Retorno a tus brazos. (*)

Luces blancas se aplastan contra el techo y el mundo entero se convierte en planicie, en absoluta chatura. Un miedo irracional se apodera de mí, su inmensidad es tal que ni siquiera puedo notarlo; como si la enormidad fuera inabarcable por mi insignificante existencia. Y alrededor de esa quietud, esa nada que mis ojos ven, hay un mundo desfilando que no quiero observar. Sé que están allí, sé que me miran, que sienten lástima, dolor o indiferencia; pero no puedo verlos. Mi universo se ha convertido en horizontalidad, en planicie, en nada.
De pronto todo se mueve; un traqueteo se desprende de las ruedas de la camilla y el techo, de inmaculada blancura, comienza a deslizarse desde mis pies hasta la cabeza; y continúa, superándola hasta que se pierde en la lejanía, dónde mis ojos no llegan. De vez en cuando, siempre en intervalos iguales, un tubo fluorescente es lo que se desliza sobre mí, pasando lentamente, con la pereza de los moribundos. Y cada vez que sucede, siento que a mis ojos llega más luz de la debida y mi mirada se reduce automáticamente, furtiva y herida.
¿Volveré a verte?
El pasillo parece eterno, repetitivo; con un patrón monocorde que podría continuar infinitamente; como el traqueteo de las ruedas de la camilla, fluyendo en un piso liso; o la presencia ausente del alrededor, invisible pero perceptible; y el miedo, el majestuoso miedo de saberme atravesando la relativa y finita extensión de la vida. Y lo noto; mis manos están humedecidas por un sudor helado, mi corazón late lanzando sangre a borbotones por mi cuerpo inmóvil y mis ojos tienen ganas de cristalizarse, de fundirse en agua salada, mientras mi mente da vueltas por el cajón de los recuerdos trayendo consigo imágenes aleatorias de una vida escasa que tiende a la desintegración.
Mientras descubro mi boca reseca, el techo se detiene al igual que el sonido de las ruedas. Mi cuerpo se paraliza; está por desatarse la guerra que decidirá mi destino, y será una guerra que viviré sin pelear. Pasos mudos se acercan a mí, los percibo. Por ambos costados aparecen personas con barbijos, parecen gigantes que me miran desde lo alto, imprimiendo su silueta en un techo gobernado por un potente sol artificial. Un líquido frío fluye por mi brazo. Me siento más pequeño, mucho más; con mi mente en blanco y una pesadez insospechada de los párpados que tienden a caer sin importar cuánta fuerza haga para sostenerlos.
Luego negrura. Absoluto silencio. Inconciencia. Rigidez. Destierro. No hay sonidos, no hay luz, no hay pensamiento, no hay razón ni recuerdos. La nada, sólo la nada. Un rayo de acero está atravesando mi cabeza intentando salvarme, pero yo no lo sé, no lo siento; no hay manera, mi alma no está, no existe. Todo es nada. Tampoco hay sueño, fantasía, dolor, o alegría; ni hay espacio para la vida o para la muerte, ni siquiera hay ausencia. Estoy y no estoy; como si un limbo oscuro hubiera absorbido cualquier despojo de todo. Negrura, nada más. Muerte y vida, librando una batalla ciega, una guerra muda, en el mundo dónde habitan los que no habitan ningún mundo.

El rayo de acero se sumerge en su enemigo purulento. La aniquilación es total.
De pronto, entre tanta nada, tanto silencio e inexistencia, surge un despertar tímido. Lo siento, a pesar de que mis ojos sólo quieran seguir mostrándome la oscuridad. Ya hay deseo, y por lo tanto hay vida. No sé dónde estoy, ni cuánto tardaré en terminar de volver; tampoco sé dónde estás, amor; pero sé que estás, porque te siento como siempre; aún cuando nada sentía, aún cuando no existía. Y te juro, amor mío, que lo único que quiero es regresar a tus brazos, para siempre; porque, al fin y al cabo, ese es el único lugar dónde mi existencia tiene sentido.


(*) Para la comprensión total del relato es necesaria la lectura del post `He vuelto... (con vida y viviendo)´

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Una huella voluble.

Afuera, el cielo era quebrado por relámpagos que lanzaban destellos fugaces, e iluminaban las gotas de la lluvia sutil que caía sobre la ciudad durmiente, llenando de destellos un cielo de infinita negrura. Mientras dentro de la sala, la pulcra ambivalencia del silencio, que no decía nada y a la vez denotaba todo, se refugiaba en los labios deseosos de otros labios deseosos. Como armas desafiantes, dispuestas a combatir, con pasión, eternas batallas ardientes. Y esos húmedos combates se dibujaban en su mente como traviesos pensamientos que correteaban vivaces y llenos de adrenalina, disfrazados de fantasías pudorosas, pero dispuestos a concretarse.
Había algo, en ese quedarse callado, que a él lo seducía enormemente; como si la ausencia de palabras pronunciadas pudiera ser suplantada por el juego de intentar ahondar en la mente del otro, con adivinanzas telepáticas sin firme concreción. Eran conversaciones con miradas, charlas que se desvanecían antes de erigirse, fugaces como el presente, que solían terminar con una sonrisa de ella, atiborrada de malicia actuada, o con un salto sorpresivo para colgarse del cuello de Ramiro y así poder lograr que sus besos chocaran de frente con los de él.
Pero todo ese conjuro que crecía alrededor de esos dos cuerpos desnudos, hipnóticos para la mirada del otro, tenía la mágica condición de ser cruelmente efímero, o tal vez más efímero de lo que él deseaba. Cada vez que Ramiro perdía su instinto en el cuerpo de Martina, la convicción de que ella era el amor de su vida crecía irremediablemente. Era una seguridad que lo hacía volar entre auroras boreales cuando estaba con ella, pero que la brevedad de los encuentros; y sobre todo la soledad, que es lo que le sigue a la brevedad; dejaba un fatídico dolor sumergido en sus entrañas.
Ramiro sabía que ella tenía dos habilidades que se perfeccionaban más y más con el tiempo; Martina hablaba únicamente a través del silencio y el silencio nunca decía lo que su corazón sentía. Ella era, para él, un inmenso interrogante que se formaba con implacable prolijidad, sin dejar nunca al descubierto una verdad. Y ese misterio fascinante que la envolvía era parte de lo que Ramiro amaba, pero también complotaba para que el adiós sirviera para afilar la soledad, el abandono.
Los encuentros eran esporádicos y jamás premeditados; siempre, y como la primera vez, ocurrían porque antes la casualidad los cruzaba en la universidad. Y las miradas, cuando se miraban, los atraía como poderosos e infalibles imanes. Inmediatamente, los dos resignaban cualquier plan que la agenda les tenía preparado y se escapaban juntos. Las palabras audibles escaseaban, tal vez decían un “hola”, o un “vamos”; pero no mucho más. Lo que seguía eran las largas conversaciones silenciosas, las adivinanzas telepáticas, los besos y lo efímero.
Para Ramiro la casualidad se presentaba muy ocasionalmente, entonces, controlado por su amor, pasaba más tiempo en la universidad del requerido, buscándola, desesperado por verla, intentando forzar la causalidad. Y siempre, en cada búsqueda, hallaba alguna huella de Martina, como migajas o retazos de ella, tal vez un detalle perdido que sólo él podía adivinar. No eran más que huellas volubles, insignificancias por separado que juntas cobraban sentido en la mente de él. Y así Ramiro apaciguaba la ansiedad y las ganas de verla, y podía sobrevivir los largos tiempos intermedios.
En eso pensaba cuando la miraba, allí desnuda, preguntándose si ella le estaría leyendo la mente, si podría comprender cuánta falta le hacía oír de sus labios lo que su corazón sentía. Mientras afuera la lluvia y los relámpagos continuaban, Ramiro sabía, adentro, que la cuenta regresiva estaba en marcha y que acabaría como siempre; ella partiendo y él esperando una nueva casualidad mientras buscaba huellas volubles. Como si verdaderamente le hubiera descubierto la adivinanza telepática, Martina se levantó y comenzó a vestirse.
Al mirarla partir, Ramiro comprendió que amaba hasta sus defectos, pensó que por lo menos Martina firmaba su partida con el abandono, mientras otras se excusaban con mil argumentos más o menos ciertos, pero que nunca antes habían dicho. Luego sintió que eso era sólo un intento por complacerse. El ruido de la puerta cerrándose retumbó en el vacío, conjugado con el tronar del cielo que lloraba su furia.
Se recostó abatido en la cama, tratando de convencer a su amor para que busque otro cuerpo donde refugiarse. Cerró los ojos, pensando en qué huellas o migajas encontraría en la búsqueda del día siguiente, preguntándose cuándo será el nuevo encuentro, por cuánto tiempo más podría resistir estas sucesivas despedidas, que ya llevaban dos años, y odiándola y amándola de la misma manera. A lo lejos perdido, en su mente casi dormida, oyó un golpeteo. Abrió los ojos, permaneció inmóvil, casi sin respirar por varios segundos y el golpeteo volvió a oírse. Ramiro saltó de la cama, supo enseguida que alguien golpeaba la puerta.
- ¿Por qué me dejas ir? – dijo Martina cuando la puerta se abrió. Estaba totalmente empapada, temblando de frío y con los ojos llorosos. Cobijaba la mirada más sincera que Ramiro hubiera visto jamás.
- ¿Y por qué te vas?
- Porque jamás me detienes.
Miles de adivinanzas irresueltas de pronto obtuvieron sus respuestas, como si la palabra audible se hubiera hartado de tantos misterios sin resolver y, entonces, lanzó sobre ellos un sin número de verdades que vencieron a tanta telepatía absurda, a tantas migajas, a tanta huella voluble.

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Se despertó abrazado a la soledad, mientras la tarde ingresaba empequeñecida por la claraboya y el frío invernal brotaba desde cada espacio vacío, helando los suspiros exhalados y cubriendo de un tono opaco cada brillo de luz. Su rostro corrugado; que había sido testigo de miles de noches largas que morían inconcientes y etílicas, cuando comenzaban a saber a locura, a violencia y vómito; permanecía desdeñoso frente a su propio reflejo molido, que el espejo devolvía sin atenuantes. Nunca se había llevado bien con el entorno real que la sobriedad le ponía frente a sus ojos y, entonces, se escabullía ofuscado a recovecos oscuros, en donde las miradas juiciosas no podían tocarlo y dónde podía tomar sus amadas bebidas. Allí, por horas, se quedaba besando a la adicción, que fue siempre su única compañera fiel.
Semidesnudo, con su enfado habitual, permaneció en absoluta quietud frente al espejo, intentado matar las ganas desenfrenadas de ir a la alacena en busca de algún whisky barato, que le ahogue la sed y las penas. Trató de comprender cómo la vida había correteado sin rumbo a lo largo de los años, y cómo ahora la verdad se desvanecía, cuando tomaba conciencia de que el tiempo no transcurría; sino que permanecía impávido, absolutamente estático, y que por el contrario, él fue quién atravesó al tiempo.
Era sólo un adolescente cuando empezó a disfrutar de la bebida y a perder lenta, pero inexorablemente, sus rasgos aniñados, su expresión de carilindo. Y florecieron paulatinamente miles de gestos toscos, acompañados por una voz reseca y tronante que alimentó un lenguaje callejero, algo bruto pero, por sobre todo, extremadamente escueto.
La infinidad de cicatrices que ahora el espejo le dibujaba en todo su cuerpo; algunas apenas visibles, perdidas en medio de profundas arrugas añejas, y otras latentes; eran la prueba cabal de que no había sido un niño bueno, mucho menos alguien pacífico. Jamás respondió a un insulto o un agravio con la boca; siempre el primer paso fue un golpe. Y el alcohol le ayudaba a encontrar insultos y agravios incluso dónde no los había. Noche tras noche, por años, salía de su casa con el único fin de emborracharse y encontrarse, a la vuelta de cualquier esquina, con alguien que le recordara a él mismo en estado de sobriedad; y luego lanzaba su repertorio de trompadas.
En el camino hubo varios amores fugaces, que dejaron más o menos dolor, pero ninguno tan fuerte como para soportar la subsistencia dentro de su cuerpo embriagado, a excepción de la última mujer con la que durmió. Con ella tuvo una hija y un motivo para vivir; pero no lo supo ver; los vicios y su carrera a través del tiempo provocaron la separación inevitable, hace ya tres décadas. Y en la actualidad, las neuronas que el alcohol no venció, no alcanzan para permitirle recordar su nombre, ni siquiera puede completar mentalmente el rostro de la beba que alguna vez tuvo en brazos. Como si fuera un sueño incompleto, o un hecho de la realidad del que no tiene pruebas, y por lo tanto se desvanece cargado de inexistencia.
La inconciencia, que durante tanto tiempo lo gobernó, comenzó a extinguirse la semana pasada, cuando despertó en una sala hospitalaria y los médicos le informaron que no podría seguir atravesando el tiempo mucho más, que su carrera estaba acabando, con amplia derrota.
Era eso, exactamente lo que la sobriedad le permitía ver en el espejo, la indeclinable imagen de la derrota absoluta. Entonces, al comprenderlo, su rostro perdió cierta tosquedad, y un gesto misericordioso hacia él mismo lo apoderó. La fatalidad se vislumbraba cercana y el único color verdadero; el negro, el color que ven los muertos; cobró vida en sus ojos. No pudo, por más que quiso, completar el rostro de su hija, darle existencia al recuerdo, pero supo cuánto la extrañaba y cuánta falta le hacía. Inevitables vueltas de la vida.

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En una especie de festejo por haber alcanzado las 25.000 visitas, he realizado algunos cambios en el diseño (como podrán notar) que me dejan muy satisfecho. La imagen, de un lápiz sobre un anotador que acaba de ser borrado, sintetiza en cierto modo mi proceso de creación, que se basa en la corrección infinita (casi siempre mental) de cada frase, cada palabra y cada coma.
Prometo que este es el último cambio de diseño que hago.

Por otra parte, he colocado un botón en la columna del costado, para que puedan agregar fácilmente el blog a su lista de “Favoritos” o, si lo desean, debajo tienen la opción para convertir a Sólo el mundo y yo en su página de inicio.
Además, para agilizar la comunicación, he habilitado una opción para que ustedes puedan suscribirse al blog y recibir en su correo electrónico un aviso cada vez que publique una nueva historia. Para esto, lo único que deben hacer es dejar un comentario (en cualquier post y de la manera tradicional) con su nombre y su dirección de correo electrónico. Dicho comentario no será publicado ni podrá ser visto por otros lectores.

Espero que los cambios les agraden, ya que sólo pretenden agilizar la comunicación para que les sea más simple saber cuándo he publicado un nuevo relato. Si tienen alguna sugerencia no duden en enviarla. Les mando un abrazo a todos, y muchísimas gracias por ser incondicionales.

En el `Flower Power´.

Amaneció tardíamente aquella mañana, cuando el sol buscó, insistente, por dónde escabullirse de la barrera que un enorme cúmulo de nubes grises había formado; mientras el gigante rutinario iniciaba su despertar, con cientos que brotaban en cada esquina, amontonándose en alguna parada de colectivo, en alguna avenida o, simplemente, en la puerta del trabajo de turno.
Los alaridos del reloj se oían con un austero sabor a queja, harto de pasar inadvertido, cada mañana, por varios minutos. Cuando el brazo de Silvio se estiró, la habitación recobró su usual silencio. Durante un par de minutos él no reaccionó, pero luego, percatándose de que la casa había comenzado con su habitual canto mudo, actuó en conciencia un exagerado bostezo que tenía, como único fin, ahogar el espacio con el sonido de la existencia. Del otro lado de la cama se oyó un gemido de ella que intentaba funcionar como reproche, pero su difusa convicción aniquilaba con su objetivo y, por ende, el eco se desparramó en vano sin hallar receptor. Y un sonido que no se oye posee tanta existencia como una botella tirada al mar y perdida en la eternidad.
Después de una larga ducha, Silvio, a medio vestir, comenzó a afeitarse en el lavatorio, viendo el cansancio de sus ojos reflejados en el espejo nebuloso. En ese instante sintió el aroma del café que su esposa preparaba, y le causó repulsión. Otra vez, como ayer, y como hacía más de veintisiete años, el olor del desayuno llegaba en el momento en el que él estaba afeitándose. Odiaba esa casa funcionando de manera tan autómata, con aburrida perfección, con insoportable rutina. El hastío ya lo había sentido mucho antes de sus bodas de plata, pero en los últimos años ese sentimiento había crecido haciendo que los días comenzaran a olerle a putrefacción.
Sólo aquellas veces en que algo cambiaba por accidente eran, para Silvio, días en los que valía la pena sonreír, por lo menos en un par de oportunidades. Como la vez en que su esposa, al momento de preparar el desayuno, descubrió que el café se había acabado sin previo aviso. Ella se sabía perfecta, y por tal motivo era conciente que no se le habría pasado por alto ese detalle, por eso culpó a su marido. Silvio reconoció haberlo arrojado adrede la noche anterior, aunque su esposa nunca comprendió el por qué, y sigue pensando que el café estaba en mal estado.
Silvio atravesó a pie el centro del gigante rutinario, hasta su lugar de trabajo. No usaba medios de transporte por respeto a algunas infantiles convicciones que mantenía como despojos de su juventud. Las guardaba como tesoros preciados, nostalgias de una época inolvidable. Ya en su oficina de una gran compañía de seguros, trató de maquillar con un éxito moderado, como todos los días, el gesto impávido que la vida moderna le había impreso en su cara. Silvio soñaba con metamorfosearse, con despertarse un día y ver que un cambio tan radical le impedía vivir el mundo; pero esa transformación se negaba a suceder. Y entonces, simplemente, se rendía al oír el despertador cada mañana y se levantaba, se duchaba, afeitaba su rostro mientras olía el café, esquivaba los besos de su esposa y se refugiaba lejos de casa, todo el tiempo posible.
A la salida del trabajo; en el atardecer, cuando el gigante se alistó para dormir; Silvio caminó una cuadra, hasta el Flower Power, un bar muy pequeño y acogedor. Allí, sentado en una mesa especialmente reservada cada día, rememoró sus épocas de fuertes ideologías, cuando la segunda mitad de los sesenta lo encontró en Europa y creía que las utopías no eran tan utópicas, que la paz era posible, la libertad necesaria y los arco iris nocturnos un hecho. Vivió en Inglaterra, Holanda e incluso, en el sesenta y ocho, estuvo en París y formó parte del mayo francés.
El destino, la vida, tal vez lo inevitable del sistema o su esposa, lo hicieron formar parte de lo que odiaba. Y esa contradicción, conjugada con el agobio de lo cotidiano, el placer perdido, los besos fríos y el sexo descafeinado, fueron el cóctel que creció hasta resultar altamente explosivo. El límite de lo soportable ya había sido superado y esa noche su mente estaba tan atormentada que cualquier cosa hubiera sido posible. Silvio, además del whisky de siempre, le pidió al mozo, con timidez y confidencia, un cigarrillo de marihuana.
Se recostó sobre su silla, cerró los ojos y, mientras inhalaba rebeldía, sintió que un escalofrío recorría su cuerpo y le daba una tranquila paz. Era un sentimiento extraño, pero por alguna razón, altamente reconfortante. Allí descubrió que la metamorfosis no sucedería sola y sintió el sabor de la libertad, cuando comprendió que sobre lo único que tenía control, era sobre su vida.
Salió del bar ya de madrugada, mientras el gigante dormía profundamente, y caminó sonriente mirando hacia las alturas buscando algún arco iris nocturno. Rió a carcajadas; en soledad, en una callecita perdida; cuando halló el cielo lleno de esos arco iris. Cada uno se elevaba como un enorme portal frente a sí y tenía enormes ganas de atravesarlos. No estaba seguro de casi nada, pero sí de que no volvería jamás a su casa.

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Derretimiento del silencio.

Se amotinó en el silencio luego de aquella primavera cargada de delirios, en la que miles de sentimientos naufragaron penosamente ligados a un exilio doloroso, que no halló más razón de ser que la supervivencia banal, atada al instinto primario del seguir respirando. Y de ese silencio interior brotó la habilidad de saber decir sin decir nada, cuando comprendió que tenía el enorme talento de mentir despiadadamente una y otra vez, sin que nadie, ni sus clientes ni su conciencia, pudieran enterarse.
Cuando llegó a la ciudad; escapando de aquella primavera, hace ya una década; era sólo una adolescente que tenía el alma rota y un cuerpo exuberante. Por astuta o inconciente, convirtió su corazón en un bloque de hielo sólido, y luego a su cuerpo en el negocio más redituable. Rápidamente cobró fama; su habilidad era la de fingir con verosimilitud sorprendente el goce y, por encima de todo, podía hacerle creer a cualquier cliente que ella lo amaba como nadie. No vendía sexo, vendía amor eterno.
Indudablemente era una gran vendedora de ilusiones condenadas a la desintegración; quimeras que los hombres preferían creer; tal vez porque todos necesitan poseer alguna mentira piadosa que los haga sentirse mejor consigo mismo. También ella, porque cuando marchó de su casa, tras las muertes consecutivas de sus padres y el accidente absurdo de su hermano, sabía que el destino ya había realizado toda su parte, y no le quedó otra que llenar de mentiras y autocomplacencia el vaso vacío. Tan sólo parches que la razón monta para asegurar el mañana.
Detrás de sus frases hechas, de sus sonrisas dueñas de una inequívoca franqueza, de sus piernas eternas y sus ojos de aparente transparencia, seguía viviendo, como siempre, el inmenso silencio que era, en realidad, su único lenguaje, o el único resto de sinceridad que le quedaba a un corazón que la frialdad le había quitado la voz.
Es imposible saber con certeza hasta cuando la realidad rutinaria puede llegar a extenderse, porque sus únicos enemigos son los accidentes, y éstos tienen, como condición de ser, la capacidad de jamás mostrarse como predecibles.
Por eso, cuando ella se descubrió embarazada, supo que su realidad iba a cambiar indefectiblemente, por más que intentase resistirlo. Es que, a veces, cuando no hay más motivación que la de la supervivencia y cuando sólo se conoce una realidad, es difícil no temerle al cambio, por más que el estatismo sea odiado, o simplemente asimilado. El aborto que ella se practicó tenía el fin de dejar intacto todo ese desastre tan prolijamente armado alrededor de las mentiras y el frío del hielo.
Pero el accidente había sido lo suficientemente trascendente como para simplemente olvidarlo. El dolor comenzó a sentirse cuando el tímido derretimiento del corazón se inició; y las mentiras, para disimular su tristeza o para alegrar a clientes, dejaron de oler a verdades, tal vez porque ella misma dejó de creerlas, o simplemente porque estaba harta de ser lo que no era.
El negocio cerró sus puertas.

Fue duro el retorno, casi tanto como abrir aquel umbral después de los años transcurridos y hallar, salvo por el polvo acumulado, todo exactamente igual, hasta los portarretratos de la boda de sus padres y la cama tan prolijamente tendida. Y el pequeño pueblo donde había nacido seguía siendo dueño de esa tranquilidad sutil que cobijaba en su interior recuerdos dolorosos, pero que sin embargo habitaban con un dejo de liviandad que hacía que el tormento se disuelva pacíficamente y que, por las mañanas, el levantarse no fuera tan pesado. Incluso, algunos días, hasta sentía una escrupulosa euforia y ganas de sonreír sin tener que actuar.
Consiguió trabajo en una oficina como empleada estatal. Sus días, lo sabe, son tediosos y rutinarios; pero, sin embargo, el corazón ya no habla a través de los largos silencios atroces de antaño. Por estos días se la ve relajada aunque incompleta, pero ella no buscará el cambio; espera que, como antes, algún accidente del destino le regale por fin una buena sorpresa, como un esposo y tal vez un par de hijos. Y así, y sólo así, el vaso vacío comenzará a llenarse con sentimientos y verdades.

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