Puzzle mental.

El fuego arde y quema todo a su paso, devora y convierte en cenizas el presente. Las agujas del reloj de pared marcan el tiempo en que comienzan a derretirse.
El estruendo del disparo llegó cuando el aroma del algarrobo ardiendo en la salamandra intentaba alcanzarlo, y el ruido quebradizo y lleno de hollín de la madera no consiguió disipar la explosión de la pólvora.
El manchón rojo impetuoso comenzó a esparcirse alrededor de su cabeza muerta, cuando las llamas ya habían logrado escapar de la estufa y empezaban a ganar territorio sobre los muebles. Pero antes que nada, el fuego trepó la pared del ventanal y atacó con furia la máscara de la comedia que pendía del muro; el rostro de la tragedia, en cambio, se consumió lentamente, como si fundirse fuera un acto agónico y perezoso. Luego el fuego se empecinó con el reloj, como si devorara el símbolo de la vida.
Sus manos temblorosas envolvieron la fotografía en sudor y papel, mientras por su mente desfilaban los pensamientos tormentosos, que se enhebraban en un orden caótico, casi esquizofrénico. Lo inundó un pavoroso aborrecimiento hacia esa mujer, porque podía sentir el ardor que producía el puñal que con sus ingratitudes le había clavado en la espalda. Arrojó con furia la fotografía dentro de la salamandra y cerró sus ojos para no verla arder; luego, su locura lo llevó hasta el arma. La apoyó en su sien, volvió a mirar las máscaras teatrales y otra vez las odió. Pensó en ella, en su traición, en lo que estaría haciendo en ese momento. Pensó en la muerte y no pensó. Su índice hizo sobre el gatillo suficiente presión y el estruendo del disparo se desató de manera rabiosa e impía.
Al tomar la agenda comenzó a buscar algo que justificara todo lo que vendría, alguna prueba falsa que ratificara lo que su inconciencia decía. Halló, en la tercera página un número de teléfono sin nombre ni identidad, que estaba recuadrado varias veces con lapicera. Otra vez su mente fabricó con facilidad los hechos que conseguían impresionante verosimilitud: ese número anónimo era el teléfono del amante que, inteligentemente, ella había anotado sin más identificación que un recuadro que denotaba su importancia. Con la fotografía en la mano volvió a la sala de estar, encendió la salamandra y volvió a pensar en las últimas palabras que ella había pronunciado. El dolor era atroz. Se arrodilló frente a la estufa, que ardía salvajemente por el exceso de combustible, y envolvió la fotografía con sus manos sudorosas.
Ingresó a la casa, luego de despedirla, absolutamente atormentado por la ausencia total de cordura. Se detuvo en la sala de estar, miró por el inmenso ventanal y la imaginó yendo en busca de algún amante. No podía creerle a ella, pensó; sus dotes de actriz le permitían mentir descaradamente, si así quisiera. De pronto, todos los momentos junto a su mujer, aún los más dichosos, parecían convertirse en ficciones, en obras teatrales dónde ella practicaba el arte del engaño. Alzó la vista hacia las máscaras de la tragedia y la comedia que decoraban la sala. Su esposa las había elegido, y ahora, al verlas, parecía que ambas reían en su cara. Obnubilado por la necedad que le indicaba que pronto sería abandonado, construyó en su imaginario ese paisaje imposible, y supuso que no podría soportarlo. Corrió, desesperado, a buscar la agenda de ella.
La vio subir al vehículo y corrió sonriente; logró alcanzarla antes de que su mujer pudiera partir y la besó con pasión. Ella era todo para él. Luego observó que la fotografía que se habían sacado en la playa el año anterior no estaba colgando del espejo retrovisor, dónde siempre lo llevaba. No pudo contener su furia pero la disimuló y le preguntó con aparente calma qué había hecho con esa imagen. Ella sonrió, lo besó y de su cartera extrajo la foto plegada..
- ¿Por qué la sacaste? ¿No querés que sepan que estás casada conmigo?
- No seas tonto.-dijo ella riendo, despontánea-. La saqué porque no quedaba bien, pero siempre la llevo conmigo. No te vas a poner celoso de nuevo por tan poca cosa, ¿o sí?
- No -dijo él ocultando su enfado-, para nada. ¿Me la das? La voy a poner en un lugar de la casa que quede bien. No me gusta que esté doblada en tu cartera.
Ella, sonriente, amable, le entregó la fotografía.
- Bueno, hasta luego, no te olvides de prender la salamandra. Y no seas tonto, no te enojes por eso. No puedo creer que me haya casado con un hombre tan celoso...

Las palabras de ella lo enceguecieron tanto que ni siquiera pudo ver cuando le guiñó el ojo antes de partir, ni tampoco oyó cuando ella le dijo que lo amaba. La furia cargada de celos y fantasías lo envolvió. Era el principio de la tragedia.

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Fascinaciones: Las miradas.

Si las huellas dactilares le dan unicidad a nuestro cuerpo, entonces las miradas son las encargadas de representar el alma de las personas. Ellas funcionan como vía directa, y sin escalas, a la esencia de cada uno; nunca dicen lo que deben decir, siempre dicen lo único que pueden decir, que es, ni más ni menos, que la verdad del corazón.
En la mirada se imprime lo más personal de cada uno, con reflejos o matices que funcionan como letras y sílabas del lenguaje del alma. Son representaciones pictóricas impresionistas de un todo abstracto, invisible y que alberga tanta magia como misterio. No por nada se las considera ventanas a nuestro espíritu, mirillas por donde uno puede espiar los sentimientos de las personas. En ellas se hace corpóreo lo intangible, cuando se cristalizan; cuando una alegría o una tristeza es tan grande que nuestra alma explota dentro de nosotros, y la fuerza de tal hecatombe es irresistible para nuestro cuerpo, entonces comienza a derretirse nuestra mirada en forma de llanto.
Las miradas fascinan por su encanto, por su transparencia, por su poder de enamorar en segundos, de cautivar en milésimas, y de pedir perdón en un tiempo que los relojes aún no pueden medir.

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Ojos bien cerrados.

Sus manos, añejas y temblorosas, abrieron inundadas de pavor el sobre. El tiempo y la humedad le habían dado al papel un color dorado mate, con un fuerte aroma a reliquia y pasado. Descubrir su propia caligrafía de antaño provocó un escalofrío que recorrió toda su espina dorsal, hasta dejarlo sumido en un profundo estremecimiento. Eligió azarosamente un renglón de la carta y comenzó a leer.

Hace un tiempo que esta especie de inconformismo se ha apoderado de mí; me despierto habitando una realidad demasiado ficticia y vacía, tanto que varias veces al día me provoca náuseas. Sin saberlo de manera conciente, espero acezante una señal, un guiño del destino que embarre toda la pulcritud de este mundo tan perfecto.
De vez en cuando, en la oficina, me descubro autista, enajenado del entorno, con mi mente absolutamente en blanco, perdida en abismos poco crepusculares. Hasta este momento las causas no son comprensibles; porque mi razón me informa, con coherente lógica, que mi estado de ánimo no tiene razón de ser; mi doctorado, mi empresa exitosa o, incluso, mis cinco comidas diarias son privilegios a los que el noventa por ciento de los mortales jamás podrá acceder. Pero la imponencia que esos artificios producen en ojos inexpertos, se transforma en un callejón putrefacto bajo mi mirada.
Todo el círculo defectuoso en el que me muevo parece estar regido por esas leyes tradicionalistas, en las que los sujetos se comportan como marionetas sin alma, haciendo de la ostentación y la frialdad sus cualidades primarias. Y en el medio yo; comportándome de igual manera, sonriendo mecánicamente, mientras mi interior anhela gritar para romper el sistema tan bien aceitado de los que suplantan sus miserias internas con ridiculeces hedonistas.
Pero lo peor es vislumbrar que, lentamente, me voy convirtiendo en eso que aborrezco, noto como surgen sentimientos despreciables desde dentro de mí. No puedo evitar aborrecer a las parejas que se besan en las plazas y sonríen con tanta sinceridad, como si escupieran en mi rostro la verdadera existencia de una autenticidad a la que cada vez me cuesta más llegar. Y la envidia se entremezcla con el odio hacia mí, hacia todo lo que me rodea.
El otoño pasado asistí al velorio de mi suegro. Su muerte me había afectado especialmente, porque era una persona que siempre había admirado; por haber construido desde la nada un majestuoso imperio. Pero la ceremonia fue vomitiva; todos y cada uno de los presentes vestían igual, de impecable luto –posiblemente sea la misma vestimenta con la que asisten al teatro- y las infaltables gafas oscuras. Me detuve un instante a observar y pude notar que esconderse detrás de vidrios oscuros sólo puede atribuirse a una cosa: la necesidad de ocultar un par de ojos que no lloran. Todo parecía tan irreal, tan lleno de artilugios. Como si llorar fuera considerado una falta a la buena conducta, o atentara contra la hipocresía protocolar. Mi estómago se retorcía y las náuseas aumentaban. Intenté buscar ayuda en la mirada de mi esposa, pero atónito me quedé al descubrir sus ojos secos, y con la única preocupación de su peinado. El entierro fue largo, ceremonioso y con esa típica liturgia que no posee ni el más mínimo resabio de humanidad; porque el único llanto que tocó el suelo fue el mío.
Ya no lo resisto, y pese a que aún no poseo el valor, espero ansioso el momento en el que pueda escapar de toda esta irrealidad y construir mi vida en un mundo en el que haya, por lo menos, un dejo de sosiego y libertad. Por eso escribo esta carta, para abrirla dentro de cincuenta años y saber si logré huir, o si sólo atiné a traicionar mi alma.


Se detuvo, no podía seguir leyendo. Al temblequeo que los años le habían dado a sus manos se le sumó uno nuevo, irrefrenable, capaz de desintegrar cualquier segundo de solemne vitalidad. Arrugó la carta con furia, y con el puro le dio inicio a una combustión rápida que transformó la hoja en un montón de cenizas grises, inertes sobre el escritorio de cedro. Permaneció quieto, con los ojos secos. No quería pensar en nada, ni en las decisiones que nunca se tomaron , ni en ese matrimonio teatral, ni en los hijos que hacía tanto no veía, ni mucho menos en la empresa, que era la causa de todas las peleas familiares y la consecuencia de su profundo vacío. No valía la pena pensar, había demasiados porqué y un solo cómo.

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Fascinaciones: Los reflejos.

El mundo no es más que ilusiones, de reflejos procedentes de infinitas realidades que se amalgaman delante de nuestros ojos, para darle forma a un nuevo escenario, más irreal y arcaico que los anteriores. Y uno debe transitar por ese amplio espectro de fachadas con inteligencia; aparentando creer que el suelo que pisa efectivamente existe, pero siendo concienzudo que eso es sólo la corteza ilusoria de un universo mucho más grande e inabarcable.
Y lo interesante de esa marcha, de ese transitar que es la vida; es comprender que nada se puede comprender, porque nada es lo que parece. Simple resulta la confusión; sumergirse en el mundo de los reflejos pretendiendo habitar en la realidad; pero esos son simples espejismos que se vislumbran como tales cuando entendemos que nuestra propia existencia es una fachada de una intrascendencia mayúscula.
Y esas sutiles diferencias que los reflejos provocan, un poco en nuestros ojos y más en nuestras mentes, funcionan como acertijos permanentes, cuyo descubrimiento descascara de falsedades la única verdad; que el universo es absolutamente simple y son nuestros ojos inexpertos los que dificultan su comprensión.

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Pocos saben como ella cuánto duele el no pertenecer a ningún sitio; cuando la tristeza sin razón aparente se aloja en su conciencia y, arrojada sobre su cama, se acurruca con la cabeza entre sus piernas, y llora nostalgia, mientras la tierra de la que fue transplantada sigue albergando sus raíces allá tan lejos. Y ningún lugar, de pronto, parece ofrecerle cobijo, porque los mundos se separan justo frente a ella creando galaxias a las que no puede llegar, y queda varada dónde sólo el vacío la acompaña. Se siente sola, con el corazón partido en geografías lejanas; se siente distante de todo, hasta de ella misma; flotando desnuda en una angustia fría y envolvente.
Emigró hace tiempo por causas que hoy parecen perder valor. Al principio parecía fácil habitar otra cultura, otro piso. Pero el paso de los años trajo consigo el destierro y la melancolía de un lugar que con el tiempo parece estar más lejos. Con su tallo herido le dio vida, a duras penas, a nuevas raíces que debieron aprender a crecer en un suelo que desconocían.
A veces, cuando camina por las calles de la ciudad que no la vio nacer pero hoy la observa madurar, lleva la mirada a todo su alrededor y busca signos incipientes que le informen dónde está, que la traigan de regreso a su lugar del que tal vez no debería haberse ido. Puede ser que, en algunas de esas caminatas, un olor, un simple aroma de origen misterioso, la alcance y traiga consigo todos los recuerdos de su infancia en aquel barrio tranquilo. Luego, haciendo fuerzas para no pestañear y así evitar que las lágrimas caigan, camina con rapidez hasta llegar a su casa; y allí se encierra en la privacidad que le regala el cuarto de baño. Después se desploma en el suelo y entre los sollozos mudos comienzan a pasar por su mente, como diapositivas, las imágenes apolilladas del pasado. Una tras otra: su familia, su escuela, su gente, su todo y su nada.
Anhela volver, pero sabe que es imposible. Cada vez que retornó de visita a su país se sintió una extranjera, como si el mundo que antes había habitado hubiera ido mutando con los años que no la tuvieron, para transformarse en una realidad que estructuralmente era la misma, pero estaba totalmente teñida con colores que ella desconocía. Y los contrastes que descubría al comparar el sitio real con el que su mente recordaba, le provocaban un profundo desconcierto, como si su tiempo hubiera estado desfasado y ahora habitara en un mundo paralelo.
Otro problema le impide el retorno; las raíces que crecieron en el nuevo suelo son ahora muy pequeñas para provocar el olvido, pero demasiado grandes para soportar otro transplante. Allí, su vida creció y tomó forma de familia. Ella lo sabe, no hay solución aparente, como si las alternativas convergieran en una sola; la de aceptar que debe aprender a vivir con el corazón partido en dos, sintiéndose una inmigrante en su nueva tierra, y una extranjera en su país natal.
Se siente flotando en medio del océano, con un hogar a cada uno de sus lados, pero sin encontrar la llave de entrada de ninguno; sintiendo como el tiempo transcurre distorsionado desde hace semanas, tal vez porque no encuentra un espacio en donde alojarse; y la supervivencia en ese estado se torna compleja, porque el peso de la nostalgia abruma la cotidianeidad de su vida diaria. Necesita descargar su angustia y por eso busca, con inconciente desesperación, hallar reflejada en algún sitio su propia realidad, para poder llorar en tercera persona el monólogo de su vida. Sólo después de haber vaciado su alma de toda la tristeza acumulada, podrá salir y sobrevivir en el medio mundo que su medio corazón habita.

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Fotografía: Zena Holloway

Fascinaciones: Los instantes.

Un instante de felicidad posee dos vidas; una escasa, como el presente; y otra eterna como el universo. La felicidad que otorga dicho instante está íntimamente ligada a su duración, y esta relación es inversamente proporcional; mientras menos tiempo perdura, más felicidad regala. Luego, el instante concluye y muere, para después nacer en nuestra memoria donde se quedará por siempre.
Es paradójico entender que lo eterno está construido por lo efímero, o que lo efímero es eterno. Como si el ser humano tuviera una incapacidad para experimentar la felicidad por un tiempo prolongado, y prefiriera, entonces, evocarla a través de la memoria, armándola de a retazos pequeños, con instantes ya muertos. Como una melancolía sin fin que hace del tiempo ya transcurrido, una felicidad presente con ausencia del ahora.
Tal vez me fascinan por su cualidad de efímeros, que hace que con el tiempo uno dude si realmente sucedieron; o por saber que jamás volverán a repetirse y la única prueba de su acontecer habita en nuestra memoria. Pero sin dudas me fascinan, porque la felicidad no es más que la suma de los instantes y, por suerte, algunos somos dichosos y guardamos en nuestra memoria una larga lista de instantes irrepetibles.

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Acabo de enterarme que `Sólo el mundo y yo´ está entre los diez blogs más votados del concurso de Intel. La votación sigue hasta el 27 de junio; luego, los más apoyados por la gente quedarán como finalistas del concurso y finalmente, un jurado de notables, elegirá a los ganadores de cada categoría.
Aunque aún no finalizó la votación, esta noticia me ha llenado de alegría, porque nunca pensé que este blog pudiera estar entre los diez más votados. Y para mí esto ya es un premio. Aunque, por supuesto, ahora que falta menos y el blog está tan cerca de ser finalista, les pido más que nunca que voten como lo han hecho hasta ahora, haciendo click en el botón del concurso.

Más allá de como termine el concurso, ya siento que este mundo que habitamos, es ganador. Por eso les quiero decir: ¡Gracias! El mérito es todo de ustedes.


 

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