Fabricante de peceras.


Es difícil saber en qué mundo se habita, cuando se está rodeado de tantos; cuando para protegernos nos fabricamos un nuevo universo, y luego otro, cada vez más pequeño, que nos cobija y nos convierte en seres invisibles. Eso era lo que a Lucas le sucedía. Con tan sólo seis años debió aprender a convertirse en el mayor fabricante de mundos, uno más pequeño que el otro.
Es un niño de rostro angelical, de pelo castaño, tez clara y ojos de mirada penetrante; de sinceridad inmutable y transparencia absoluta, con un dejo de nostalgia en cada uno de sus movimientos, en cada pestañear. Muy pocas veces se lo vio sonreír a Lucas; vive retraído en esa habitación, de grandes ventanales que dan a un enorme parque lleno de pinos y flores, con el césped cuidadosamente prolijo. Sale poco de allí, ese tal vez, sea su primer mundo. Su mejor compañero, además de su alma, es ese pececito, solitario y abstracto como él, que nada en una pequeña pecera sobre un mueble de madera y aluminio.
Lucas pasa horas mirándolo y cuidando de él. Tal vez haya algo que los une; incluso a veces ambos parecieran estar petrificados en la mirada del otro y estar hablando sin hablar, entendiéndose, atrapados cada uno en su pecera, en su mundo. Lucas no tiene hermanos, es único hijo de familia acomodada, con padres jóvenes que deben trabajar demasiadas horas al día para mantener peceras felices a la vista, cargadas de tristeza en lo profundo. Pero eso, tal vez no sea lo que a Lucas le moleste, sino que pocas son las veces que sus padres no pelean cuando están en casa.
Al oír los gritos, Lucas agarra la pecera, se esconde debajo de un escritorio, y con una sábana termina de fabricar su mundo más pequeño. Allí llora, mientras mira su amigo parece entenderlo. Nadie, más que el pez, sabe que demasiadas lágrimas se han vertido debajo de ese escritorio; que, con seis años, Lucas sufre tanto que pareciera que su sonrisa se extingue cada día y desaparece escondiéndose en esa mirada que desborda de suplicios acallados y lágrimas secretas. Allí, con los oídos tapados permanece un largo rato, hasta que está seguro que la discusión terminó. Luego sale, acomoda a su amigo en su lugar y se quedan charlando, absortos ambos.
Hace poco, las típicas discusiones se hicieron más acaloradas. Lucas, por más que lo evitó escondiéndose bajo el escritorio, escuchó el portazo que marcó un final y un principio. El matrimonio de sus padres había terminado y, con suerte, también las discusiones. Lucas enseguida comprendió. Secó sus lágrimas y, en puntas de pie, salió de la habitación. Caminó lentamente hacia el living y allí, sin dejar verse, vio a su madre llorar sentada en el sillón como nunca antes lo había visto. Lucas la miró un largo rato, pudo observar que ella ya no llevaba su alianza y notó que bajo sus pies había una foto arrugada y rota.
Lucas se acostó esa noche pero poco pudo dormir. Esta vez había llevado la pecera a la cama y pasó la mitad del tiempo mirando a su amigo.
Al día siguiente, Lucas se levantó y alistó rápidamente. Colocó algo dentro de una mochila y salió de la casa aprovechando que su mamá ya estaba en el trabajo y la señora de la limpieza estaba en el parque. Caminó mucho, tomó un colectivo, volvió a caminar hasta una estación de trenes y allí se subió a un tren. En el mundo real, penosamente real, Lucas parecía moverse como un pequeño hombrecillo. Cargando siempre su mochila, observó a través de la ventanilla del tren el ir y venir incesante de la gente, y volvió a sentirse dentro de una pecera.
Se bajó en una estación y camino dos cuadras hasta llegar a un sitio que muchas veces lo había hecho feliz; la playa. Allí solía ir con sus padres hacía tiempo. Caminó por la arena y al llegar a la orilla sacó de la mochila la pecera con su amigo. La colocó en el agua de costado. No obligó al pez a salir, esperó que él decida. Allí estuvo un largo rato, mirando como su único amigo llegaba hasta el límite de su refugio y volvía a entrar, hasta que en un momento tomó valentía y marchó a la inmensidad del mar. Lucas lloró.
Tuvo cuidado de entrar a la casa sin que nadie note que no había estado y se fue a su habitación. Allí se sintió solo y preso. Al anochecer caminó lentamente otra vez hacia el living donde vio a su madre otra vez sentada en el mismo sillón, con la mirada perdida. Lucas se acercó, y con los ojos humedecidos la abrazó. Ambos permanecieron largo rato abrazados sin decir palabra. Hasta que Lucas, se acercó al oído de su madre y en un susurro dijo sus primeras palabras en días.

- Ahora yo te voy a cuidar a vos.

Las peceras y los mundos se hicieron añicos en un segundo. Y Lucas salió a la inmensidad del mar.

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10 Comments:

  1. Anónimo said...
    Se siente, se percibe: cada relato es puro sentimiento.
    Anónimo said...
    Me encantó, tu escrito "cierra" por todos lados.
    Un saludo.
    Penélope said...
    un pez chico en una pecera (de) grandes no es una buena proporción.
    la justa medida, el mar para cuando estamos preparados, cuando nos sacamos de a poco el lastre y decidimos sondearlo y nadar y nadar sabiendo que podemos ir hasta lo más hondo y después volver a la superficie a respirar.
    qué bueno éste Memo!
    besos
    yraya said...
    muyyyyyy bonito
    y la foto es maravillosa
    SandraE. said...
    Está muy interesante tu relato, con razón y le haces promoción en Y!R sigue así.
    Anónimo said...
    El pez que lo vió morir y renacer...

    Exitos memo! gracias por todo!

    Juampi
    Erwin Gonzalez said...
    hola Memo saludos desde guatemala que estes bien !! escribeme !!
    Emmanuel Frezzotti said...
    En salir de las peceras está el aprendizaje de la vida, seguramente.
    Anónimo said...
    Nice post and this enter helped me alot in my college assignement. Thanks you as your information.
    Anónimo said...
    Esa fotografia me gusto, un pez que "vive" en una muy pequeña porcion de mundo, y la profundidad de un mundo inmenso frente a sus ojos.

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