Reencuentro contigo.

Cuando miró a su derecha y la vio aún dormida sintió un leve regocijo, que nacía a la par de recuerdos azarosos de la infancia. De sus cabellos apáticos surgía el reflejo de un sol naciente, como aquel que vio acuñado en las pestañas de Ángela, su primer amor adolescente, el día que se besaron por primera vez, a orilla del río, en un amanecer barnizado de amarillo por una llovizna aún fresca. Era un recuerdo escueto y a la vez preciso. Un segundo unía aquel momento con este. Y esa unión mágica lo maravilló; era un simple detalle, un resplandor en el cabello, que lo había transportado a un instante de veinte años atrás.
Y ese viaje imaginario surgido de manera circunstancial lo sumergió, imprevisiblemente, en un estado de éxtasis y nostalgia mental. De pronto, se encontró con el pasado, recordándose en sus días de niño. No pudo evitar comparar aquel que había sido; que caminaba del colegio a su casa por el costado de las vías del tren, para evitar cualquier contacto humano y así poder concentrase en su propio universo; con el que era ahora; alguien despertando en el cuarto de un hotel, al lado de una mujer con la que sólo había pasado catorce horas y a la que, sin embargo, anhelaba amar locamente. Entre ese niño y el hombre que era ahora había una esencia similar, pensó, pero a la vez un deterioro de esa naturaleza, una mutación innecesaria, tallada por el paso del tiempo.
Especuló sobre qué había sido exactamente el motivo de la transformación. ¿Por qué ese niño, aún en su infelicidad, era feliz? Ahorrándose explicaciones, llevó su mirada a la ventana, buscando tal vez refugio en las aguas del Moldova. El pequeño movimiento provocó que las tensas sábanas blancas se estiren y, de alguna manera, provoquen el despertar cargado de incordio de ella.

- ¿Querés que me vaya?
- No, en un rato pido el desayuno. No te preocupes. Dormí.- Dijo tratando de hacerla sentir cómoda, para no tener que verla partir. Para que no lo deje.

Ella lo miró furtivamente, con intenciones de retomar el sueño de prisa, y luego sonrió sutilmente, con un placer disfrazado de disimulo. La sangre de él se congeló; como antes, su mente lo movió al pasado, a la sonrisa que su madre escondía cuando sentía orgullo por él, pero no quería dejarlo en evidencia. Esas sonrisas que eran un premio, un consuelo, una satisfacción y un castigo. Todo junto, y a la vez. Otra vez pudo verse de niño, buscando complacer a sus padres de manera incansable, viviendo sobre los cimientos del futuro que ellos le habían construido, y tratando de hacerlo convivir con el futuro que él debía tener.
Pero ya era futuro. La habitación rebosante de luz, el hotel tres estrellas, la prostituta, el amor que no tenía, el idioma que no hablaba. Todo el presente era el futuro de aquel niño. Y algo en el medio había convertido aquello en esto.
Se paró y caminó sobre el piso de madera, desnudo, sin rumbo. Miró y volvió a mirar una y otra vez cada detalle de la habitación. Se detuvo algunos segundos en el escritorio; lleno de planos de edificios arquitectónicamente mediocres que él había diseñado; y luego se acercó a la ventana, dónde observó la acera de la calle Lesnická, el puente Jiráskuv y la Casa Danzante, al otro lado del río. Y la envidió, su belleza, su construcción descontructiva, sus arquitectos; el talento. Y se odió; su realidad, ser lo que no era, la traición a aquel chico que había sido.
Se duchó rápidamente, pidió el desayuno y partió. Cuando ella despertó, había sobre la cama una bandeja con desayuno para uno, una servilleta escrita a las apuradas (“Durante una noche te amé”), un café frío y un montón de planos rotos sobre el escritorio. En el cuarto de baño encontraría, después, un espejo roto. Nadie lo vio cuando salió del hotel, cuando caminó a orillas del río, y cuando sonrió durante horas al permanecer sentado en la Old Town Square, planeando su futuro; el reencuentro con aquel chico del pasado.

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Como se rompen los cristales

Es un segundo crucial, un momento determinado y preciso que separa dos realidades totalmente diferentes y opuestas. Es un segundo, o una centésima. Un quiebre, un nunca más.
Un movimiento en falso y, luego, un chasquido; el inevitable sonido de la ruptura. La condensación de momentos concentrados, todos juntos, alrededor de ese instante. Todo sucede demasiado deprisa. Y ya no hay vuelta atrás. Los trozos que antes componían un todo se dispersan en el suelo, las astillas se pierden y los grandes fragmentos resuenan fracasados.
El segundo posterior es de silencio total. Asimilación de una nueva realidad sublime. Estupefacción total y hasta incomprensión por la simplicidad con la que el todo se desvanece tan rápidamente, tan inevitablemente. Un error, un chasquido y adiós. Y los fragmentos, allí, a la vista, imposibles de reconstruir; invencibles ellos, en su cualidad de desechos. Ningún esfuerzo podrá unirlos, o borrar las huellas de la separación. Nada cambiará el nuevo curso, la finitud de la existencia.
Luego, de manera invariable, proviene la pena; el dolor ante el nuevo escenario, al oír el eco en el alma, una y otra vez, del chasquido que marcó el fin; por ser conciente que a partir de allí, sin importar qué se haga, nada volverá a ser como antes, nunca más.

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Sinestesia

El dulce olor rojizo rozó la yema de sus dedos lanzando alaridos. Los labios parecían rocas inaudibles de frío rouge. Alzó la vista para gritarle su amor, cuando un invernadero de incongruencias inconcientes acabó con las verdades, las suyas, las únicas. El rostro de ella se difumó hasta perderse en el silencio; de pronto las ilusiones de un futuro venidero se convirtieron en condenas de un presente imperfecto. El fin parecía asomar como una vía posible, pero distinta a la imaginada tiempo antes.
Agudizó su vista para reencontrarse nuevamente con su rostro, y pudo divisar, entre tantos nubarrones, el pálido color de sus labios. Los deseó y los amó otra vez. El anhelo ferviente de besarlos se desvaneció, cuando su mente atrajo los laberínticos caminos de los deseos encontrados. Pura causalidad de su naturaleza en contradicción; que provocaba visiones punzantes y amargas de fantasmas imaginarios que, como terroristas de su propia felicidad, acechaban el plano terrenal del amor.
Los ruidos sucumbieron todos juntos en sus labios cuando volvió a besarla. Eran las dimensiones, concientes e inconcientes, de sus mentes paralelas en fricción. La besaba a ella mientras sus ojos olían a aquella. No pudo resistirlo; despegó su boca de la otra y aprovechó el silencio y el caos para correr. El mundo se había vuelto blanco y negro en sus oídos, el ruido tormentoso ingresaba arisco por sus ojos.
Corrió confundido, atravesando calles y esquivando gente detenida, en blanco y negro, en silencio o desesperada; pero siempre muertas. Algo en ese universo carecía de sentido, tal vez su misma presencia, o su olor a negrura, o su locura racional. En su mente el mundo se erigía confuso; planos sobre planos en una pintura cubista, como en una película negativa; gente blanca sobre calles negras, árboles muertos en veredas móviles, olores opacos en oídos sordos. La nada y el todo conviviendo. El deseo de poseer y el de desechar, unidos; inequívocamente pegados: odiar y amar a las mismas personas. A sí mismo.
Llegó a la puerta de aquella, entró luego de golpear, la besó antes de verla. La odió antes de quererla. Su voz se cristalizó envuelta en emoción y se preparó para decir adiós, cuando notó que era ella quién lo despedía. Y otra vez rotura, contradicciones. La deseó más que antes, le suplicó. Lloró por tenerla hasta que vio como su alma se rendía. La tuvo otra vez a sus pies y, por ende, ya no la quería.
Sentidos contrapuestos. Amontonamientos de verdades mentirosas. Sólo poseía la incesante obsesión por desear aquello que carecía, por detestar lo que estaba a su lado. Estúpidas e infinitas búsquedas eran su estilo de vida.
Dejó detrás suyo una puerta entreabierta y una mujer confundida. Avanzó otra vez por las calles de ficción, a buscar lo que había dejado antes, para volver a perderlo.
Por complacencia, había disfrazado su vida de arlequín, acumulado historias; exagerado el pasado y fulminado el presente. Sujeto raro, de ojos sordos y tacto dulce; dedicado al trabajoso arte de destripar su única vida. Había azucarado sus miserias lo suficiente como para pasar desapercibido, jugando a ser un buen tipo, lleno de promesas infundadas. Mentiroso convincente. Mentiroso de sí mismo.
Cargó por las calles nuevos pensamientos, teorizó sobre sus actos. A mitad de camino, entre las dos casas, se detuvo. Dos mujeres en cada extremo, dos corazones. Todo su alrededor seguía en blanco y negro y las pulsaciones golpeaban el pecho sin vacilación. Los ojos estaban detenidos en la nada, inertes detrás de su conciencia. Salpicó el borde de la mente con algunos de sus hechos para desnudar la moral aplastada. Y lloró. Lloró sin llorar, como lloran los resignados; los que descubren invencible su propia naturaleza. Se supo con alma de terrorista suicida.
Las calles seguían en blanco y negro. Caminó pocos pasos para atravesarse en el camino de alguno, para dejar de estar en el paso de la gente que quería y lastimaba. Alzó sus oídos para ver venir el dolor, para comenzar a sentir el silencio de la nada. Las calles estaban en blanco y negro, cuando un calor rojo de líquida muerte se desparramó sobre el pavimento amargo y silencioso. Mentes paralelas acababan de unirse en el desaparecer.

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El cabeza.

Hoy, mientras esperaba que arreglaran mi automóvil en un taller mecánico, me acordé del Cabeza, y de cuánto lo extraño. Y tal vez porque me puse nostálgico, empecé a traer a mi mente los recuerdos de aquellas primeras épocas que compartíamos, siempre juntos, cuando los dos éramos aún adolescentes.
Al Cabeza lo conocí en cuarto año de la secundaria. Él había repetido dos o tres veces, ya ni recuerdo, y creo que él tampoco. Apenas nos conocimos congeniamos. El Cabeza siempre fue especial; de esos tipos de fierro, con un corazón enorme y una impresionante disciplina por la solidaridad. Era como un hermano mayor en esa época.
Yo fui el que lo bautizó Cabeza y ese mote nunca tuvo nada que ver con el tamaño de su extremidad superior (más bien pequeña en relación con su cuerpo robusto y su gran altura). No, nada que ver. Rodolfo –ese es su nombre real- nunca se llevó bien con el estudio. Terminó el secundario porque los profesores le tuvieron piedad y porque lo amaban. Nadie que haya conocido al Cabeza podría sentir por él otro sentimiento que no sea amor. Pero siempre fue cabeza dura, por eso el apodo.
A él era imposible explicarle una fórmula matemática o un texto literario; el Cabeza nació sin capacidad de comprensión para estas banalidades. Hasta sumar o restar simples cálculos requerían un esfuerzo sobrehumano para su entendimiento, esfuerzo que rara vez estaba dispuesto a realizar. Lo bueno fue siempre que en Cabeza esto no resultó un defecto que pudiera empañar sus virtudes, sino todo lo contrario; lo transformó en un ser aún más tierno.
Además, sus carencias invariablemente quedaron compensadas por un talento extraordinario, que aún hoy no consigo explicar. El Cabeza amaba los autos y los motores en especial. Él podía decir; con solo escuchar el ronroneo de un motor; el modelo del vehículo, la marca, el año de fabricación, los kilómetros recorridos y si era conducido habitualmente por un hombre o una mujer. Siempre decía que las mujeres manejan sin exigirle tanto al motor, que lo hacen girar a revoluciones bajas y son esquivas de las aceleraciones fuertes o los rebajes. Nunca supe si su afirmación era cierta, porque son cosas que sólo el Cabeza podría aclarar.
Un día, me acuerdo patente, teníamos un examen de filosofía. Está de más decir que el Cabeza ni siquiera podía comprender el significado del nombre de la materia, por lo que pretender que pudiera descifrar algo de sus contenidos era una utopía. Cuando el profesor terminó de dictar las preguntas, el Cabeza se levantó con la hoja en la mano y caminó hacia el escritorio de Bolaño. Yo pensé, porque era lo normal, que el Cabeza iba a entregar la evaluación sin hacer. Pero no; el Cabeza sabía que Bolaño, el profesor, amaba su auto, un Chevy impecable, regalo de su padre.

- Si usted me permite –dijo serio y sin titubear mirando a los ojos al profesor- puedo revisar el motor de su auto, que escuché que está fallando. Seguro que si lo lleva al mecánico le revisan el carburador, pero no es eso, se lo afirmo.

Bolaño quedó estupefacto. Apenas logró tartamudear, como un padre preocupado por un hijo enfermo que nadie logra diagnosticar. Le dijo que lo había llevado a cinco talleres distintos y nadie había dado en la tecla.
El Cabeza, que demostró ser un experto en la materia, asintió con una sonrisa en sus labios. Y ahí sucedió lo más extraño: Bolaño revisó su bolsillo y le entregó la llave de su Chevy al Cabeza. Mientras nosotros rendíamos el examen, él hacía no se qué en el auto del profesor. Fue impresionante: cuando sonó el timbre y nosotros entregábamos las hojas de las evaluaciones, el Cabeza entró triunfante por la puerta sacudiendo la llave del Chevy para alertar a todos de su triunfante llegada. Ese año, el Cabeza terminó con un diez en filosofía, aunque fue la única materia que aprobó.
A mitad de ese cuarto año el Cabeza conoció a Carla, una morocha increíble. Era de esas mujeres que destilan belleza y cuya sola presencia provocaba que todos los hombres comenzaran a comportarse de una manera inexplicable, estúpida.
Carla era alta, delgada y con curvas que llevaban a la perdición. Y el Cabeza se enamoró. Y no fue un amor cualquiera, porque el Cabeza no era un tipo cualquiera.
Sólo hay que imaginar cuánto amor puede surgir de un corazón gigante, y luego multiplicarlo por millones, para tener una vaga idea de lo que el Cabeza podía sentir. Estaba loco, fascinado; con sólo verla un segundo tenía suficientes motivos para sonreír durante un mes. Y hasta podía ignorar, si ella estaba enfrente, el motor de una Ferrari; y eso era mucho decir en el Cabeza.
Pero Carla lo ignoraba por completo y eso no era lo peor. Yo había notado que ella me miraba mucho y me habían llegado comentarios sobre que me quería conocer. En esa época, debo decirlo, yo tenía un modesto éxito con las mujeres, pero Carla era mucho más que una mujer. Era, acaso, el único ser digno de llamarse creación de Dios.
Y sí, hubiese dado cualquier cosa por estar con ella. O casi.
Claro que yo nunca tuve el valor de decirle al Cabeza que ella estaba interesada en mí, ni mucho menos de lo hermosa que me parecía. No podía hacerle eso, le hubiera roto el corazón. Era mi amigo y una persona fundamental en mi vida. ¡Y era el Cabeza! Y punto.
La noche trágica -o mágica, depende el punto de vista con el que se mire- fue en diciembre, en la tradicional fiesta de cierre de año. Se hizo en un inmenso caserón, con patio y piscina. Concurrió toda la escuela y muchos egresados de años anteriores. Con el Cabeza llegamos temprano y él se puso a esperarla impaciente. No tenía ninguna intención de acercársele, pero quería verla. Eso lo reconfortaba, lo hacía feliz.
Calculo que Carla llegó una hora después que nosotros. Entró caminando en cámara lenta y toda la fiesta se detuvo para verla desfilar: llevaba puesto un vestido negro, escotado, que se pegaba a su piel, aferrado a la idea de remarcar las formas naturales. Muchos quedaron boquiabiertos y por supuesto, yo también. El Cabeza, directamente, se desintegró, se fragmentó en millones de moléculas y le llevó un buen rato volver en sí. Fue una escena increíble, la recuerdo como si fuera hoy.
Promediaba la fiesta cuando Carla, con su grupo de amigas, se situó junto a la piscina, al lado nuestro, que estábamos parados en círculo, bebiendo cerveza y algunos tragos caribeños. El Cabeza estaba al lado mío y cuando notó la cercanía de ella otra vez se volvió loco. Enseguida todos notamos que ella miraba hacia dónde estábamos, y yo supe que me miraba a mí. Pero estaba oscuro y el Cabeza estaba borracho y demasiado enamorado.

- No lo puedo creer, no deja de mirarme-, dijo el Cabeza en mi oído, susurrando y absolutamente convencido de su verdad.

A mi me recorrió una aguja punzante por la espalda. Comencé a temblar porque era conciente de que se avecinaba el desastre y, aunque casi lo hago, me resultaba imposible romper su ilusión. Para colmo, ella no dejaba de mirarme y el Cabeza, que cada vez se pegaba más a mí para poder susurrarme sus sentimientos, no notaba que los ojos de ella se clavaban en mí. La amaba y comenzó a pensar, por primera vez, que el sentimiento era recíproco.
Había pasado como media hora –que para mí fue un siglo- desde que ella se había acercado a nosotros cuando, preocupado por su apariencia, el Cabeza fue al baño para arreglarse frente al espejo. Segundos después, Carla se acercó a mí y comenzó a darme charla.
Intenté ser evasivo para lograr que se marchara antes de que volviera el Cabeza, pero ella insistía, además yo había tomado y ella me gustaba. Le dije, como último recurso para que se fuera de una vez, que en media hora la iba a estar esperando en la habitación. Fue un error grosero, lo sé, pero no era fácil rechazar semejante mujer.
Mientras veía al Cabeza regresar del baño, con su sonrisa de feliz cumpleaños, sus sueños y sus enamoramientos, me di cuenta del desastre. Tenía que enmendar mi traspié y no tuve mejor idea que mentir, mentir como nunca antes lo había hecho.

- ¡Cabeza, no sabés! –le dije actuando entusiasmo y tomándolo del hombro con mi mano- Cuando te fuiste vino Carla y dijo que está muerta con vos. Que quiere verte en la habitación en media hora.

El Cabeza me miró fijo y estoy seguro de que su corazón se detuvo (el mío ya se había detenido cuando empecé con la mentira y me di cuenta que no había marcha atrás), se puso pálido y por varios segundos no pudo hablar. Aproveché su estatismo para decirle que ella había pedido que la habitación estuviese oscura y que no quería ninguna luz.
No sé si fue por la edad, por mi inmadurez o por haber visto muchas películas, pero estaba convencido de que el plan iba a funcionar. Saqué de mi bolsillo un preservativo y se lo di al Cabeza, que lo agarró dubitativo. Lo abracé dándole ánimo y le dije que iba a ser su gran noche.
El Cabeza, aún sin poder reaccionar y confiando en mí como siempre, salió hacia la habitación. Yo huí hacia el baño para salir del campo de visión de Carla. Esperé frente al espejo por varios minutos, mientras un sudor frío recorría mi cuerpo, para darle tiempo a ella de partir hacia el encuentro con Cabeza.
Ya de nuevo en el patio, y al observar que ninguno de los dos estaba por allí, me relajé y me convencí de que el plan había funcionado a la perfección. Incluso, me sentí orgulloso de mi improvisación y mi solidaridad con el Cabeza. Pero ese sentimiento duró poco.
Yo estaba conversando con algunos amigos cuando un insulto, seguido por un empujón, me arrojó a la piscina. Saqué la cabeza del agua y pude ver el vestido negro alejarse furioso hacia la puerta.
Caí en la realidad; volví la mirada al caserón y vi venir al Cabeza. Caminaba lento, con los ojos bien abiertos, sin comprender lo que sucedía. Su mejilla izquierda estaba rojiza y aún se notaban los dedos de Carla dibujados a fuego. Se detuvo en el borde y estiró su brazo para ayudarme a salir del agua, pero yo sabía que estaba buscando una explicación. Salí, lo abracé, y en tres minutos le expliqué todo. Hablaba rápido y el Cabeza seguía mis argumentos en silencio, mirando el piso. Creo que pedí perdón un millón de veces y aún sentía que era poco. Cuando terminé el Cabeza me miró serio.

- ¡Lo que yo no entiendo es como carajo pensaste que ella no se iba a dar cuenta!- Dijo, e inmediatamente después se empezó a reír a carcajadas.- ¡Que boludo!

Al instante comprendí todo y comencé a reír yo también. Esa noche los dos habíamos perdido para siempre la posibilidad de acostarnos con la mujer más hermosa que hubo y habrá siempre, pero estábamos felices; habíamos firmado el pacto de una amistad eterna e incondicional.
Nos fuimos caminando, abrazados y riendo sin parar. Yo le contaba mis nervios en el baño y él comentaba la reacción de ella, cuando se dio cuenta del engaño.
En la actualidad el Cabeza es padrino de mis hijos y yo de los suyos. Hace mucho que no lo veo porque hace cinco años que vive en Italia. Y se lo extraña. Está trabajando en Ferrari y todos lo llaman “ingeniero en motores”. Aunque somos pocos los que sabemos que el Cabeza, con suerte, apenas terminó el secundario.


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Vómitos.

Caían charcos de anarquía desde las paredes, como cataratas invisibles de dolor o rompimiento, mientras el silencio incómodo no hallaba palabras adecuadas, y se contagiaba con las miradas errantes, que sin querer se cruzaban, e inmediatamente bajaban al refugio del plato y la comida, que evaporaba su calor.

Hacía treinta segundos que se habían sentado a la mesa, pero parecían siglos en sus mentes desconectadas. La luz tenue; que llegaba a la cena desde una moderna lámpara circular, de aluminio y vidrio, estilo minimalista; no lograba ocultar los rostros que no querían verse. Estaban sentados enfrentados, abrochados al continuo recuerdo del pasado, que volvía una y otra vez provocando ganas de llorar, por lo que había sido y ya no era.

Una burbuja de vidrio llena de jazmines hacía de centro de mesa. De él, algunos pétalos habían caído sobre la oscura madera y ya comenzaban el lento e inevitable proceso de oxidación. El aroma, licuado por el denso olor a pulcritud que brotaba desde toda la casa, se difumaba rápidamente atraído por el particular deseo de extinción que habitaba en el hogar.

- ¿Le falta sal?

- No, está bien.

Inmediatamente llevó un pequeño trozo de carne a su boca para afirmar sus palabras, aunque era conciente de que una hoja de nada tendría más sabor que ese desabrido bocado. Lanzó, entonces, una mirada espía y fugaz, para ver si su gesto de desagrado había sido descubierto, pero del otro lado encontró indiferencia, absoluta concentración en su propio círculo de porcelana.

Cada ínfimo gesto servía para corroborar que lo que antes era de ambos, ahora resultaba ajeno. De pronto su estómago se anudó y comenzó a sentir una sensación intensa de nauseas. El silencio, apenas entorpecido por el ruido esporádico de los cubiertos, se había vuelto una bestia intentando destruir la vitalidad que aún creía poseer. Tuvo enorme deseos de gritar y llorar, de odiar o amar, de sentir el corazón latir con fuerza; pero no pudo. Los jazmines, el entorno impecable, el brócoli decorando tan prolijamente el plato, el olor aséptico y la acumulación de días sin sentido eran una barrera lo suficientemente fuerte.

La descompostura había recrudecido, tanto que empezó a sentir como la saliva se acumulaba en su boca exageradamente. Tuvo miedo de tragar y hasta de respirar, tuvo miedo de hacer cualquier cosa que pudiera ser advertida y dejar en evidencia los síntomas de su tristeza. Tragó con esfuerzo y le pareció que el ruido de los mil litros de saliva fluyendo por su garganta había podido ser oído en toda la sala. Otra vez alzó la vista y descubrió del otro lado un gesto forzado de quietud que intentaba ocultar, como el suyo, un estómago anudado, un final reprimido.

Por el espacio rectangular de la sala, alrededor de ellos, se veían llantos y risas de bebés, oprimidos detrás de un futuro vidriado y trabajoso, que se maniataba a la barrera de la rutina y de la pasión vencida por el tiempo. Podían ver, los dos, las escenas alegres; allí, jugueteando con los imposibles, con los sueños inconclusos. Y dolían.

La estructura del amor fallido había sido mal construida desde el principio; creyeron poder usar las virtudes como cimientos. Idealizaron. Y la realidad se había vertido sobre esa mesa con forma de hartazgo o frustración por el fracaso. Y la comida no sabía a nada, y continuaba enfriándose. Y el vino se aguaba bajo el derretimiento de los hielos. Imposible resultaba sostener las miradas en alto.

- Puedo pedir comida, si no te gustó.

- No, gracias. Está rico, pero no tengo hambre.

Las voces escapaban reacias. El nudo en el estómago era, a esa altura, un remolino insoportable. La comida subía por el esófago y la saliva continuaba acumulándose. Las mentes de ambos circulaban por los mismos senderos, pero alejadas entre ellas. Los sabores se hacían cada vez más rancios en los paladares, y los corazones se habían hundido en palpitaciones, mientras escupían un frío sudor. El vómito era incontenible.

- Tenemos que hablar.- dijeron ambos al unísono, mientras las vistas se alzaban juntas.

Y sobre la mesa, los platos y los jazmines oxidados se vertieron litros de vómito de comida desabrida, de frustraciones compartidas.

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La estación de los árboles.

Corría o caminaba sin comprender la diferencia entre ambos; sólo seguía su paso agitado por la acera, su ruta perdida hacia espacios cuya ubicación y temporalidad se perdían una y otra vez en vaivenes confusos. Conocía el destino, o creía conocerlo, pero la razón se hacía imposible de descifrar, mucho menos la motivación. El camino era, porque así lo había pensado en reiteradas ocasiones, la imposición del deber hacer, o algo parecido. Era aquello que el ser humano no puede elegir cuando nace en una sociedad, era eso cuyo nombre no conocía pero seguía a rajatabla, porque eso esperaban los demás, y él mismo, que no sabía lo que esperaba.
Sus pasos, apresurados, solían tropezar entre sí o con los transeúntes que, a esa hora, salían de sus oficinas deseosos de llegar a casa. Deseosos de llegar, apurados, agitados, en carrera. Los esquivaba por inercia, sin meditarlo y sin detener su mirada en ningún rostro, en ninguna otra mirada.
Ingresó a la gran estación de tren alrededor de las siete de la tarde, cuando la partida de trenes se sucedía continuamente y el andar masivo desparramaba olor a transpiración, a agobio y desgano. Corrió por el hall hacia las boleterías y cuando atravesó la gran cúpula central no pudo seguir; sus piernas se sentían más pesadas que de costumbre y comenzó a percibir una extraña sensación en su cuerpo, su piel, su mirada y su todo.
Intentó levantar con esfuerzo su pie derecho, pero lo sentía fijo, pegado al piso de mármol que parecía haberse quebrado alrededor suyo, aunque él hubiera podido jurar que antes estaba perfectamente sano. Sus dedos -lo supo cuando acarició sus yemas con sus otras yemas, como hacía cada vez que algo lo desconcertaba- habían perdido sensibilidad. La suavidad se había tornado reseca y extremadamente porosa. Sus pies estaban más sujetos al piso y alrededor de ellos el mármol se había desnivelado. Pensó que el dolor de cabeza tenía algo que ver en todas esas extrañas sensaciones, pero no pudo sostener esa idea por mucho tiempo, porque enseguida todo empeoró. Su piel comenzó a quebrarse y a oscurecerse, sus codos y rodillas se fijaron y su respiración, de a poco, comenzó a trasladarse a todo su cuerpo.
Llevó su mirada -tal vez lo hizo porque eran sus ojos lo único que aún podía mover- a todo el contorno de la estación intentando, acaso, encontrar ayuda de algo o alguien. Un anciano, seguramente el único capaz de hacerlo, notó su mirada misericordiosa y se detuvo a contemplar. No hizo más. Se detuvo y miró. Eso sirvió para que otros curiosos se detuvieran también, y pronto se formó un círculo de gente a su alrededor; mientras él seguía sujeto al piso, parado sobre mármol roto. Al ver la apatía y el desdén de los demás, volvió a concentrarse en su cuerpo. Advirtió que aquello que antes era piel ahora parecía corteza, y que aquellos que antes eran brazos ahora parecían ramas. Era extraño, pero era cierto: porque incluso sus dedos semejaban brotes primaverales. Hasta comprendió que sus piernas ahora se habían extendido y crecido diametralmente hasta unirse y formar un grueso tronco.
Sus ojos, que aún veían, percibieron un notable ascenso de su altura; ahora podía ver desde lo alto el círculo de personas que lo rodeaba, y la cúpula del techo, antes inalcanzable, estaba a tan solo unos pocos metros. Se sintió extraño, aunque no supo bien por qué. Al principio pensó, como era de suponerse, que sus cambios corporales eran el motivo, pero luego supo que la extrañeza estaba conjugada con tristeza, con soledad. Algo en ese grupo de personas que lo miraba sin hacer nada, sin ayudarlo, lo empequeñecía en su ser, a pesar de estar seis o diez veces más grande que antes. Pero ni siquiera era esa su tristeza, sino la identificación con esos sujetos. Era igual a ellos y los odiaba, los odiaba con todo su estático cuerpo. Simples observadores de la transformación. Nadie era capaz de hacer nada; sólo mirar, sólo nada. Un enorme tilo crecía en el medio del hall de la estación pero nadie se inmutaba. Todos podían verlo, pero nadie agitaba la realidad.
Y mientras tanto él comenzaba a desvanecer su razonamiento humano en una especie de mente horizontal, cuya capacidad de comprensión se trituraba lentamente, aunque no lo notaba; porque su pensar era ya tan lineal que su sentido analítico había desaparecido y sólo quedaba instinto, pura genética vegetal. Los interrogantes habían muerto, todo se había vuelto simple lógica. Ahora debía crecer, y para eso debía alimentarse y respirar. Mientras más alto llegara más luz captaría de la cúpula y más alimento recibiría todo su cuerpo. Y así, y sólo así, daría más y mejores frutos para hacer lo único que debía hacer; asegurar la continuidad de su especie. No había más razones, no había más verdad que esa. Lógica vegetal.
El tilo a esa altura era gigantesco, seguramente más que cualquiera; su tronco poseía seis metros de diámetro y la copa había empezado a ocupar todo. El público, los pasajeros, aún seguían deteniéndose a contemplar. Eran cerca de un millar de personas mirando un árbol que crecía extraordinariamente y que, de continuar con ese ritmo, en pocas horas estaría rebalsando el inmenso hall. Muchos pensaron y meditaron acerca de ese raro acontecimiento, otros vomitaron risueñas teorías y los más escépticos se convencieron de que todo debía ser un truco de magia o algún evento de marketing de una industria de fertilizantes. Nadie actuó, nadie hizo nada aparte de pensar y contemplar.
Y él ya no era él, era eso, un árbol. Ya no había ningún despojo de lo que había sido. Ya no había algo que pareciera mente o pensamiento. Todo era instinto y ley natural.
Cuando las primeras ramas alcanzaron la cúpula un sujeto entró a la estación corriendo y gritando. Contó que enormes árboles estaban creciendo en toda la ciudad; algunos en medio de avenidas, otros cerca del museo, e incluso hasta dentro de los cines. La gente lo miró incrédula. Pocos creyeron lo que decía y todos actuaron de la misma forma apática. Enseguida volvieron su mirada a ese, el que estaba frente a sus ojos.
Un grueso tronco, que ya había alcanzado el vidrio de la cúpula, empezó a empujar con fuerza hacia arriba. La presión fue tal que pocos segundos después los vidrios estallaron y se precipitaron al suelo. Algunos corrieron y otros no pudieron; cuando miraron sus pies notaron que estaban aferrados al piso y su piel se había vuelto extrañamente áspera.
A esa altura el pánico había apoderado las conciencias, y la razón empezó a darle cuerda a pensamientos religiosos. Mientras decenas de árboles crecían en el lugar algunas personas comenzaron a rezar, a pensar en la muerte, en lo que le sigue a ella y en un sinfín de teorías humanas y antinaturales. Hubo alguien que habló de venganza, hubo otros que hablaron de enojo divino. La simplicidad de la verdad era obstruida por la edificación exagerada de la necesidad, tan humana, de sentirse algo más que un simple animal natural.
En la estación ya había más árboles que gente, afuera también. Lo masivo y lo general ahora no era el pensamiento, sino el instinto de supervivencia natural de los árboles. No había interrogantes existenciales, sino una única preocupación; el deber crecer para asegurar la continuidad de la especie.
Pura lógica vegetal.

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Retorno inconcluso.

Es un retorno porque es una vuelta, o algo parecido. Es inconcluso porque aún no se ha concretado. Pero es prometido porque así lo quiero.

Sé que hará falta dar explicaciones, y también sé que comprenderán cuando afirme que los motivos de mi desaparición (o la de mis textos) no responde a algo específico, sino a una serie de elementos y excusas que, conjugados, se transforman en una pseudo explicación. Explicación que tampoco yo entiendo.

Prefiero pensar que a algunas cosas hay que darles tiempo; un descanso, una oxigenación necesaria del cuerpo literario, del espacio virtual, del mundo abandonado. No siempre hay respuestas, no siempre tiene que haberlas. Lo que importa es que no estuve; y que estoy volviendo.

Gracias


 

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