastante afortunada, y escuchando a Lía tocar la guitarra mientras Ana exhalaba silencio. Eran noches bastante típicas de nosotros: mientras fumábamos, alguno tocaba la guitarra o conversábamos largo y tendido de variados temas. Siempre, y por eso me gustaba tanto estar con ellos, se hablaban de temas profundos, con debates interesantes aunque ocasionalmente alguno sacaba a la luz alguna trivialidad para reírnos a carcajadas durante un largo rato.
Esa noche no se habló ni se debatió sobre nada. Fumamos en silencio, mientras Lía tocaba la guitarra de manera incesante. Ana y yo también bebimos whisky y tomamos, entre los dos, una línea de cocaína. Pero el rey de la noche fue el silencio y las largas miradas de sobreentendidos. Era como si los cuatro estuviéramos en duelo, haciéndole compañía al dolor profundo de Ana que, extrañamente, no cantó en toda la noche.
Las horas fueron pasando y juntos vimos amanecer por la ventana del departamento, siempre en silencio, siempre con la guitarra soltando notas. Ana vivía en un lindo departamento frente a la plaza Italia, y el enorme ventanal que ocupaba toda la pared, dejaba que el verde de la plaza ingresara sin miramientos. Nos sentábamos en el sofá, o colocábamos los almohadones en el piso y allí, entre sentados o acostados nos pasábamos la pipa de marihuana de mano en mano, en un lento ritual silencioso. Era una especie de paraíso casero y minimalista. Sabíamos perfectamente que eso no duraría toda la vida, y por eso lo disfrutábamos como niños golosos.
Pero esa vez vimos atravesar toda la noche y el amanecer en silencio. Alrededor de las siete de la mañana Ana se paró y dijo que iba a ducharse. Nosotros asentimos y seguimos conversando con nuestras miradas y nuestros silencios, mientras la guitarra continuaba con su costumbre de cobijarnos. No sé ni imaginé qué era lo que pensaban Esteban o Lía, pero parecían sumergidos en sentimientos profundos. Yo, en cambio, divagaba sobre nimiedades y me congelaba al ver, por ejemplo, las partículas que flotaban en el aire y que eran iluminadas por el sol rasante que ingresaba por el ventanal. Mechaba semejante nimiedad con algo más filosófico como la semejanza que esas partículas tenían, flotando en el aire sin ton ni son, con los seres humanos, vagando por vidas regidas por leyes extrañas, para acabar todas iguales en la nada.
No sé cuánto tiempo estuvo Ana bañándose, pero un estruendo desde dentro del baño me asustó.
- ¡No es nada! Se me cayó el secador de pelo – Dijo Ana antes de que cualquiera pudiera preguntar si le había pasado algo.
Unos pocos minutos después la puerta del baño se abrió y Ana salió totalmente desnuda. No era la primera vez que la veía sin ropa, pero atraído por su belleza no podía dejar de mirarla. Esteban, incomodado, simulaba usar su teléfono móvil para no observarla. Lía era totalmente indiferente, como si no le importara en lo más mínimo. Y de hecho no le importaba. Yo, sin embargo, notaba que en ese gesto había un mensaje dirigido a mi. Con Ana solíamos tener sexo de vez en cuando, y que ella decidiera salir del baño desnuda, a la vista de todos, era una forma de decirme que ella no me pertenecía. Pero yo era conciente de eso, aunque me molestara.
- Hay algo mal en todo y nadie se da cuenta.- dijo, como si la ducha le hubiera despertado la lengua que durante toda la noche había estado en silencio.
- ¿En qué?- Preguntó Lía desconcertada, mirando como Ana, que seguía desnuda, dándonos la espalda, se arreglaba el pelo frente al espejo.
- ¿Ves? ¡En todo! –Dijo enfadada, mientras se daba vuelta para mirarla- Todo, absolutamente todo es incoherente. Estamos viviendo en un supuesto mundo civilizado, en el que la globalización llevó el cuento de las sociedades civilizadas a todos los rincones. Pero nadie se da cuenta de lo enfermo y macabro que es este modelo.
- No tiene sentido preocuparse sobre algo que ya fue hablado por miles de personas durante décadas y sin embargo nada cambió.- Dijo Esteban, sin levantar la mirada, todavía inhibido por el cuerpo desnudo de Ana.
- ¡No me jodas, Esteban! Tenés el intelecto suficiente para saber que aquellos que se juntan a discutir este tema son personas que tienen estudios universitarios, como vos y yo, y por ende son unos privilegiados que, sentados en sus sillones de cuero y sus elegantes trajes, se llenan la boca hablando de lo que debería ser; pero a la vez no están dispuestos a arriesgar nada del lugar que ocupan. Y aquellos millones que en realidad padecen el sistema, no tienen ni la preparación ni los medios para hacerse escuchar.
- Pero eso ya lo sabemos.- dijo Esteban, un poco tímido.
- ¡Obvio que sí! ¿Y? ¿Alguien hace algo? No, nadie se da cuenta de la incoherencia que habita entre sus palabras y sus actos. Estoy cansada de los discursos contemplativos y de las acciones macabras. Y basta, la personalidad de una persona no queda reflejada por aquello que dice, sino por aquello que hace.
- No es tan simple, Ana.- dije, mientras ella ingresaba a su habitación.- A lo mejor los únicos que verdaderamente pueden hacer son los gobiernos, y el lugar de la gente es el de decir en las urnas.
No respondió inmediatamente, sólo se escuchaba, desde mi ubicación, como abría y cerraba algún cajón. Luego apareció: lo único que había cambiado en su desnudo cuerpo era que llevaba colocada la parte de abajo de una bikini. Y parecía que no tenía la menor intención de continuar vistiéndose.
- Tu posición es tan cómoda que me dan ganas de vomitar. Y si la única esperanza son los gobiernos estamos perdidos.- Dijo, mientras se sentaba a mi lado y encendía un cigarrillo.
- Deberías respetar un poco más el poder de los gobiernos, porque fueron elegidos por su pueblo.- Dije sin mirarla.
- ¡Basta de ese discurso demagogo y populista! La capacidad intelectual de los pueblos está sobreestimada. Las masas actúan de manera estúpida, y sus decisiones rara vez son acertadas. Las atrocidades más grandes de la historia fueron realizadas gracias a la aprobación o la inacción de sus pueblos.
- Eso es cierto –dijo Lía-, además la mayoría no es la totalidad.
- Pero es la democracia la mejor forma de gobierno que hemos inventado.- Dije arrebatándole el cigarrillo a Ana.
- ¡Yo no estoy en contra de la democracia! Pero últimamente sólo funciona como un placebo para darle a la gente la ilusión de poder. La realidad –dijo mientras me robaba nuevamente el cigarrillo- es que en un mundo globalizado, empequeñecido, sólo tenemos gobiernos barriales.
- ¿Cómo? ¿Qué es eso de los gobiernos barriales?- dijo Esteban mientras se reía.
- Imaginá que el mundo entero es una gran ciudad; y los países son barrios. Estados Unidos y Europa vendrían a ser los barrios ricos y elegantes, a los que todos quieren ir a pasear. África es la favela del mundo, a la que todos le dan la espalda o juegan a ser solidarios de vez en cuando entregándoles restos de comida; cuando pueden sacar partido de alguna manera. Y Asia y America Latina son los barrios trabajadores, que quieren crecer y parecerse a los barrios lindos; pero en realidad son trabajadores mal pagos, que se dedican a barrer las calles y arreglar las cañerías de los ricos.
Todos reímos a carcajadas.
- ¿Y Japón?- preguntó Lía.
- Japón es el barrio exótico que supo hacerse rico por saber fabricar televisores a color.- dije yo, mientras me ría.
- Claro, algo así.- Dijo Ana.
Luego callamos. Lía continuó tocando la guitarra y Ana se animó a cantar un par de estrofas. Yo me limité a fumar la marihuana que había quedado. Esteban desayunó un vaso de whisky, algo típico en él. Era como si de golpe, los cuatro nos hubiéramos internado nuevamente en nuestros pensamientos, dejando a las palabras esparcirse solas y poderosas, detrás de la máscara del silencio.
El estado de Ana, sin embargo, fue lo que realmente me llamó la atención. Estaba entre absorta y autista. Se había acostado a mi lado, con su cabeza sobre mi falda y toda su desnudez indiferente. Pero no estoy seguro si ella se daba cuenta que yo estaba allí, sosteniéndola. Su mirada alternaba entre caer en la nada y apoyarse por pocos segundos en su mano, en las yemas de los dedos que acariciaba suavemente con su dedo pulgar. Aunque era bueno leyendo gestos, ese día no pude descifrar dónde había anclado Ana sus pensamientos. Pero sí supe que no estaba allí, sino a varios kilómetros, o en una infinitud inalcanzable. Como sea, ella no notaba que yo estaba a pocos centímetros, deseándola de todas las formas posibles, observando los brillos de sus ojos cayendo e iluminándole las mejillas con una tonalidad suave y cálida, o su boca fina, delicada y llena de una sutil sensualidad; ella no era conciente que mi mirada vagaba por su cuello desnudo, bajando por el torso que había dejado al descubierto, y me congelaba en sus senos perfectos, o en esa cintura increíble hasta que mi mirada se perdía corriendo a través de sus piernas, y entonces, ya sin vista, sólo podía escuchar en una cercana lejanía, su respiración tranquila que, de manera poderosa, me atraía hacia ella y me llenaba la cabeza con la idea de besarla, haciendo que mi cuerpo respondiera con el nerviosismo de los adolescentes, y quedara atado a un temblor imposible de disimular. Y sin premeditarlo, me encontré de pronto acariciando su cabeza, dejando que sus cabellos fluyeran por entre mis dedos. Pero ella siguió sin notarlo; no estaba allí realmente, y no podía encontrarla. Y la fuerza magnética de su respiración ya tenía más poder sobre mí, haciendo que mis labios comenzaran a acercarse a los suyos, muy lentamente, con la suavidad de los que acechan a su presa con desconfianza, presumiendo que algo fatal puede suceder.
- Todos somos unos hipócritas, aún los que creemos que somos distintos porque hacemos algo - dijo Ana mientras se incorporaba para sentarse, y dejaba paralizados a mis labios-. Nos creemos solidarios y somos unos conformistas.
Yo estaba atónito porque no entendía si su despertar había sido una casualidad o si había sido una maniobra para esquivar mi beso.
- Es la eterna paradoja de los solidarios: ¿Su solidaridad responde a un acto desinteresado o es sólo una acción egoísta para complacerse a sí mismo?- Dijo Esteban.
- Exacto. Por ejemplo nosotros, fuimos dos años seguidos con el voluntariado universitario a ayudar a ese comedor del norte, ¿no?- preguntó Ana y continuó- Pero en realidad, seamos claros, no cambiamos nada. El año pasado estuvimos un mes y nos volvimos contentos pensando que habíamos puesto nuestro grano de arena. Cuando volvimos este año todo estaba igual; podíamos colaborar y llevarles materiales, pero ahora mismo, mientras hablamos, ellos siguen con los mismos problemas de siempre. Pero a nosotros nos duró un año entero la creencia de que éramos solidarios y buenas personas. ¡No, somos una mierda!
- Tampoco seas tan dura, Ana. Es preferible gente que hace algo, por más mínimo que sea, a alguien que no hace nada.- Trató de calmarla Lía.
- No, no. El que no hace nada es un estúpido, un egoísta y una lacra. Pero el que hace algo insignificante y cree ser mejor persona por eso, también lo es. Además de una lacra es un conformista. Y te juro que no sé qué es peor.
- Creo que es preferible hacer algo a no hacer nada.- escupió dolido Esteban.
- Es realmente triste pensar en preferencias de este lado; cuando del otro lado se sigue muriendo gente de hambre, de enfermedades curables o sumidos en la total pobreza. Claro que es preferible para vos pensar que nuestro gesto fue suficiente, para sentirte mejor persona que otros. ¿Pero cuánto resignaste realmente? ¿Cuántas realidades cambiaste?
- No sé si se trata de cambiar realidades, Ana; ni de cuánto resignamos.- dije.
- ¿No? ¿Y de qué se trata entonces? Porque no lo entiendo, porque no veo que haya sentido común cuando se llenan la boca hablando de los que no tienen nada, aquellos que están llenos de excesos. Cuando la mitad de tus pertenencias son excesos, ¿en dónde te colocás para hablar de solidaridad?
- Sinceramente no lo sé, pero por lo menos soy conciente de lo que nos rodea.
- ¿Sí? ¿Y qué hacés?
- ¡No sé, Ana! ¡No sé!- grité mientras me ponía de pie fastidiado, e iba en busca de algo de alcohol a la cocina.
- No es para que te enojes -dijo Lía, desde el living-, creo que lo que Ana quiere decir es que aquellos que son concientes de la desigualdad, y pueden hacerlo, deberían dar todo de sí para realmente cambiar algo.
Me asomé por la puerta de la cocina invadido por un enojo increíble que no respondía solamente a la conversación.
- Lo que pasa, Ana, es que te encanta jugar con la mente de las personas, te fascina hacernos sentir miserables. ¿Pero qué tan distinta sos? ¡Estás ahí, tirada, dando discursos del deber ser, pero no te das cuenta que formás parte del todo! Y yo sé qué es lo que realmente te molesta, lo que te fastidia de verdad: es entender que no sos nada, que no podés cambiar nada porque sos insignificante como todos. El problema es que nosotros somos concientes de eso, y nos conformamos siendo buenas personas y ofreciendo nuestro grano de arena; ¡en cambio vos estás muerta de miedo! Tenés un enorme miedo de que tu narcisismo sea más grande que tus aptitudes, y que tu orgullo pueda más que tu capacidad de entender que sólo son felices los que conviven con el conformismo.
- Yo nunca me voy a conformar.- dijo Ana, sin mirarme, con la vista clavada en el piso.
- Claro que no, porque eso te mostraría vulnerable. Y es por eso que no te enamorás; y es por eso que no podés ser feliz.
Ana se puso de pie, caminó furiosa hacia mi y se frenó a unos pocos centímetros. Me miraba fijamente a los ojos. Tenía un gesto tan rígido como nunca antes había visto.
- Te encanta ser un imbécil, ¿no?- Dijo llena de odio, y luego caminó y se encerró en el baño.
En ese momento, Lía tocó la pierna de Esteban y le hizo un gesto con su cabeza.
- Bueno, nosotros nos vamos.- dijo Esteban poniéndose de pie.
- ¡Ana, nos vamos! Mañana nos vemos.- gritó Lía hacia el baño. Luego me saludó con un beso al igual que Esteban. Ambos se marcharon pero yo aún seguía parado en el mismo sitio. Perplejo. Sorprendido por mi reacción y también dolido y con culpa.
Luego de un rato fui a sentarme al sofá mientras observaba por la ventana como el sol se acercaba al mediodía. Tuve intenciones de ir a buscar a Ana al baño, pero algo me contenía, tal vez el miedo. Es por eso que permanecí allí, quieto; repasando una y otra vez cada palabra de ella, cada gesto, y mi estúpida reacción. Fue en ese momento que escuché que la puerta del baño se abría, y luego unos pasos hacia la habitación. Pero a eso le siguió el silencio por varios minutos. Me puse de pie y comencé a levantar los almohadones y vasos que habían quedado allí, procurando de hacer bastante ruido para que ella pudiera escucharlo y darse cuenta que yo aún seguía en su casa.
- ¿Podés dejar de hacer ruido y venir, por favor?- Dijo, ofuscada y en un tono que daba por sobreentendido que yo debería haberme dado cuenta que ella estaba esperándome.
Cuando ingresé en la habitación, estaba dentro de la cama. Me acerqué por uno de los costados sin emitir palabra mientras ella me miraba, también en silencio. Me desvestí y me acosté a su lado.
- ¿Por qué quisiste besarme hace un rato, cuando estábamos en el living conversando?- Preguntó de la nada.
- No traté de besarte.- Mentí, arrepintiéndome en el acto, pero sin poder admitir la verdad. Luego me coloqué sobre ella y tuvimos sexo.
Permanecimos abrazados en la cama un largo rato. No podía dejar de contemplarla, de disfrutar de su calor y de sus caricias sutiles. Tenía ganas de admitirle que la había querido besar antes, y que la amaba. Sentía unos deseos irrefrenables de confesarle que me había enamorado y de pedirle perdón por lo que había dicho. Pero no supe cómo. Las palabras no salieron. En cambio me quedé de nuevo observándola, viendo como clavaba su mirada en el techo, totalmente ida y lejana como antes. Quise poder entender lo que pensaba, o lo que sentía. Pero esa mañana, Ana estuvo muy meditabunda y yo no pude confesarle mis sentimientos.
A veces es demasiado difícil decir algunas cosas, o uno mismo lo complejiza. Tal vez, si lo hubiera dicho, todo lo que pasaría luego habría sido evitado. Pero las cartas no estaban jugadas; y yo aposté a ciegas. Y perdí.
- Tenés razón: somos demasiado pequeños para controlar ideas tan enormes.-dijo.
- ¿De qué hablás?
- Eso: no se puede vivir si no tenemos la capacidad de hacerlo de acuerdo a nuestras propias ideas.
- A lo mejor porque no tenés que vivir de acuerdo a las ideas, sino pensar de acuerdo a tus posibilidades.
- No, ese es el camino a la mediocridad. La mente es lo único que somos, lo único que nos diferencia; si negamos nuestras ideas nos negamos a nosotros mismos. No podemos callarlas.
- ¿Y entonces?- pregunté.
- Entonces tenés razón, hay dos posibilidades: conformarse, como vos decís; o ser infeliz, luchando y siendo derrotado una y otra vez en la lucha de lo que queremos hacer y lo que realmente podemos hacer.
- Pensar que vas a ser derrotada es una forma de conformismo. Si emprendés una lucha creyendo que vas a perder, entonces no estás luchando, te estás rindiendo.
- Puede ser. Pero a veces las ideas son demasiado grandes para poder manejarlas, pero muy débiles para ganarle a la realidad.- Dijo Ana, y se dio vuelta, con intenciones de dormirse. Permanecí en su cama alrededor de una hora, luego me vestí, la besé en la mejilla y me marché.
Camino a mi casa volví a arrepentirme de no haberle dicho cuánto la amaba; y pensé una y otra vez en cada una de sus palabras y en esa mirada gélida que me lanzó cuando la insulté. Y por más que haya meditado tanto sobre cada momento con ella, nunca imaginé lo que realmente pasaba por su cabeza: no me di cuenta que mientras miraba el techo estaba esperando que le dijera algo, ni tampoco noté que había simulado estar dormida al momento de marcharme, ni percibí su real tristeza e impotencia por conocer una realidad que le dolía, pero no podía cambiar. Y lo que menos imaginé fue que, tan solo quince minutos después de retirarme de su departamento, Ana se arrojaría por el ventanal del piso siete.
La noticia me llegó a la medianoche, con un llamado de Esteban. No pude creerlo ni pude moverme. No asistí al velorio ni a la cremación. Permanecí en casa, a oscuras, fumando marihuana y repasando cada una de sus frases, tratando de comprender en qué momento había tenido la idea de suicidarse, y si hubiera podido hacer algo para evitarlo. Pero no hallé respuestas en ese momento ni las hallo ahora. Porque a lo mejor es cierto lo que dijo: somos demasiado pequeños para controlar ideas tan enormes.


Copyright © 2009

Las llaves que no se usan.

Miró su mano y encontró un enorme manojo de llaves. Estaba quieto, parado en el pasillo. Tendría entre veinte y treinta y cinco años, y un rostro bastante ordinario. El pasillo, que se prolongaba delante suyo, parecía tener varios kilómetros de largo. Él permanecía estático, observando hacia delante, pero sin poder moverse de su sitio.
Por un momento sintió calor y eso lo llenó de incomodidad. Empezó a caminar, porque no le quedaba otra que hacerlo. El túnel era blanco, aséptico; con una luz cada cinco o seis metros que dibujaba un círculo de claridad en el piso. No había señales de haberse transitado antes. Ni huellas, ni raspones en las paredes, ni ningún tipo de mancha. Parecía virgen, absolutamente nuevo.
Después de caminar durante bastantes horas - o años, ya que no había manera de saberlo- se sintió cansado y se detuvo. Por un instante lo invadió la curiosidad y observó hacia atrás para descubrir, con sorpresa, que todas las luces se habían apagado. La oscuridad y la total penumbra habían invadido su espalda. Entonces se percató de que no podría regresar.
Volvió la mirada al frente y continuó con su marcha. Comenzó a parecerle que adelante había una claridad inusual que rompía con el paisaje monocorde anterior. Empujado por un entusiasmo incipiente, apuró su paso y se llenó de una tímida esperanza. Al cabo de un rato de rápida caminata, era evidente que adelante había algo: parecía que el pasillo desembocaba en un enorme salón.
Llegó al final transpirado y agitado. Notó que había subestimado la distancia que lo alejaba de allí, sin embargo no le importó; estaba demasiado concentrado mirando ese nuevo sitio donde se encontraba. El salón era enorme, increíblemente majestuoso y hasta desproporcionado respecto al tamaño de cualquier persona. Era rectangular, de quinientos metros de ancho aproximadamente y unos dos o tres kilómetros de largo.
Pero lo que más lo sorprendió no fue su tamaño, sino la cantidad de gente que lo transitaba. Miles, tal vez millones de personas salían por pasillos individuales, como el suyo, ubicados en uno de los lados del enorme rectángulo y se dirigían hacia el lado opuesto, que también estaba lleno de puertas. Dedujo que, posiblemente, los pasillos individuales corrían paralelos al suyo y desembocaban todos allí, en el salón majestuoso.
Permaneció varios minutos observando todo a su alrededor. Algunas personas hablaban entre sí, se preguntaban cosas y señalaban rumbos. Pudo notar, incluso, que pese a haber infinidad de puertas en el lado opuesto del salón, todos optaban por la misma, la que estaba en el centro y más iluminada. En esa puerta se había formado una fila porque entraban de a uno: una persona pasaba abriendo con una llave y al pasar cerraba la puerta detrás de sí, luego quién lo seguía en la fila, usaba su propia llave para entrar.
Si antes había notado que en su pasillo todo parecía nuevo y sin marcas de haberse transitado antes, también se percató de las grandes diferencias del salón enorme. Allí sí había señales y carteles apuntando a la puerta central y, además, el piso de mármol blanco estaba marcado por el desgaste que ocasionaban los pasos incesantes de muchedumbres; y todas las marcas llevaban a esa misma puerta.
Caminó por el salón y se sintió diminuto ante la majestuosidad de ese lugar y debió detenerse. En ese momento alguien se le acercó.
- Perdón, ¿Hay que ir hacia allá, verdad?- le preguntó un sujeto señalando la puerta a la que todos se dirigían.
- No lo sé, acabo de llegar.
-Sí, como todos.- Dijo el sujeto un poco malhumorado.
Enseguida otro, que había estado escuchando, se acercó.
- Sí, sí, hay que ir hacia esa puerta. Deben tener la llave.
- Tengo un manojo de llaves enorme -dijo el sujeto malhumorado mirando su mano-, ¿cuál es?
- La única que está pintada.- Le contestó rápidamente este otro, que parecía tener más claro todo. Y ambos se fueron caminando hacia la puerta señalada.
Sacó su propio manojo de llaves y lo observó con atención. Efectivamente había una sola llave pintada, y todas las demás estaban numeradas sobre el bronce desnudo. Caminó, con algo de resignación hacia la extensa fila de personas que se apiñaban para poder ingresar a la tan mentada puerta. El ingreso no era lento, pero la enorme cantidad de personas le anticipaba que la espera iba a ser larga, y eso lo cargó de un fastidio impaciente.
-Una pregunta –le dijo a quién tenía por delante-: ¿Para qué sirven las otras llaves?
- Para las demás puertas.
- ¿Pero se pueden usar? Le pregunto porque nadie las utiliza.
- Sí, creería que sí. Fíjese que cada llave tiene un número y las puertas también. Pero todos usan la que está aquí y los carteles además la señalan.
- Sí, claro –dijo algo contrariado-. Sin embargo tenemos un montón de llaves a nuestra disposición. Deberíamos poder elegir, ¿verdad?
- Eso supongo, pero si todos usan esta por algo será. ¿Para qué arriesgarse?
Pensó que tenía sentido lo que le decía y guardó silencio a la espera de su turno para ingresar. Mientras tanto se detuvo a observar y analizar. Notó que nadie salía por la puerta, lo que indicaba que seguramente era la puerta correcta y nadie se arrepentía de utilizarla. Eso lo tranquilizó.
Mientras las horas se sucedían y la fila de personas avanzaba lentamente, su optimismo cambió. Comenzó a pensar que nadie regresaba porque una vez que se atravesaba la puerta no se podía volver. Por lo tanto, nada le aseguraba que esa fuera la entrada correcta, y lo inundó el temor de arrepentirse luego de utilizarla. Miró el resto de las puertas que seguían sin ser usadas, y le tocó el hombro al sujeto de adelante.
- ¿Le molestaría cuidarme el lugar en la fila mientras voy a investigar un poco?
- Se lo guardo, no se preocupe. Vaya, vaya.
Le hizo un gesto de agradecimiento con la cabeza y se alejó de la fila para acercarse a las demás puertas. Caminó varios metros. Se acercaba a una e intentaba oír si se escuchaba algo detrás. Pero el silencio era la única respuesta. Miró el manojo de llaves y dudó. Se dijo a sí mismo que no tenía sentido tener múltiples opciones y elegir aquello que todos hacían. Sin embargo, se convenció de que era una estupidez arriesgarse. Todo señalaba que la puerta que debía tomar era aquella a la que se dirigían todos. Si se equivocaba, pensó, por lo menos no estaría solo en la equivocación.
Cuando volvió a su lugar, la fila ya había avanzado bastante y la puerta estaba a pocos metros. Del manojo, tomo la llave pintada y se dispuso a esperar. Estaba conforme, aunque aún dubitativo y no muy feliz. Pero conforme. Y eso era bastante.
Cuando llegó su turno metió la llave en la cerradura y notó que la mano le temblaba. Pensó que aún podía investigar más el resto de las puertas, que no tenía por qué entrar en ese momento. Pero alguien que estaba detrás lo apuró y se resignó. Algo dentro suyo le decía que no, pero volvió a convencerse: aunque no sintiera felicidad, estaba conforme y eso alcanzaba. Giró la llave e ingresó.
Cuando la puerta se cerró detrás suyo supo que no podría volver. En ese momento algo en su interior se hizo añicos. Pero lo ignoró, era demasiado tarde para los arrepentimientos. Miró hacia delante y caminó con la cabeza gacha detrás de todos los demás.

Copyright © 2009

Una Argentina violenta.

Durante los últimos meses se ha hablado una y otra vez, en los principales medios nacionales, de la inseguridad en apariencia creciente. Por lo tanto, se han puesto sobre el tapete diferentes cuestionamientos, como la pena de muerte y la baja de imputabilidad de los menores. La realidad, sin embargo, demuestra que ninguna estadística o estudio –oficial o privado- indica que hayan aumentado los hechos delictivos en los últimos seis años, por lo menos no de manera alarmante.
Pero el hecho concreto de que la inseguridad no esté aumentando no significa que no exista; porque Argentina es un país inseguro para el ciudadano medio. Claro está que el análisis no puede quedar limitado a discusiones superficiales; un problema tan trascendente requiere un análisis profundo de las causas, para luego sí, poder establecer las soluciones.
La inseguridad, tal como la conocemos, requiere de un elemento fundamental del que rara vez se habla: la violencia. Y no es un dato menor; un robo o un homicidio parte y se nutre del factor violento. Desde el punto de vista puramente semántico, el término inseguridad refiere a un estado o un sentimiento, pero la violencia es una conducta, real y palpable, pero sobre todo, humana y argentina. No puede cometerse un ilícito de gravedad sin violencia.
Los argentinos somos, en términos generales, seres violentos. Lo somos al manejar y hasta somos violentos al hablar. Incluso nuestros presidentes ofrecen sus discursos a los gritos. Y no es normal; ni a Lula, ni a Bachelet, ni a Obama se los ha visto gritar. La argentina es una sociedad violenta y habría que preguntarse el por qué. Tal vez, si se vuelve sobre el significado comienza a vislumbrarse que la violencia es el abuso de fuerza o poder con el fin de obtener algo que de otra manera no se alcanzaría. Por ende, se podría concluir en que la violencia es hermana de la lucha.

Argentinos contra argentinos:

Plantear soluciones a partir del castigo –como la pena de muerte o la baja de imputabilidad- es no ver el bosque detrás del árbol. El castigo por definición, es un paliativo a un mal ya ocasionado. Si se quieren buscar soluciones de raíz habría que intentar prevenir que el mal se produzca.
Todos los datos estadísticos de aquellos países que practican la pena de muerte demuestran que no sirve como disuasivo para la ejecución de crímenes. En ninguno de ellos ha bajado la tasa de homicidios. Y eso es una realidad que no hay que dejar de ver. Es de obtusos mantener discusiones sobre premisas que parten de un error conceptual básico. Tampoco sirve bajar la edad de imputabilidad. Cualquier medida que se tome sobre esos puntos, son sólo acciones populistas de políticos que, con sentido de la oportunidad, se aferran al miedo de la gente para la obtención de apoyo.
Otro de los factores a los que se suele recurrir para explicar la existencia de la inseguridad es por el uso o abuso de drogas. Causa que tampoco es determinante: Holanda, por ejemplo, posee leyes que no criminalizan el consumo de ningún tipo de droga, que trata como enfermos a los adictos a las drogas duras y que, además, permite la venta y el consumo de drogas blandas, como la marihuana, en lugares establecidos. Sin embargo posee una tasa de criminalidad de las más bajas a nivel mundial. Mientras en Argentina las posibilidades de morir en un hecho delictivo son de 1 en 85, en Holanda son de 1 en 774. Para que quede clara la diferencia podría alcanzar con decir que en Holanda las cárceles están semi vacías, tanto que han comenzado a alquilar sus plazas a países vecinos.
La inseguridad no surge por falta de mano dura, ni por el consumo de drogas.
La cuna de la inseguridad es la violencia; y ésta nace de la marginalidad, la pobreza y las necesidades básicas insatisfechas de una enorme porción de la sociedad. No hay otras causas tan contundentes como las mencionadas. La violencia surge por la lucha cotidiana que esa porción de argentinos afrontan para obtener lo que no pueden alcanzar de otra manera, porque el sistema no los incorpora.
Argentina es un país inseguro y violento porque es desigual, porque los más ricos cobran 30 veces más que el sector más pobre; que es una diferencia abismal, inconcebible en cualquier país serio. Y tal inequidad es sinónimo de exclusión, y es el caldo de cultivo para el brote de violencia.
Si no se comprende de una vez cuál es la raíz de la problemática, encontrar una solución comienza a ser sumamente dificultoso, porque los caminos correctos comienzan a desdibujarse dentro de planteos superficiales. Si realmente se quiere encontrar una solución, entonces hay que empezar a buscar cómo convertir a la Argentina en un país más justo y equitativo, donde todos los sectores sociales puedan acceder a un hogar digno, a un sistema educativo que los contenga, un trabajo que los proyecte y una salud que los cure.

Un país más justo:

Por supuesto que no es una tarea simple la construcción de una Argentina equitativa, ni mucho menos es una tarea rápida. Para esto hace falta un plan real a largo plazo, serio y metódico, imposible de realizar sin medidas que faciliten la justa distribución de la riqueza.
Pero lo cierto es que, para lograrlo, también hace falta de un compromiso de toda la sociedad. Porque resulta gratificante para muchos sectores llenarse la boca hablando de la redistribución de la riqueza, sin embargo, cuando es el momento de hacerlo, cuando aquellos que obtienen muchas ganancias deben tributar más, cuando sus bolsillos se ven afectados, se alzan en luchas de poderes y aniquilan cualquier intento de lograr una Argentina más equitativa.
No puede edificarse un plan serio si nadie está dispuesto a colaborar con tal objetivo. La torta económica es una sola; si algunos pocos quieren llevarse grandes porciones, es evidente que algunos muchos van a pasar hambre. Y aquellos que sufren el hambre son los mismos que no tienen nada, y cuando no se tiene nada no hay nada que perder, y ahí cuando se es capaz de hacer cualquier cosa para revertir la situación, como delinquir.
Mientras no surja un plan que busque incluir al sistema a los sectores marginados, y no haya un compromiso real de toda la sociedad, va a seguir existiendo la violencia y, por tal motivo, la inseguridad. Y los que más tienen podrán irse a vivir a barrios cerrados para sentirse más seguros, podrán polarizar los vidrios de sus autos y poner alarmas y cámaras de seguridad. Pero si no están dispuestos a resignar parte de su porción, van a seguir sintiéndose inseguros y proponiendo medidas de mano dura. Y es también responsabilidad de la clase media no comprar espejitos de colores ni alzar banderas de luchas ajenas e injustas para protestar contra el gobierno de turno.
Cuando comprendamos que el índice de criminalidad está íntimamente ligado con los índices de pobreza, indigencia y desocupación, y que está, también, relacionado con la educación y la salud pública deteriorada, es cuando comenzaremos a ver el bosque detrás del árbol. Sólo en ese momento la solución será evidente.

Copyright © 2009

El mundo en imágenes.

El mundo no sólo se compone de letras. Los invito a pasar al nuevo mundo compuesto por imágenes. Puede hacerlo haciendo click aquí o sobre la fotografía.

Contemplando el mar.


Copyright © 2007

Personas pasajeras.

Pensaba en el tiempo, en las mochilas, en lo que se pierde en el camino. Pensaba en lo fugaz; lo que no vuelve y lo que queda. Pero sobre todo pensaba en las personas pasajeras. En la nostalgia que habita en las cicatrices que dejaron los que se fueron.
A lo largo de la vida uno conoce personas de manera incesante, algunas se transforman en amigos, otras en algo más. Pero lo increíble es que algunas están destinadas a perderse. Por caprichos de la vida, por circunstancias o por olvido. Y cada pérdida es una cicatriz, con su correspondiente profundidad y dolor. Y a medida que el tiempo pasa, con los años, esas cicatrices se acumulan; y duelen.
Puede ser un día lluvioso, un aroma, una sonrisa semejante o un segundo en el que se hurga en la memoria. Puede ser cualquier cosa lo que abra la cicatriz, lo que acerque el recuerdo de quién ya no está. Y no son grandes acontecimientos los que renacen, no. Son detalles, son pequeños y únicos detalles, en apariencia sin valor, de esa persona. Los besos profundos y oportunos de aquella, la mirada pícara y escurridiza de aquel, la forma de hablar con silencios del otro o la felicidad contagiosa de esta.
Son instantes mínimos y seguramente imposibles de reproducir por cualquier otro; porque son, quizás, esos elementos específicos, que conmueven, los que le dan unicidad a cada ser. Y, al fin y al cabo, tal vez todo lo que posee valor está hecho por la suma de sus detalles. Pero cuando la representación de aquello queda en manos de la memoria únicamente, es cuando comienza la tergiversación y el olvido; y luego prosigue la nostalgia, que no es más que extrañar con pena aquello que ya no es parte del presente.
Y nunca volverá, jamás volverá a ser presente aquello que murió. Y las personas que han sido pasajeras, y ya se han ido, se han llevado consigo sus detalles inolvidables. Pero nos quedamos con la cicatriz, y con el anhelo utópico de aferrarnos a los que nos rodean en el hoy, aún sabiendo que el tiempo convertirá a algunos en pasajeros. Esperanzados, sin embargo, soñamos con las excepciones, y esclavizamos la memoria al capricho del ahora, porque no nos queda otra, porque es imposible aceptar la realidad; que todo, nos guste o no, es efímero, y algunas personas están destinadas a ser puramente detalles en instantes pasajeros de nuestras vidas.

Copyright © 2007

Desde el otro lado.

Me sucede desde siempre. Toda la vida he tenido este tipo de eventos, por llamarlo de alguna manera. Y aún así, todavía no puedo comprenderlos. Describirlos es casi tan extraño como vivirlos. No recuerdo cuándo fue la primera vez que me sucedió, pero era muy chico. El primer evento que recuerdo fue a los siete o, tal vez, seis años y fue cuando supe, racionalmente, que no era normal.

Aparecen en un momento determinado del día; al despertar por la mañana. Nunca en otro. Sus apariciones son tan precisas como el alba. Y sus duraciones, en cambio, varían entre unos y otros. Nunca fueron más cortos que un día entero, y nunca más largos que una semana. Pero la duración de la que estoy hablando es la duración real, el tiempo cronológico que dictaminan los relojes. Si tengo que hablar del tiempo subjetivo, de cómo es vivirlos desde adentro, entonces sólo la muerte y la nada son comparativos acordes. Porque en ellos, el tiempo no existe.

Para describir los eventos de manera sencilla, pero sumamente insuficiente y estéril, podría compararlos con un pozo depresivo profundo. Pero claramente no alcanza. Son algo más, o mucho menos; dependiendo de la perspectiva. Al despertar, la angustia y la alienación son totales. Como si un vacío se instalara en medio del pecho, en medio del alma, y se prolongara, desde allí, por las arterias hasta cada célula del cuerpo. Y a su paso, la extensión de la vida emocional caduca invariablemente.

El cuerpo parece transformarse, entonces, en una máquina vacía, en un sinfín de elementos vivos cargados de muerte. La enajenación es tan inmensa y tan real, que puedo verme desde afuera, desde otra perspectiva. Como si el ser pudiera desprenderse de la cáscara y alejarse unos metros. Y entonces observo mi propio cuerpo desde lejos; percibo la quietud de esa maquinaria; los ojos sin vida, clavados en las nimiedades durante minutos u horas. Y el autismo que habita en cada inacción, parece ser tan absoluto que maquilla a la realidad con un tinte ficcional, salido de la literatura más negra o de un film dadaísta.

Pero detrás de esas dos partes separadas, el cuerpo y el ser, no hay ni un dejo de totalidad; sino un montón de chatura carente de todo. Ni uno ni otro logran acercarse a la definición de vida. El vacío es tan infinito que ni siquiera es habitado por respuestas o razones, y nada logra explicar el por qué de ese estado. Dentro de él, todo es inocuo, excepto la tristeza que gobierna con obtusa insensatez cada segundo inerte del evento.

Y la angustia no desaparecerá hasta tanto el evento no haya terminado. Lo más probable es que eso ocurra durante la noche, cuando el cuerpo sin vida pero dormido, se reencuentre con el ser cansado de vagabundear desnudo. Y al despertar, al día siguiente, todo habrá vuelto a la normalidad.

Cada vez que sucede recuerdo lo extraño que soy. Y no puedo dejar de preguntarme cuál es la realidad, cuál es mi verdadero yo y cuál es el mundo correcto. Porque tal vez, no sea más que un montón de nada unida por el hartazgo de la soledad, habitando un ecosistema al que no pertenezco con el único fin de encontrar en otros el remedio de la alienación.

Copyright © 2009

Reencuentro contigo.

Cuando miró a su derecha y la vio aún dormida sintió un leve regocijo, que nacía a la par de recuerdos azarosos de la infancia. De sus cabellos apáticos surgía el reflejo de un sol naciente, como aquel que vio acuñado en las pestañas de Ángela, su primer amor adolescente, el día que se besaron por primera vez, a orilla del río, en un amanecer barnizado de amarillo por una llovizna aún fresca. Era un recuerdo escueto y a la vez preciso. Un segundo unía aquel momento con este. Y esa unión mágica lo maravilló; era un simple detalle, un resplandor en el cabello, que lo había transportado a un instante de veinte años atrás.
Y ese viaje imaginario surgido de manera circunstancial lo sumergió, imprevisiblemente, en un estado de éxtasis y nostalgia mental. De pronto, se encontró con el pasado, recordándose en sus días de niño. No pudo evitar comparar aquel que había sido; que caminaba del colegio a su casa por el costado de las vías del tren, para evitar cualquier contacto humano y así poder concentrase en su propio universo; con el que era ahora; alguien despertando en el cuarto de un hotel, al lado de una mujer con la que sólo había pasado catorce horas y a la que, sin embargo, anhelaba amar locamente. Entre ese niño y el hombre que era ahora había una esencia similar, pensó, pero a la vez un deterioro de esa naturaleza, una mutación innecesaria, tallada por el paso del tiempo.
Especuló sobre qué había sido exactamente el motivo de la transformación. ¿Por qué ese niño, aún en su infelicidad, era feliz? Ahorrándose explicaciones, llevó su mirada a la ventana, buscando tal vez refugio en las aguas del Moldova. El pequeño movimiento provocó que las tensas sábanas blancas se estiren y, de alguna manera, provoquen el despertar cargado de incordio de ella.

- ¿Querés que me vaya?
- No, en un rato pido el desayuno. No te preocupes. Dormí.- Dijo tratando de hacerla sentir cómoda, para no tener que verla partir. Para que no lo deje.

Ella lo miró furtivamente, con intenciones de retomar el sueño de prisa, y luego sonrió sutilmente, con un placer disfrazado de disimulo. La sangre de él se congeló; como antes, su mente lo movió al pasado, a la sonrisa que su madre escondía cuando sentía orgullo por él, pero no quería dejarlo en evidencia. Esas sonrisas que eran un premio, un consuelo, una satisfacción y un castigo. Todo junto, y a la vez. Otra vez pudo verse de niño, buscando complacer a sus padres de manera incansable, viviendo sobre los cimientos del futuro que ellos le habían construido, y tratando de hacerlo convivir con el futuro que él debía tener.
Pero ya era futuro. La habitación rebosante de luz, el hotel tres estrellas, la prostituta, el amor que no tenía, el idioma que no hablaba. Todo el presente era el futuro de aquel niño. Y algo en el medio había convertido aquello en esto.
Se paró y caminó sobre el piso de madera, desnudo, sin rumbo. Miró y volvió a mirar una y otra vez cada detalle de la habitación. Se detuvo algunos segundos en el escritorio; lleno de planos de edificios arquitectónicamente mediocres que él había diseñado; y luego se acercó a la ventana, dónde observó la acera de la calle Lesnická, el puente Jiráskuv y la Casa Danzante, al otro lado del río. Y la envidió, su belleza, su construcción descontructiva, sus arquitectos; el talento. Y se odió; su realidad, ser lo que no era, la traición a aquel chico que había sido.
Se duchó rápidamente, pidió el desayuno y partió. Cuando ella despertó, había sobre la cama una bandeja con desayuno para uno, una servilleta escrita a las apuradas (“Durante una noche te amé”), un café frío y un montón de planos rotos sobre el escritorio. En el cuarto de baño encontraría, después, un espejo roto. Nadie lo vio cuando salió del hotel, cuando caminó a orillas del río, y cuando sonrió durante horas al permanecer sentado en la Old Town Square, planeando su futuro; el reencuentro con aquel chico del pasado.

Copyright © 2007

Como se rompen los cristales

Es un segundo crucial, un momento determinado y preciso que separa dos realidades totalmente diferentes y opuestas. Es un segundo, o una centésima. Un quiebre, un nunca más.
Un movimiento en falso y, luego, un chasquido; el inevitable sonido de la ruptura. La condensación de momentos concentrados, todos juntos, alrededor de ese instante. Todo sucede demasiado deprisa. Y ya no hay vuelta atrás. Los trozos que antes componían un todo se dispersan en el suelo, las astillas se pierden y los grandes fragmentos resuenan fracasados.
El segundo posterior es de silencio total. Asimilación de una nueva realidad sublime. Estupefacción total y hasta incomprensión por la simplicidad con la que el todo se desvanece tan rápidamente, tan inevitablemente. Un error, un chasquido y adiós. Y los fragmentos, allí, a la vista, imposibles de reconstruir; invencibles ellos, en su cualidad de desechos. Ningún esfuerzo podrá unirlos, o borrar las huellas de la separación. Nada cambiará el nuevo curso, la finitud de la existencia.
Luego, de manera invariable, proviene la pena; el dolor ante el nuevo escenario, al oír el eco en el alma, una y otra vez, del chasquido que marcó el fin; por ser conciente que a partir de allí, sin importar qué se haga, nada volverá a ser como antes, nunca más.

Copyright © 2007

Sinestesia

El dulce olor rojizo rozó la yema de sus dedos lanzando alaridos. Los labios parecían rocas inaudibles de frío rouge. Alzó la vista para gritarle su amor, cuando un invernadero de incongruencias inconcientes acabó con las verdades, las suyas, las únicas. El rostro de ella se difumó hasta perderse en el silencio; de pronto las ilusiones de un futuro venidero se convirtieron en condenas de un presente imperfecto. El fin parecía asomar como una vía posible, pero distinta a la imaginada tiempo antes.
Agudizó su vista para reencontrarse nuevamente con su rostro, y pudo divisar, entre tantos nubarrones, el pálido color de sus labios. Los deseó y los amó otra vez. El anhelo ferviente de besarlos se desvaneció, cuando su mente atrajo los laberínticos caminos de los deseos encontrados. Pura causalidad de su naturaleza en contradicción; que provocaba visiones punzantes y amargas de fantasmas imaginarios que, como terroristas de su propia felicidad, acechaban el plano terrenal del amor.
Los ruidos sucumbieron todos juntos en sus labios cuando volvió a besarla. Eran las dimensiones, concientes e inconcientes, de sus mentes paralelas en fricción. La besaba a ella mientras sus ojos olían a aquella. No pudo resistirlo; despegó su boca de la otra y aprovechó el silencio y el caos para correr. El mundo se había vuelto blanco y negro en sus oídos, el ruido tormentoso ingresaba arisco por sus ojos.
Corrió confundido, atravesando calles y esquivando gente detenida, en blanco y negro, en silencio o desesperada; pero siempre muertas. Algo en ese universo carecía de sentido, tal vez su misma presencia, o su olor a negrura, o su locura racional. En su mente el mundo se erigía confuso; planos sobre planos en una pintura cubista, como en una película negativa; gente blanca sobre calles negras, árboles muertos en veredas móviles, olores opacos en oídos sordos. La nada y el todo conviviendo. El deseo de poseer y el de desechar, unidos; inequívocamente pegados: odiar y amar a las mismas personas. A sí mismo.
Llegó a la puerta de aquella, entró luego de golpear, la besó antes de verla. La odió antes de quererla. Su voz se cristalizó envuelta en emoción y se preparó para decir adiós, cuando notó que era ella quién lo despedía. Y otra vez rotura, contradicciones. La deseó más que antes, le suplicó. Lloró por tenerla hasta que vio como su alma se rendía. La tuvo otra vez a sus pies y, por ende, ya no la quería.
Sentidos contrapuestos. Amontonamientos de verdades mentirosas. Sólo poseía la incesante obsesión por desear aquello que carecía, por detestar lo que estaba a su lado. Estúpidas e infinitas búsquedas eran su estilo de vida.
Dejó detrás suyo una puerta entreabierta y una mujer confundida. Avanzó otra vez por las calles de ficción, a buscar lo que había dejado antes, para volver a perderlo.
Por complacencia, había disfrazado su vida de arlequín, acumulado historias; exagerado el pasado y fulminado el presente. Sujeto raro, de ojos sordos y tacto dulce; dedicado al trabajoso arte de destripar su única vida. Había azucarado sus miserias lo suficiente como para pasar desapercibido, jugando a ser un buen tipo, lleno de promesas infundadas. Mentiroso convincente. Mentiroso de sí mismo.
Cargó por las calles nuevos pensamientos, teorizó sobre sus actos. A mitad de camino, entre las dos casas, se detuvo. Dos mujeres en cada extremo, dos corazones. Todo su alrededor seguía en blanco y negro y las pulsaciones golpeaban el pecho sin vacilación. Los ojos estaban detenidos en la nada, inertes detrás de su conciencia. Salpicó el borde de la mente con algunos de sus hechos para desnudar la moral aplastada. Y lloró. Lloró sin llorar, como lloran los resignados; los que descubren invencible su propia naturaleza. Se supo con alma de terrorista suicida.
Las calles seguían en blanco y negro. Caminó pocos pasos para atravesarse en el camino de alguno, para dejar de estar en el paso de la gente que quería y lastimaba. Alzó sus oídos para ver venir el dolor, para comenzar a sentir el silencio de la nada. Las calles estaban en blanco y negro, cuando un calor rojo de líquida muerte se desparramó sobre el pavimento amargo y silencioso. Mentes paralelas acababan de unirse en el desaparecer.

Copyright © 2007

El cabeza.

Hoy, mientras esperaba que arreglaran mi automóvil en un taller mecánico, me acordé del Cabeza, y de cuánto lo extraño. Y tal vez porque me puse nostálgico, empecé a traer a mi mente los recuerdos de aquellas primeras épocas que compartíamos, siempre juntos, cuando los dos éramos aún adolescentes.
Al Cabeza lo conocí en cuarto año de la secundaria. Él había repetido dos o tres veces, ya ni recuerdo, y creo que él tampoco. Apenas nos conocimos congeniamos. El Cabeza siempre fue especial; de esos tipos de fierro, con un corazón enorme y una impresionante disciplina por la solidaridad. Era como un hermano mayor en esa época.
Yo fui el que lo bautizó Cabeza y ese mote nunca tuvo nada que ver con el tamaño de su extremidad superior (más bien pequeña en relación con su cuerpo robusto y su gran altura). No, nada que ver. Rodolfo –ese es su nombre real- nunca se llevó bien con el estudio. Terminó el secundario porque los profesores le tuvieron piedad y porque lo amaban. Nadie que haya conocido al Cabeza podría sentir por él otro sentimiento que no sea amor. Pero siempre fue cabeza dura, por eso el apodo.
A él era imposible explicarle una fórmula matemática o un texto literario; el Cabeza nació sin capacidad de comprensión para estas banalidades. Hasta sumar o restar simples cálculos requerían un esfuerzo sobrehumano para su entendimiento, esfuerzo que rara vez estaba dispuesto a realizar. Lo bueno fue siempre que en Cabeza esto no resultó un defecto que pudiera empañar sus virtudes, sino todo lo contrario; lo transformó en un ser aún más tierno.
Además, sus carencias invariablemente quedaron compensadas por un talento extraordinario, que aún hoy no consigo explicar. El Cabeza amaba los autos y los motores en especial. Él podía decir; con solo escuchar el ronroneo de un motor; el modelo del vehículo, la marca, el año de fabricación, los kilómetros recorridos y si era conducido habitualmente por un hombre o una mujer. Siempre decía que las mujeres manejan sin exigirle tanto al motor, que lo hacen girar a revoluciones bajas y son esquivas de las aceleraciones fuertes o los rebajes. Nunca supe si su afirmación era cierta, porque son cosas que sólo el Cabeza podría aclarar.
Un día, me acuerdo patente, teníamos un examen de filosofía. Está de más decir que el Cabeza ni siquiera podía comprender el significado del nombre de la materia, por lo que pretender que pudiera descifrar algo de sus contenidos era una utopía. Cuando el profesor terminó de dictar las preguntas, el Cabeza se levantó con la hoja en la mano y caminó hacia el escritorio de Bolaño. Yo pensé, porque era lo normal, que el Cabeza iba a entregar la evaluación sin hacer. Pero no; el Cabeza sabía que Bolaño, el profesor, amaba su auto, un Chevy impecable, regalo de su padre.

- Si usted me permite –dijo serio y sin titubear mirando a los ojos al profesor- puedo revisar el motor de su auto, que escuché que está fallando. Seguro que si lo lleva al mecánico le revisan el carburador, pero no es eso, se lo afirmo.

Bolaño quedó estupefacto. Apenas logró tartamudear, como un padre preocupado por un hijo enfermo que nadie logra diagnosticar. Le dijo que lo había llevado a cinco talleres distintos y nadie había dado en la tecla.
El Cabeza, que demostró ser un experto en la materia, asintió con una sonrisa en sus labios. Y ahí sucedió lo más extraño: Bolaño revisó su bolsillo y le entregó la llave de su Chevy al Cabeza. Mientras nosotros rendíamos el examen, él hacía no se qué en el auto del profesor. Fue impresionante: cuando sonó el timbre y nosotros entregábamos las hojas de las evaluaciones, el Cabeza entró triunfante por la puerta sacudiendo la llave del Chevy para alertar a todos de su triunfante llegada. Ese año, el Cabeza terminó con un diez en filosofía, aunque fue la única materia que aprobó.
A mitad de ese cuarto año el Cabeza conoció a Carla, una morocha increíble. Era de esas mujeres que destilan belleza y cuya sola presencia provocaba que todos los hombres comenzaran a comportarse de una manera inexplicable, estúpida.
Carla era alta, delgada y con curvas que llevaban a la perdición. Y el Cabeza se enamoró. Y no fue un amor cualquiera, porque el Cabeza no era un tipo cualquiera.
Sólo hay que imaginar cuánto amor puede surgir de un corazón gigante, y luego multiplicarlo por millones, para tener una vaga idea de lo que el Cabeza podía sentir. Estaba loco, fascinado; con sólo verla un segundo tenía suficientes motivos para sonreír durante un mes. Y hasta podía ignorar, si ella estaba enfrente, el motor de una Ferrari; y eso era mucho decir en el Cabeza.
Pero Carla lo ignoraba por completo y eso no era lo peor. Yo había notado que ella me miraba mucho y me habían llegado comentarios sobre que me quería conocer. En esa época, debo decirlo, yo tenía un modesto éxito con las mujeres, pero Carla era mucho más que una mujer. Era, acaso, el único ser digno de llamarse creación de Dios.
Y sí, hubiese dado cualquier cosa por estar con ella. O casi.
Claro que yo nunca tuve el valor de decirle al Cabeza que ella estaba interesada en mí, ni mucho menos de lo hermosa que me parecía. No podía hacerle eso, le hubiera roto el corazón. Era mi amigo y una persona fundamental en mi vida. ¡Y era el Cabeza! Y punto.
La noche trágica -o mágica, depende el punto de vista con el que se mire- fue en diciembre, en la tradicional fiesta de cierre de año. Se hizo en un inmenso caserón, con patio y piscina. Concurrió toda la escuela y muchos egresados de años anteriores. Con el Cabeza llegamos temprano y él se puso a esperarla impaciente. No tenía ninguna intención de acercársele, pero quería verla. Eso lo reconfortaba, lo hacía feliz.
Calculo que Carla llegó una hora después que nosotros. Entró caminando en cámara lenta y toda la fiesta se detuvo para verla desfilar: llevaba puesto un vestido negro, escotado, que se pegaba a su piel, aferrado a la idea de remarcar las formas naturales. Muchos quedaron boquiabiertos y por supuesto, yo también. El Cabeza, directamente, se desintegró, se fragmentó en millones de moléculas y le llevó un buen rato volver en sí. Fue una escena increíble, la recuerdo como si fuera hoy.
Promediaba la fiesta cuando Carla, con su grupo de amigas, se situó junto a la piscina, al lado nuestro, que estábamos parados en círculo, bebiendo cerveza y algunos tragos caribeños. El Cabeza estaba al lado mío y cuando notó la cercanía de ella otra vez se volvió loco. Enseguida todos notamos que ella miraba hacia dónde estábamos, y yo supe que me miraba a mí. Pero estaba oscuro y el Cabeza estaba borracho y demasiado enamorado.

- No lo puedo creer, no deja de mirarme-, dijo el Cabeza en mi oído, susurrando y absolutamente convencido de su verdad.

A mi me recorrió una aguja punzante por la espalda. Comencé a temblar porque era conciente de que se avecinaba el desastre y, aunque casi lo hago, me resultaba imposible romper su ilusión. Para colmo, ella no dejaba de mirarme y el Cabeza, que cada vez se pegaba más a mí para poder susurrarme sus sentimientos, no notaba que los ojos de ella se clavaban en mí. La amaba y comenzó a pensar, por primera vez, que el sentimiento era recíproco.
Había pasado como media hora –que para mí fue un siglo- desde que ella se había acercado a nosotros cuando, preocupado por su apariencia, el Cabeza fue al baño para arreglarse frente al espejo. Segundos después, Carla se acercó a mí y comenzó a darme charla.
Intenté ser evasivo para lograr que se marchara antes de que volviera el Cabeza, pero ella insistía, además yo había tomado y ella me gustaba. Le dije, como último recurso para que se fuera de una vez, que en media hora la iba a estar esperando en la habitación. Fue un error grosero, lo sé, pero no era fácil rechazar semejante mujer.
Mientras veía al Cabeza regresar del baño, con su sonrisa de feliz cumpleaños, sus sueños y sus enamoramientos, me di cuenta del desastre. Tenía que enmendar mi traspié y no tuve mejor idea que mentir, mentir como nunca antes lo había hecho.

- ¡Cabeza, no sabés! –le dije actuando entusiasmo y tomándolo del hombro con mi mano- Cuando te fuiste vino Carla y dijo que está muerta con vos. Que quiere verte en la habitación en media hora.

El Cabeza me miró fijo y estoy seguro de que su corazón se detuvo (el mío ya se había detenido cuando empecé con la mentira y me di cuenta que no había marcha atrás), se puso pálido y por varios segundos no pudo hablar. Aproveché su estatismo para decirle que ella había pedido que la habitación estuviese oscura y que no quería ninguna luz.
No sé si fue por la edad, por mi inmadurez o por haber visto muchas películas, pero estaba convencido de que el plan iba a funcionar. Saqué de mi bolsillo un preservativo y se lo di al Cabeza, que lo agarró dubitativo. Lo abracé dándole ánimo y le dije que iba a ser su gran noche.
El Cabeza, aún sin poder reaccionar y confiando en mí como siempre, salió hacia la habitación. Yo huí hacia el baño para salir del campo de visión de Carla. Esperé frente al espejo por varios minutos, mientras un sudor frío recorría mi cuerpo, para darle tiempo a ella de partir hacia el encuentro con Cabeza.
Ya de nuevo en el patio, y al observar que ninguno de los dos estaba por allí, me relajé y me convencí de que el plan había funcionado a la perfección. Incluso, me sentí orgulloso de mi improvisación y mi solidaridad con el Cabeza. Pero ese sentimiento duró poco.
Yo estaba conversando con algunos amigos cuando un insulto, seguido por un empujón, me arrojó a la piscina. Saqué la cabeza del agua y pude ver el vestido negro alejarse furioso hacia la puerta.
Caí en la realidad; volví la mirada al caserón y vi venir al Cabeza. Caminaba lento, con los ojos bien abiertos, sin comprender lo que sucedía. Su mejilla izquierda estaba rojiza y aún se notaban los dedos de Carla dibujados a fuego. Se detuvo en el borde y estiró su brazo para ayudarme a salir del agua, pero yo sabía que estaba buscando una explicación. Salí, lo abracé, y en tres minutos le expliqué todo. Hablaba rápido y el Cabeza seguía mis argumentos en silencio, mirando el piso. Creo que pedí perdón un millón de veces y aún sentía que era poco. Cuando terminé el Cabeza me miró serio.

- ¡Lo que yo no entiendo es como carajo pensaste que ella no se iba a dar cuenta!- Dijo, e inmediatamente después se empezó a reír a carcajadas.- ¡Que boludo!

Al instante comprendí todo y comencé a reír yo también. Esa noche los dos habíamos perdido para siempre la posibilidad de acostarnos con la mujer más hermosa que hubo y habrá siempre, pero estábamos felices; habíamos firmado el pacto de una amistad eterna e incondicional.
Nos fuimos caminando, abrazados y riendo sin parar. Yo le contaba mis nervios en el baño y él comentaba la reacción de ella, cuando se dio cuenta del engaño.
En la actualidad el Cabeza es padrino de mis hijos y yo de los suyos. Hace mucho que no lo veo porque hace cinco años que vive en Italia. Y se lo extraña. Está trabajando en Ferrari y todos lo llaman “ingeniero en motores”. Aunque somos pocos los que sabemos que el Cabeza, con suerte, apenas terminó el secundario.


Copyright © 2007


 

Copyright © 2005 - 2009 Todos los derechos se encuentran reservados. Queda rigurosamente prohibida; sin la autorización del autor, bajo las sanciones establecidas en las leyes; la reproducción total o parcial de las obras aquí expuestas por cualquier medio o procedimiento.