Mercedes Sosa

Querida Negra:

Me desperté con tu voz, Negra. Y lo supe. No preguntes cómo, porque no lo sé; simplemente lo supe. Me duché y tu voz seguía cantándome al oído, me venían versos sueltos: “Tantas veces me mataron”, decías, “tantas veces me morí, y sin embargo estoy aquí resucitando”, confesabas. Y te escuché decirle gracias a la vida, y escuché una y mil veces dentro de mi cabeza tu voz imposible. ¿Y qué querés que te diga, Negra? Si yo estaba allí, bajo la ducha matinal, y sabía, sabía que te habías ido y que ya estaba extrañándote. ¡Pero claro que duele!

Voy a confesarte algo, Negra, que creo que nunca lo he dicho. La primera vez en mi vida que la belleza me emocionó, de esa manera inexplicable que sólo el arte puede hacer, fue cuando escuché tu voz: yo no tendría más de cinco o seis años; incluso tal vez menos; estaba con mi padre, creo que en el auto, cuando puso un casete tuyo. Me pregunté, lo recuerdo, si esa voz provenía de una diosa, porque era imposible que un cuerpo terrenal pudiera emitir tu arte. Me recuerdo pequeño, y sensibilizado hasta el tuétano con tu música, con un millón de escalofríos recorriéndome el cuerpo y mi sorpresa al ver mi piel erizada. Lo recuerdo, Negra, porque esa vez fue la primera de tantas otras; lo recuerdo porque descubrí que no eras una diosa, porque supe que seres humanos hay millones, pero genios sólo unos pocos, y que esos pocos tienen la eternidad ganada.

Salí del baño y fui en busca de la noticia. Sabía que había acontecido, y los titulares enormes con tu foto no me sorprendieron. Pero dolieron. ¡Y vaya que dolieron, Negra! Tu voz era la voz de todos: de los argentinos, de los latinoamericanos, de los que no tienen voz, de los silenciados, los exiliados, los pobres, de la libertad, la paz y la dignidad. Tu voz era nuestra voz, Negra. Eras nosotros diciendo con belleza lo que nosotros no podíamos decir de ninguna manera. Eras lo sueños, los deseos y la esperanza; eras todo lo intangible y eras tu voz corpórea, abrazándonos con lo que nosotros mismos éramos. Eras el canto de nuestras almas, acariciando nuestros corazones hasta hacerlo brotar de emociones. Negra querida; tu voz nos recordaba que estábamos vivos.

Y ahora descubro que de chico, la primera vez que te escuché, no me equivocaba: es imposible, Negra, que hayas sido humana. Esa voz increíble no puede ir acompañada por tu sensibilidad, por tu coherencia ideológica, por tu alma luchadora, por tu cariño infinito. No, nos mentiste; nadie puede nacer con todas esas virtudes juntas, nadie. No eras humana, Negra; lo sé porque los titulares de los diarios dicen que has muerto, que te fuiste; y no puede ser cierto porque mientras escribo estas letras estoy escuchándote, estoy escuchando tu voz, el canto de todos (que es tu propio canto).

No eras humana, porque los humanos mueren; y yo te escucho como antes, y tu voz sigue exprimiéndome el corazón. Y entonces me convenzo, como de pequeño, que esa voz proviene de una diosa: de una diosa eterna, de la pacha mama, de la diosa de los argentinos y los latinoamericanos.

Y me sonrío, Negra, porque aún te escucho, porque nunca te irás; porque los dioses nunca mueren. Y porque con tu voz viva, todos los argentinos aún tenemos nuestra voz hablando a través de la tuya.



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Noches minimalistas.

Habían sido meses enteros de vida noctámbula cargados de excesos. Tal vez, todo eso encontraba justificación en nuestra edad de poco más de veinte años. Recuerdo que ese día estábamos en casa de Ana los cuatro: Esteban, Lía, la dueña de casa y yo. Habíamos ido a hacerle compañía desde la noche anterior, porque se le habían mezclado algunos problemas familiares serios con un par de malos resultados universitarios.
Ana era una persona a la que yo admiraba. Era sumamente talentosa y apasionada, y tenía una capacidad innata que le permitía hablar y que todos los demás escuchen. Una líder por naturaleza. Además, claro, era sumamente bella. La noche anterior me había llamado llorando y me pidió que la acompañara, cosa que no dudé en hacer. Cuando llegué a su departamento, también estaban allí Esteban y Lía. Los cuatro nos habíamos conocido en la facultad, aunque estudiáramos cosas diferentes: Esteban estudiaba letras, Lía era artista, Ana ya era socióloga y estaba por terminar psicología. Y yo estaba por terminar mis estudios de periodismo.
Habíamos pasado la noche despiertos, fumando de una marihuana excelente, que Esteban había conseguido de una manera bastante afortunada, y escuchando a Lía tocar la guitarra mientras Ana exhalaba silencio. Eran noches bastante típicas de nosotros: mientras fumábamos, alguno tocaba la guitarra o conversábamos largo y tendido de variados temas. Siempre, y por eso me gustaba tanto estar con ellos, se hablaban de temas profundos, con debates interesantes aunque ocasionalmente alguno sacaba a la luz alguna trivialidad para reírnos a carcajadas durante un largo rato.
Esa noche no se habló ni se debatió sobre nada. Fumamos en silencio, mientras Lía tocaba la guitarra de manera incesante. Ana y yo también bebimos whisky y tomamos, entre los dos, una línea de cocaína. Pero el rey de la noche fue el silencio y las largas miradas de sobreentendidos. Era como si los cuatro estuviéramos en duelo, haciéndole compañía al dolor profundo de Ana que, extrañamente, no cantó en toda la noche.
Las horas fueron pasando y juntos vimos amanecer por la ventana del departamento, siempre en silencio, siempre con la guitarra soltando notas. Ana vivía en un lindo departamento frente a la plaza Italia, y el enorme ventanal que ocupaba toda la pared, dejaba que el verde de la plaza ingresara sin miramientos. Nos sentábamos en el sofá, o colocábamos los almohadones en el piso y allí, entre sentados o acostados nos pasábamos la pipa de marihuana de mano en mano, en un lento ritual silencioso. Era una especie de paraíso casero y minimalista. Sabíamos perfectamente que eso no duraría toda la vida, y por eso lo disfrutábamos como niños golosos.
Pero esa vez vimos atravesar toda la noche y el amanecer en silencio. Alrededor de las siete de la mañana Ana se paró y dijo que iba a ducharse. Nosotros asentimos y seguimos conversando con nuestras miradas y nuestros silencios, mientras la guitarra continuaba con su costumbre de cobijarnos. No sé ni imaginé qué era lo que pensaban Esteban o Lía, pero parecían sumergidos en sentimientos profundos. Yo, en cambio, divagaba sobre nimiedades y me congelaba al ver, por ejemplo, las partículas que flotaban en el aire y que eran iluminadas por el sol rasante que ingresaba por el ventanal. Mechaba semejante nimiedad con algo más filosófico como la semejanza que esas partículas tenían, flotando en el aire sin ton ni son, con los seres humanos, vagando por vidas regidas por leyes extrañas, para acabar todas iguales en la nada.
No sé cuánto tiempo estuvo Ana bañándose, pero un estruendo desde dentro del baño me asustó.
- ¡No es nada! Se me cayó el secador de pelo – Dijo Ana antes de que cualquiera pudiera preguntar si le había pasado algo.
Unos pocos minutos después la puerta del baño se abrió y Ana salió totalmente desnuda. No era la primera vez que la veía sin ropa, pero atraído por su belleza no podía dejar de mirarla. Esteban, incomodado, simulaba usar su teléfono móvil para no observarla. Lía era totalmente indiferente, como si no le importara en lo más mínimo. Y de hecho no le importaba. Yo, sin embargo, notaba que en ese gesto había un mensaje dirigido a mi. Con Ana solíamos tener sexo de vez en cuando, y que ella decidiera salir del baño desnuda, a la vista de todos, era una forma de decirme que ella no me pertenecía. Pero yo era conciente de eso, aunque me molestara.
- Hay algo mal en todo y nadie se da cuenta.- dijo, como si la ducha le hubiera despertado la lengua que durante toda la noche había estado en silencio.
- ¿En qué?- Preguntó Lía desconcertada, mirando como Ana, que seguía desnuda, dándonos la espalda, se arreglaba el pelo frente al espejo.
- ¿Ves? ¡En todo! –Dijo enfadada, mientras se daba vuelta para mirarla- Todo, absolutamente todo es incoherente. Estamos viviendo en un supuesto mundo civilizado, en el que la globalización llevó el cuento de las sociedades civilizadas a todos los rincones. Pero nadie se da cuenta de lo enfermo y macabro que es este modelo.
- No tiene sentido preocuparse sobre algo que ya fue hablado por miles de personas durante décadas y sin embargo nada cambió.- Dijo Esteban, sin levantar la mirada, todavía inhibido por el cuerpo desnudo de Ana.
- ¡No me jodas, Esteban! Tenés el intelecto suficiente para saber que aquellos que se juntan a discutir este tema son personas que tienen estudios universitarios, como vos y yo, y por ende son unos privilegiados que, sentados en sus sillones de cuero y sus elegantes trajes, se llenan la boca hablando de lo que debería ser; pero a la vez no están dispuestos a arriesgar nada del lugar que ocupan. Y aquellos millones que en realidad padecen el sistema, no tienen ni la preparación ni los medios para hacerse escuchar.
- Pero eso ya lo sabemos.- dijo Esteban, un poco tímido.
- ¡Obvio que sí! ¿Y? ¿Alguien hace algo? No, nadie se da cuenta de la incoherencia que habita entre sus palabras y sus actos. Estoy cansada de los discursos contemplativos y de las acciones macabras. Y basta, la personalidad de una persona no queda reflejada por aquello que dice, sino por aquello que hace.
- No es tan simple, Ana.- dije, mientras ella ingresaba a su habitación.- A lo mejor los únicos que verdaderamente pueden hacer son los gobiernos, y el lugar de la gente es el de decir en las urnas.
No respondió inmediatamente, sólo se escuchaba, desde mi ubicación, como abría y cerraba algún cajón. Luego apareció: lo único que había cambiado en su desnudo cuerpo era que llevaba colocada la parte de abajo de una bikini. Y parecía que no tenía la menor intención de continuar vistiéndose.
- Tu posición es tan cómoda que me dan ganas de vomitar. Y si la única esperanza son los gobiernos estamos perdidos.- Dijo, mientras se sentaba a mi lado y encendía un cigarrillo.
- Deberías respetar un poco más el poder de los gobiernos, porque fueron elegidos por su pueblo.- Dije sin mirarla.
- ¡Basta de ese discurso demagogo y populista! La capacidad intelectual de los pueblos está sobreestimada. Las masas actúan de manera estúpida, y sus decisiones rara vez son acertadas. Las atrocidades más grandes de la historia fueron realizadas gracias a la aprobación o la inacción de sus pueblos.
- Eso es cierto –dijo Lía-, además la mayoría no es la totalidad.
- Pero es la democracia la mejor forma de gobierno que hemos inventado.- Dije arrebatándole el cigarrillo a Ana.
- ¡Yo no estoy en contra de la democracia! Pero últimamente sólo funciona como un placebo para darle a la gente la ilusión de poder. La realidad –dijo mientras me robaba nuevamente el cigarrillo- es que en un mundo globalizado, empequeñecido, sólo tenemos gobiernos barriales.
- ¿Cómo? ¿Qué es eso de los gobiernos barriales?- dijo Esteban mientras se reía.
- Imaginá que el mundo entero es una gran ciudad; y los países son barrios. Estados Unidos y Europa vendrían a ser los barrios ricos y elegantes, a los que todos quieren ir a pasear. África es la favela del mundo, a la que todos le dan la espalda o juegan a ser solidarios de vez en cuando entregándoles restos de comida; cuando pueden sacar partido de alguna manera. Y Asia y America Latina son los barrios trabajadores, que quieren crecer y parecerse a los barrios lindos; pero en realidad son trabajadores mal pagos, que se dedican a barrer las calles y arreglar las cañerías de los ricos.
Todos reímos a carcajadas.
- ¿Y Japón?- preguntó Lía.
- Japón es el barrio exótico que supo hacerse rico por saber fabricar televisores a color.- dije yo, mientras me ría.
- Claro, algo así.- Dijo Ana.
Luego callamos. Lía continuó tocando la guitarra y Ana se animó a cantar un par de estrofas. Yo me limité a fumar la marihuana que había quedado. Esteban desayunó un vaso de whisky, algo típico en él. Era como si de golpe, los cuatro nos hubiéramos internado nuevamente en nuestros pensamientos, dejando a las palabras esparcirse solas y poderosas, detrás de la máscara del silencio.
El estado de Ana, sin embargo, fue lo que realmente me llamó la atención. Estaba entre absorta y autista. Se había acostado a mi lado, con su cabeza sobre mi falda y toda su desnudez indiferente. Pero no estoy seguro si ella se daba cuenta que yo estaba allí, sosteniéndola. Su mirada alternaba entre caer en la nada y apoyarse por pocos segundos en su mano, en las yemas de los dedos que acariciaba suavemente con su dedo pulgar. Aunque era bueno leyendo gestos, ese día no pude descifrar dónde había anclado Ana sus pensamientos. Pero sí supe que no estaba allí, sino a varios kilómetros, o en una infinitud inalcanzable. Como sea, ella no notaba que yo estaba a pocos centímetros, deseándola de todas las formas posibles, observando los brillos de sus ojos cayendo e iluminándole las mejillas con una tonalidad suave y cálida, o su boca fina, delicada y llena de una sutil sensualidad; ella no era conciente que mi mirada vagaba por su cuello desnudo, bajando por el torso que había dejado al descubierto, y me congelaba en sus senos perfectos, o en esa cintura increíble hasta que mi mirada se perdía corriendo a través de sus piernas, y entonces, ya sin vista, sólo podía escuchar en una cercana lejanía, su respiración tranquila que, de manera poderosa, me atraía hacia ella y me llenaba la cabeza con la idea de besarla, haciendo que mi cuerpo respondiera con el nerviosismo de los adolescentes, y quedara atado a un temblor imposible de disimular. Y sin premeditarlo, me encontré de pronto acariciando su cabeza, dejando que sus cabellos fluyeran por entre mis dedos. Pero ella siguió sin notarlo; no estaba allí realmente, y no podía encontrarla. Y la fuerza magnética de su respiración ya tenía más poder sobre mí, haciendo que mis labios comenzaran a acercarse a los suyos, muy lentamente, con la suavidad de los que acechan a su presa con desconfianza, presumiendo que algo fatal puede suceder.
- Todos somos unos hipócritas, aún los que creemos que somos distintos porque hacemos algo - dijo Ana mientras se incorporaba para sentarse, y dejaba paralizados a mis labios-. Nos creemos solidarios y somos unos conformistas.
Yo estaba atónito porque no entendía si su despertar había sido una casualidad o si había sido una maniobra para esquivar mi beso.
- Es la eterna paradoja de los solidarios: ¿Su solidaridad responde a un acto desinteresado o es sólo una acción egoísta para complacerse a sí mismo?- Dijo Esteban.
- Exacto. Por ejemplo nosotros, fuimos dos años seguidos con el voluntariado universitario a ayudar a ese comedor del norte, ¿no?- preguntó Ana y continuó- Pero en realidad, seamos claros, no cambiamos nada. El año pasado estuvimos un mes y nos volvimos contentos pensando que habíamos puesto nuestro grano de arena. Cuando volvimos este año todo estaba igual; podíamos colaborar y llevarles materiales, pero ahora mismo, mientras hablamos, ellos siguen con los mismos problemas de siempre. Pero a nosotros nos duró un año entero la creencia de que éramos solidarios y buenas personas. ¡No, somos una mierda!
- Tampoco seas tan dura, Ana. Es preferible gente que hace algo, por más mínimo que sea, a alguien que no hace nada.- Trató de calmarla Lía.
- No, no. El que no hace nada es un estúpido, un egoísta y una lacra. Pero el que hace algo insignificante y cree ser mejor persona por eso, también lo es. Además de una lacra es un conformista. Y te juro que no sé qué es peor.
- Creo que es preferible hacer algo a no hacer nada.- escupió dolido Esteban.
- Es realmente triste pensar en preferencias de este lado; cuando del otro lado se sigue muriendo gente de hambre, de enfermedades curables o sumidos en la total pobreza. Claro que es preferible para vos pensar que nuestro gesto fue suficiente, para sentirte mejor persona que otros. ¿Pero cuánto resignaste realmente? ¿Cuántas realidades cambiaste?
- No sé si se trata de cambiar realidades, Ana; ni de cuánto resignamos.- dije.
- ¿No? ¿Y de qué se trata entonces? Porque no lo entiendo, porque no veo que haya sentido común cuando se llenan la boca hablando de los que no tienen nada, aquellos que están llenos de excesos. Cuando la mitad de tus pertenencias son excesos, ¿en dónde te colocás para hablar de solidaridad?
- Sinceramente no lo sé, pero por lo menos soy conciente de lo que nos rodea.
- ¿Sí? ¿Y qué hacés?
- ¡No sé, Ana! ¡No sé!- grité mientras me ponía de pie fastidiado, e iba en busca de algo de alcohol a la cocina.
- No es para que te enojes -dijo Lía, desde el living-, creo que lo que Ana quiere decir es que aquellos que son concientes de la desigualdad, y pueden hacerlo, deberían dar todo de sí para realmente cambiar algo.
Me asomé por la puerta de la cocina invadido por un enojo increíble que no respondía solamente a la conversación.
- Lo que pasa, Ana, es que te encanta jugar con la mente de las personas, te fascina hacernos sentir miserables. ¿Pero qué tan distinta sos? ¡Estás ahí, tirada, dando discursos del deber ser, pero no te das cuenta que formás parte del todo! Y yo sé qué es lo que realmente te molesta, lo que te fastidia de verdad: es entender que no sos nada, que no podés cambiar nada porque sos insignificante como todos. El problema es que nosotros somos concientes de eso, y nos conformamos siendo buenas personas y ofreciendo nuestro grano de arena; ¡en cambio vos estás muerta de miedo! Tenés un enorme miedo de que tu narcisismo sea más grande que tus aptitudes, y que tu orgullo pueda más que tu capacidad de entender que sólo son felices los que conviven con el conformismo.
- Yo nunca me voy a conformar.- dijo Ana, sin mirarme, con la vista clavada en el piso.
- Claro que no, porque eso te mostraría vulnerable. Y es por eso que no te enamorás; y es por eso que no podés ser feliz.
Ana se puso de pie, caminó furiosa hacia mi y se frenó a unos pocos centímetros. Me miraba fijamente a los ojos. Tenía un gesto tan rígido como nunca antes había visto.
- Te encanta ser un imbécil, ¿no?- Dijo llena de odio, y luego caminó y se encerró en el baño.
En ese momento, Lía tocó la pierna de Esteban y le hizo un gesto con su cabeza.
- Bueno, nosotros nos vamos.- dijo Esteban poniéndose de pie.
- ¡Ana, nos vamos! Mañana nos vemos.- gritó Lía hacia el baño. Luego me saludó con un beso al igual que Esteban. Ambos se marcharon pero yo aún seguía parado en el mismo sitio. Perplejo. Sorprendido por mi reacción y también dolido y con culpa.
Luego de un rato fui a sentarme al sofá mientras observaba por la ventana como el sol se acercaba al mediodía. Tuve intenciones de ir a buscar a Ana al baño, pero algo me contenía, tal vez el miedo. Es por eso que permanecí allí, quieto; repasando una y otra vez cada palabra de ella, cada gesto, y mi estúpida reacción. Fue en ese momento que escuché que la puerta del baño se abría, y luego unos pasos hacia la habitación. Pero a eso le siguió el silencio por varios minutos. Me puse de pie y comencé a levantar los almohadones y vasos que habían quedado allí, procurando de hacer bastante ruido para que ella pudiera escucharlo y darse cuenta que yo aún seguía en su casa.
- ¿Podés dejar de hacer ruido y venir, por favor?- Dijo, ofuscada y en un tono que daba por sobreentendido que yo debería haberme dado cuenta que ella estaba esperándome.
Cuando ingresé en la habitación, estaba dentro de la cama. Me acerqué por uno de los costados sin emitir palabra mientras ella me miraba, también en silencio. Me desvestí y me acosté a su lado.
- ¿Por qué quisiste besarme hace un rato, cuando estábamos en el living conversando?- Preguntó de la nada.
- No traté de besarte.- Mentí, arrepintiéndome en el acto, pero sin poder admitir la verdad. Luego me coloqué sobre ella y tuvimos sexo.
Permanecimos abrazados en la cama un largo rato. No podía dejar de contemplarla, de disfrutar de su calor y de sus caricias sutiles. Tenía ganas de admitirle que la había querido besar antes, y que la amaba. Sentía unos deseos irrefrenables de confesarle que me había enamorado y de pedirle perdón por lo que había dicho. Pero no supe cómo. Las palabras no salieron. En cambio me quedé de nuevo observándola, viendo como clavaba su mirada en el techo, totalmente ida y lejana como antes. Quise poder entender lo que pensaba, o lo que sentía. Pero esa mañana, Ana estuvo muy meditabunda y yo no pude confesarle mis sentimientos.
A veces es demasiado difícil decir algunas cosas, o uno mismo lo complejiza. Tal vez, si lo hubiera dicho, todo lo que pasaría luego habría sido evitado. Pero las cartas no estaban jugadas; y yo aposté a ciegas. Y perdí.
- Tenés razón: somos demasiado pequeños para controlar ideas tan enormes.-dijo.
- ¿De qué hablás?
- Eso: no se puede vivir si no tenemos la capacidad de hacerlo de acuerdo a nuestras propias ideas.
- A lo mejor porque no tenés que vivir de acuerdo a las ideas, sino pensar de acuerdo a tus posibilidades.
- No, ese es el camino a la mediocridad. La mente es lo único que somos, lo único que nos diferencia; si negamos nuestras ideas nos negamos a nosotros mismos. No podemos callarlas.
- ¿Y entonces?- pregunté.
- Entonces tenés razón, hay dos posibilidades: conformarse, como vos decís; o ser infeliz, luchando y siendo derrotado una y otra vez en la lucha de lo que queremos hacer y lo que realmente podemos hacer.
- Pensar que vas a ser derrotada es una forma de conformismo. Si emprendés una lucha creyendo que vas a perder, entonces no estás luchando, te estás rindiendo.
- Puede ser. Pero a veces las ideas son demasiado grandes para poder manejarlas, pero muy débiles para ganarle a la realidad.- Dijo Ana, y se dio vuelta, con intenciones de dormirse. Permanecí en su cama alrededor de una hora, luego me vestí, la besé en la mejilla y me marché.
Camino a mi casa volví a arrepentirme de no haberle dicho cuánto la amaba; y pensé una y otra vez en cada una de sus palabras y en esa mirada gélida que me lanzó cuando la insulté. Y por más que haya meditado tanto sobre cada momento con ella, nunca imaginé lo que realmente pasaba por su cabeza: no me di cuenta que mientras miraba el techo estaba esperando que le dijera algo, ni tampoco noté que había simulado estar dormida al momento de marcharme, ni percibí su real tristeza e impotencia por conocer una realidad que le dolía, pero no podía cambiar. Y lo que menos imaginé fue que, tan solo quince minutos después de retirarme de su departamento, Ana se arrojaría por el ventanal del piso siete.
La noticia me llegó a la medianoche, con un llamado de Esteban. No pude creerlo ni pude moverme. No asistí al velorio ni a la cremación. Permanecí en casa, a oscuras, fumando marihuana y repasando cada una de sus frases, tratando de comprender en qué momento había tenido la idea de suicidarse, y si hubiera podido hacer algo para evitarlo. Pero no hallé respuestas en ese momento ni las hallo ahora. Porque a lo mejor es cierto lo que dijo: somos demasiado pequeños para controlar ideas tan enormes.


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Las llaves que no se usan.

Miró su mano y encontró un enorme manojo de llaves. Estaba quieto, parado en el pasillo. Tendría entre veinte y treinta y cinco años, y un rostro bastante ordinario. El pasillo, que se prolongaba delante suyo, parecía tener varios kilómetros de largo. Él permanecía estático, observando hacia delante, pero sin poder moverse de su sitio.
Por un momento sintió calor y eso lo llenó de incomodidad. Empezó a caminar, porque no le quedaba otra que hacerlo. El túnel era blanco, aséptico; con una luz cada cinco o seis metros que dibujaba un círculo de claridad en el piso. No había señales de haberse transitado antes. Ni huellas, ni raspones en las paredes, ni ningún tipo de mancha. Parecía virgen, absolutamente nuevo.
Después de caminar durante bastantes horas - o años, ya que no había manera de saberlo- se sintió cansado y se detuvo. Por un instante lo invadió la curiosidad y observó hacia atrás para descubrir, con sorpresa, que todas las luces se habían apagado. La oscuridad y la total penumbra habían invadido su espalda. Entonces se percató de que no podría regresar.
Volvió la mirada al frente y continuó con su marcha. Comenzó a parecerle que adelante había una claridad inusual que rompía con el paisaje monocorde anterior. Empujado por un entusiasmo incipiente, apuró su paso y se llenó de una tímida esperanza. Al cabo de un rato de rápida caminata, era evidente que adelante había algo: parecía que el pasillo desembocaba en un enorme salón.
Llegó al final transpirado y agitado. Notó que había subestimado la distancia que lo alejaba de allí, sin embargo no le importó; estaba demasiado concentrado mirando ese nuevo sitio donde se encontraba. El salón era enorme, increíblemente majestuoso y hasta desproporcionado respecto al tamaño de cualquier persona. Era rectangular, de quinientos metros de ancho aproximadamente y unos dos o tres kilómetros de largo.
Pero lo que más lo sorprendió no fue su tamaño, sino la cantidad de gente que lo transitaba. Miles, tal vez millones de personas salían por pasillos individuales, como el suyo, ubicados en uno de los lados del enorme rectángulo y se dirigían hacia el lado opuesto, que también estaba lleno de puertas. Dedujo que, posiblemente, los pasillos individuales corrían paralelos al suyo y desembocaban todos allí, en el salón majestuoso.
Permaneció varios minutos observando todo a su alrededor. Algunas personas hablaban entre sí, se preguntaban cosas y señalaban rumbos. Pudo notar, incluso, que pese a haber infinidad de puertas en el lado opuesto del salón, todos optaban por la misma, la que estaba en el centro y más iluminada. En esa puerta se había formado una fila porque entraban de a uno: una persona pasaba abriendo con una llave y al pasar cerraba la puerta detrás de sí, luego quién lo seguía en la fila, usaba su propia llave para entrar.
Si antes había notado que en su pasillo todo parecía nuevo y sin marcas de haberse transitado antes, también se percató de las grandes diferencias del salón enorme. Allí sí había señales y carteles apuntando a la puerta central y, además, el piso de mármol blanco estaba marcado por el desgaste que ocasionaban los pasos incesantes de muchedumbres; y todas las marcas llevaban a esa misma puerta.
Caminó por el salón y se sintió diminuto ante la majestuosidad de ese lugar y debió detenerse. En ese momento alguien se le acercó.
- Perdón, ¿Hay que ir hacia allá, verdad?- le preguntó un sujeto señalando la puerta a la que todos se dirigían.
- No lo sé, acabo de llegar.
-Sí, como todos.- Dijo el sujeto un poco malhumorado.
Enseguida otro, que había estado escuchando, se acercó.
- Sí, sí, hay que ir hacia esa puerta. Deben tener la llave.
- Tengo un manojo de llaves enorme -dijo el sujeto malhumorado mirando su mano-, ¿cuál es?
- La única que está pintada.- Le contestó rápidamente este otro, que parecía tener más claro todo. Y ambos se fueron caminando hacia la puerta señalada.
Sacó su propio manojo de llaves y lo observó con atención. Efectivamente había una sola llave pintada, y todas las demás estaban numeradas sobre el bronce desnudo. Caminó, con algo de resignación hacia la extensa fila de personas que se apiñaban para poder ingresar a la tan mentada puerta. El ingreso no era lento, pero la enorme cantidad de personas le anticipaba que la espera iba a ser larga, y eso lo cargó de un fastidio impaciente.
-Una pregunta –le dijo a quién tenía por delante-: ¿Para qué sirven las otras llaves?
- Para las demás puertas.
- ¿Pero se pueden usar? Le pregunto porque nadie las utiliza.
- Sí, creería que sí. Fíjese que cada llave tiene un número y las puertas también. Pero todos usan la que está aquí y los carteles además la señalan.
- Sí, claro –dijo algo contrariado-. Sin embargo tenemos un montón de llaves a nuestra disposición. Deberíamos poder elegir, ¿verdad?
- Eso supongo, pero si todos usan esta por algo será. ¿Para qué arriesgarse?
Pensó que tenía sentido lo que le decía y guardó silencio a la espera de su turno para ingresar. Mientras tanto se detuvo a observar y analizar. Notó que nadie salía por la puerta, lo que indicaba que seguramente era la puerta correcta y nadie se arrepentía de utilizarla. Eso lo tranquilizó.
Mientras las horas se sucedían y la fila de personas avanzaba lentamente, su optimismo cambió. Comenzó a pensar que nadie regresaba porque una vez que se atravesaba la puerta no se podía volver. Por lo tanto, nada le aseguraba que esa fuera la entrada correcta, y lo inundó el temor de arrepentirse luego de utilizarla. Miró el resto de las puertas que seguían sin ser usadas, y le tocó el hombro al sujeto de adelante.
- ¿Le molestaría cuidarme el lugar en la fila mientras voy a investigar un poco?
- Se lo guardo, no se preocupe. Vaya, vaya.
Le hizo un gesto de agradecimiento con la cabeza y se alejó de la fila para acercarse a las demás puertas. Caminó varios metros. Se acercaba a una e intentaba oír si se escuchaba algo detrás. Pero el silencio era la única respuesta. Miró el manojo de llaves y dudó. Se dijo a sí mismo que no tenía sentido tener múltiples opciones y elegir aquello que todos hacían. Sin embargo, se convenció de que era una estupidez arriesgarse. Todo señalaba que la puerta que debía tomar era aquella a la que se dirigían todos. Si se equivocaba, pensó, por lo menos no estaría solo en la equivocación.
Cuando volvió a su lugar, la fila ya había avanzado bastante y la puerta estaba a pocos metros. Del manojo, tomo la llave pintada y se dispuso a esperar. Estaba conforme, aunque aún dubitativo y no muy feliz. Pero conforme. Y eso era bastante.
Cuando llegó su turno metió la llave en la cerradura y notó que la mano le temblaba. Pensó que aún podía investigar más el resto de las puertas, que no tenía por qué entrar en ese momento. Pero alguien que estaba detrás lo apuró y se resignó. Algo dentro suyo le decía que no, pero volvió a convencerse: aunque no sintiera felicidad, estaba conforme y eso alcanzaba. Giró la llave e ingresó.
Cuando la puerta se cerró detrás suyo supo que no podría volver. En ese momento algo en su interior se hizo añicos. Pero lo ignoró, era demasiado tarde para los arrepentimientos. Miró hacia delante y caminó con la cabeza gacha detrás de todos los demás.

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Una Argentina violenta.

Durante los últimos meses se ha hablado una y otra vez, en los principales medios nacionales, de la inseguridad en apariencia creciente. Por lo tanto, se han puesto sobre el tapete diferentes cuestionamientos, como la pena de muerte y la baja de imputabilidad de los menores. La realidad, sin embargo, demuestra que ninguna estadística o estudio –oficial o privado- indica que hayan aumentado los hechos delictivos en los últimos seis años, por lo menos no de manera alarmante.
Pero el hecho concreto de que la inseguridad no esté aumentando no significa que no exista; porque Argentina es un país inseguro para el ciudadano medio. Claro está que el análisis no puede quedar limitado a discusiones superficiales; un problema tan trascendente requiere un análisis profundo de las causas, para luego sí, poder establecer las soluciones.
La inseguridad, tal como la conocemos, requiere de un elemento fundamental del que rara vez se habla: la violencia. Y no es un dato menor; un robo o un homicidio parte y se nutre del factor violento. Desde el punto de vista puramente semántico, el término inseguridad refiere a un estado o un sentimiento, pero la violencia es una conducta, real y palpable, pero sobre todo, humana y argentina. No puede cometerse un ilícito de gravedad sin violencia.
Los argentinos somos, en términos generales, seres violentos. Lo somos al manejar y hasta somos violentos al hablar. Incluso nuestros presidentes ofrecen sus discursos a los gritos. Y no es normal; ni a Lula, ni a Bachelet, ni a Obama se los ha visto gritar. La argentina es una sociedad violenta y habría que preguntarse el por qué. Tal vez, si se vuelve sobre el significado comienza a vislumbrarse que la violencia es el abuso de fuerza o poder con el fin de obtener algo que de otra manera no se alcanzaría. Por ende, se podría concluir en que la violencia es hermana de la lucha.

Argentinos contra argentinos:

Plantear soluciones a partir del castigo –como la pena de muerte o la baja de imputabilidad- es no ver el bosque detrás del árbol. El castigo por definición, es un paliativo a un mal ya ocasionado. Si se quieren buscar soluciones de raíz habría que intentar prevenir que el mal se produzca.
Todos los datos estadísticos de aquellos países que practican la pena de muerte demuestran que no sirve como disuasivo para la ejecución de crímenes. En ninguno de ellos ha bajado la tasa de homicidios. Y eso es una realidad que no hay que dejar de ver. Es de obtusos mantener discusiones sobre premisas que parten de un error conceptual básico. Tampoco sirve bajar la edad de imputabilidad. Cualquier medida que se tome sobre esos puntos, son sólo acciones populistas de políticos que, con sentido de la oportunidad, se aferran al miedo de la gente para la obtención de apoyo.
Otro de los factores a los que se suele recurrir para explicar la existencia de la inseguridad es por el uso o abuso de drogas. Causa que tampoco es determinante: Holanda, por ejemplo, posee leyes que no criminalizan el consumo de ningún tipo de droga, que trata como enfermos a los adictos a las drogas duras y que, además, permite la venta y el consumo de drogas blandas, como la marihuana, en lugares establecidos. Sin embargo posee una tasa de criminalidad de las más bajas a nivel mundial. Mientras en Argentina las posibilidades de morir en un hecho delictivo son de 1 en 85, en Holanda son de 1 en 774. Para que quede clara la diferencia podría alcanzar con decir que en Holanda las cárceles están semi vacías, tanto que han comenzado a alquilar sus plazas a países vecinos.
La inseguridad no surge por falta de mano dura, ni por el consumo de drogas.
La cuna de la inseguridad es la violencia; y ésta nace de la marginalidad, la pobreza y las necesidades básicas insatisfechas de una enorme porción de la sociedad. No hay otras causas tan contundentes como las mencionadas. La violencia surge por la lucha cotidiana que esa porción de argentinos afrontan para obtener lo que no pueden alcanzar de otra manera, porque el sistema no los incorpora.
Argentina es un país inseguro y violento porque es desigual, porque los más ricos cobran 30 veces más que el sector más pobre; que es una diferencia abismal, inconcebible en cualquier país serio. Y tal inequidad es sinónimo de exclusión, y es el caldo de cultivo para el brote de violencia.
Si no se comprende de una vez cuál es la raíz de la problemática, encontrar una solución comienza a ser sumamente dificultoso, porque los caminos correctos comienzan a desdibujarse dentro de planteos superficiales. Si realmente se quiere encontrar una solución, entonces hay que empezar a buscar cómo convertir a la Argentina en un país más justo y equitativo, donde todos los sectores sociales puedan acceder a un hogar digno, a un sistema educativo que los contenga, un trabajo que los proyecte y una salud que los cure.

Un país más justo:

Por supuesto que no es una tarea simple la construcción de una Argentina equitativa, ni mucho menos es una tarea rápida. Para esto hace falta un plan real a largo plazo, serio y metódico, imposible de realizar sin medidas que faciliten la justa distribución de la riqueza.
Pero lo cierto es que, para lograrlo, también hace falta de un compromiso de toda la sociedad. Porque resulta gratificante para muchos sectores llenarse la boca hablando de la redistribución de la riqueza, sin embargo, cuando es el momento de hacerlo, cuando aquellos que obtienen muchas ganancias deben tributar más, cuando sus bolsillos se ven afectados, se alzan en luchas de poderes y aniquilan cualquier intento de lograr una Argentina más equitativa.
No puede edificarse un plan serio si nadie está dispuesto a colaborar con tal objetivo. La torta económica es una sola; si algunos pocos quieren llevarse grandes porciones, es evidente que algunos muchos van a pasar hambre. Y aquellos que sufren el hambre son los mismos que no tienen nada, y cuando no se tiene nada no hay nada que perder, y ahí cuando se es capaz de hacer cualquier cosa para revertir la situación, como delinquir.
Mientras no surja un plan que busque incluir al sistema a los sectores marginados, y no haya un compromiso real de toda la sociedad, va a seguir existiendo la violencia y, por tal motivo, la inseguridad. Y los que más tienen podrán irse a vivir a barrios cerrados para sentirse más seguros, podrán polarizar los vidrios de sus autos y poner alarmas y cámaras de seguridad. Pero si no están dispuestos a resignar parte de su porción, van a seguir sintiéndose inseguros y proponiendo medidas de mano dura. Y es también responsabilidad de la clase media no comprar espejitos de colores ni alzar banderas de luchas ajenas e injustas para protestar contra el gobierno de turno.
Cuando comprendamos que el índice de criminalidad está íntimamente ligado con los índices de pobreza, indigencia y desocupación, y que está, también, relacionado con la educación y la salud pública deteriorada, es cuando comenzaremos a ver el bosque detrás del árbol. Sólo en ese momento la solución será evidente.

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El mundo en imágenes.

El mundo no sólo se compone de letras. Los invito a pasar al nuevo mundo compuesto por imágenes. Puede hacerlo haciendo click aquí o sobre la fotografía.

Contemplando el mar.


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Personas pasajeras.

Pensaba en el tiempo, en las mochilas, en lo que se pierde en el camino. Pensaba en lo fugaz; lo que no vuelve y lo que queda. Pero sobre todo pensaba en las personas pasajeras. En la nostalgia que habita en las cicatrices que dejaron los que se fueron.
A lo largo de la vida uno conoce personas de manera incesante, algunas se transforman en amigos, otras en algo más. Pero lo increíble es que algunas están destinadas a perderse. Por caprichos de la vida, por circunstancias o por olvido. Y cada pérdida es una cicatriz, con su correspondiente profundidad y dolor. Y a medida que el tiempo pasa, con los años, esas cicatrices se acumulan; y duelen.
Puede ser un día lluvioso, un aroma, una sonrisa semejante o un segundo en el que se hurga en la memoria. Puede ser cualquier cosa lo que abra la cicatriz, lo que acerque el recuerdo de quién ya no está. Y no son grandes acontecimientos los que renacen, no. Son detalles, son pequeños y únicos detalles, en apariencia sin valor, de esa persona. Los besos profundos y oportunos de aquella, la mirada pícara y escurridiza de aquel, la forma de hablar con silencios del otro o la felicidad contagiosa de esta.
Son instantes mínimos y seguramente imposibles de reproducir por cualquier otro; porque son, quizás, esos elementos específicos, que conmueven, los que le dan unicidad a cada ser. Y, al fin y al cabo, tal vez todo lo que posee valor está hecho por la suma de sus detalles. Pero cuando la representación de aquello queda en manos de la memoria únicamente, es cuando comienza la tergiversación y el olvido; y luego prosigue la nostalgia, que no es más que extrañar con pena aquello que ya no es parte del presente.
Y nunca volverá, jamás volverá a ser presente aquello que murió. Y las personas que han sido pasajeras, y ya se han ido, se han llevado consigo sus detalles inolvidables. Pero nos quedamos con la cicatriz, y con el anhelo utópico de aferrarnos a los que nos rodean en el hoy, aún sabiendo que el tiempo convertirá a algunos en pasajeros. Esperanzados, sin embargo, soñamos con las excepciones, y esclavizamos la memoria al capricho del ahora, porque no nos queda otra, porque es imposible aceptar la realidad; que todo, nos guste o no, es efímero, y algunas personas están destinadas a ser puramente detalles en instantes pasajeros de nuestras vidas.

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Desde el otro lado.

Me sucede desde siempre. Toda la vida he tenido este tipo de eventos, por llamarlo de alguna manera. Y aún así, todavía no puedo comprenderlos. Describirlos es casi tan extraño como vivirlos. No recuerdo cuándo fue la primera vez que me sucedió, pero era muy chico. El primer evento que recuerdo fue a los siete o, tal vez, seis años y fue cuando supe, racionalmente, que no era normal.

Aparecen en un momento determinado del día; al despertar por la mañana. Nunca en otro. Sus apariciones son tan precisas como el alba. Y sus duraciones, en cambio, varían entre unos y otros. Nunca fueron más cortos que un día entero, y nunca más largos que una semana. Pero la duración de la que estoy hablando es la duración real, el tiempo cronológico que dictaminan los relojes. Si tengo que hablar del tiempo subjetivo, de cómo es vivirlos desde adentro, entonces sólo la muerte y la nada son comparativos acordes. Porque en ellos, el tiempo no existe.

Para describir los eventos de manera sencilla, pero sumamente insuficiente y estéril, podría compararlos con un pozo depresivo profundo. Pero claramente no alcanza. Son algo más, o mucho menos; dependiendo de la perspectiva. Al despertar, la angustia y la alienación son totales. Como si un vacío se instalara en medio del pecho, en medio del alma, y se prolongara, desde allí, por las arterias hasta cada célula del cuerpo. Y a su paso, la extensión de la vida emocional caduca invariablemente.

El cuerpo parece transformarse, entonces, en una máquina vacía, en un sinfín de elementos vivos cargados de muerte. La enajenación es tan inmensa y tan real, que puedo verme desde afuera, desde otra perspectiva. Como si el ser pudiera desprenderse de la cáscara y alejarse unos metros. Y entonces observo mi propio cuerpo desde lejos; percibo la quietud de esa maquinaria; los ojos sin vida, clavados en las nimiedades durante minutos u horas. Y el autismo que habita en cada inacción, parece ser tan absoluto que maquilla a la realidad con un tinte ficcional, salido de la literatura más negra o de un film dadaísta.

Pero detrás de esas dos partes separadas, el cuerpo y el ser, no hay ni un dejo de totalidad; sino un montón de chatura carente de todo. Ni uno ni otro logran acercarse a la definición de vida. El vacío es tan infinito que ni siquiera es habitado por respuestas o razones, y nada logra explicar el por qué de ese estado. Dentro de él, todo es inocuo, excepto la tristeza que gobierna con obtusa insensatez cada segundo inerte del evento.

Y la angustia no desaparecerá hasta tanto el evento no haya terminado. Lo más probable es que eso ocurra durante la noche, cuando el cuerpo sin vida pero dormido, se reencuentre con el ser cansado de vagabundear desnudo. Y al despertar, al día siguiente, todo habrá vuelto a la normalidad.

Cada vez que sucede recuerdo lo extraño que soy. Y no puedo dejar de preguntarme cuál es la realidad, cuál es mi verdadero yo y cuál es el mundo correcto. Porque tal vez, no sea más que un montón de nada unida por el hartazgo de la soledad, habitando un ecosistema al que no pertenezco con el único fin de encontrar en otros el remedio de la alienación.

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