Ventana a una noche.


Álvaro entregó esa noche todo el amor, la pasión y el deseo que durante treinta y tres años había alimentado. Ni su sutil belleza ni su buena posición económica pudieron nunca antes conquistar algún corazón, y la soledad había sido moneda corriente en vida desabrida de sábanas frías. Pero semanas antes a esa noche, cuando el azar o el destino; o ambos; lo encontró en el camino de Lía todo cambió, y así Álvaro se vio sumergido en un frenesí de locura e insomnio. Locura por llegar a sus labios, insomnio de espera desesperada.
Lía no era una belleza extraordinaria, sino una suma de detalles y actitud que la convertían en atractiva e intrigante. Él, tal vez con su mirada inocua de tipo apasionado, la conquistó lentamente y se dejó conquistar perdidamente. Por primera vez podía sentirse pleno y cargado de felicidad, la sola presencia de Lía lo regocijaba de alegría y esperanza; y podía permanecer por horas escuchándola y acariciando sutilmente su mano.
Álvaro planificó la noche mágica con mucho cuidado. Primero la llevó a pasear por la Avenida Olimpia; tomados de la mano caminaron por sus largos bulevares cargados de frondosos tilos y disfrutaron de las casas estilo art decó. Rieron, se abrazaron y hasta un par de besos tibios pasaron de una boca a otra. Luego entraron a un fino restaurant y bajo la luz de las velas cenaron sin poder quitarse los ojos de encima. Irradiaban amor y ternura en todo el ambiente, lo que allí estaba naciendo era imposible de ser ignorado por ningún cupido. Luego, Álvaro la llevó hasta su casa majestuosa donde interpretó a Bach en el piano de negro impecable y al terminar, incentivados por el deseo y algunos besos, fueron juntos a la habitación. Allí Lía abrió el enorme ventanal con vista al mar y le pidió a Álvaro que apague la luz. La Luna llena hacía rebotar su luz en el mar multiplicándose para luego entrar por esa habitación y desparramarse sobre el parqué que, conjugada con el sonido del mar intratable, hacían de ese lugar la cuna del romanticismo. Los besos más apasionados nacieron en el umbral de esa ventana. Álvaro abrazó a lía con fuerzas y derritió sus labios en los de ellas, se sintió soluble, etéreo. No había pensamientos, ni conciencia, sólo el latir de su corazón y el calor de su alma. Entrelazados y desnudándose mutuamente caminaron hacia la cama, se lanzaron hacia ella y dejaron que la pasión los envolviera. Sobre ella, desnudo, ardiendo, Álvaro supo lo que era la felicidad; en ese momento, viéndola sentir su placer, él entendió que ese momento era sublime y sonrió mientras Lía soltaba un profundo gemido y lo abrazaba con fuerzas y clavaba suavemente las uñas en su espalda. Él se desplomó, extasiado sobre ella y no pudo contener su gran sentimiento.

- Te amo.

Lía calló en un silencio ensordecedor que Álvaro no pudo escuchar cegado por la felicidad. Abrazado al cuerpo desnudo de ella se durmió tan profundamente como nunca antes lo había hecho, sintiendo una enorme paz y sin entender el concepto del tiempo.
Lo peor de los sueños es el despertar, que acarrea realidad.
Álvaro despertó, por la mañana, iluminado por un sol gigante que, como la Luna antes, ingresaba por el enorme ventanal acompañado por el susurro del mar. Miró a sus costados y se encontró solo, aún desnudo, en el vacío de las sábanas de seda blanca. Por más que buscó en toda la casa, no encontró ni huellas ni retazos de Lía. Se había marchado, tal vez para siempre. Durante los días posteriores Álvaro buscó en los lugares que Lía solía frecuentar algún despojo que le confirme que esa noche había existido, que no había sido un sueño cruel. Aunque nada encontró, Álvaro supo que había sido real y eso fue lo que más le dolía; el único amor de su vida, a quién él todo había entregado se marchó sin más ni más en el amanecer de la noche más fantástica, en el comienzo de un para siempre. Lloró durante meses su partida e incluso aprendió a odiarla.
Lía jamás volvió a aparecer y Álvaro nunca dejó de buscarla. Los años pasaron y en su corazón no halló un lugar para otra mujer. Aún su mirada se mantiene inocua, pero las arrugas han convertido su cara en la de un anciano. Jamás olvidará esa noche de enero, cuando él tenía treinta y tres años, que significaron el sufrimiento de los cuarenta y cinco años posteriores. Porque si su vida, antes de Lía, era desabrida el después fue mucho peor, con el sabor del abandono y el dolor del corazón roto. Álvaro está ya en su lecho de muerte, en su habitación, como siempre solo. Hace dos días que no puede levantarse de la cama, pero esta mañana usó todas sus fuerzas para ir hasta el ventanal y abrirlo. Quería que su último suspiro sea con aire de mar. Lía significó demasiados años de sufrimiento, pero Álvaro sabe que esa noche fue lo único que valió la pena en su vida.
Iluminado por el sol naciente, con una sonrisa en su cara, él volvió a vivir en su imaginación esa noche y se dejó llevar en paz a cualquier lugar.

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Fabricante de peceras.


Es difícil saber en qué mundo se habita, cuando se está rodeado de tantos; cuando para protegernos nos fabricamos un nuevo universo, y luego otro, cada vez más pequeño, que nos cobija y nos convierte en seres invisibles. Eso era lo que a Lucas le sucedía. Con tan sólo seis años debió aprender a convertirse en el mayor fabricante de mundos, uno más pequeño que el otro.
Es un niño de rostro angelical, de pelo castaño, tez clara y ojos de mirada penetrante; de sinceridad inmutable y transparencia absoluta, con un dejo de nostalgia en cada uno de sus movimientos, en cada pestañear. Muy pocas veces se lo vio sonreír a Lucas; vive retraído en esa habitación, de grandes ventanales que dan a un enorme parque lleno de pinos y flores, con el césped cuidadosamente prolijo. Sale poco de allí, ese tal vez, sea su primer mundo. Su mejor compañero, además de su alma, es ese pececito, solitario y abstracto como él, que nada en una pequeña pecera sobre un mueble de madera y aluminio.
Lucas pasa horas mirándolo y cuidando de él. Tal vez haya algo que los une; incluso a veces ambos parecieran estar petrificados en la mirada del otro y estar hablando sin hablar, entendiéndose, atrapados cada uno en su pecera, en su mundo. Lucas no tiene hermanos, es único hijo de familia acomodada, con padres jóvenes que deben trabajar demasiadas horas al día para mantener peceras felices a la vista, cargadas de tristeza en lo profundo. Pero eso, tal vez no sea lo que a Lucas le moleste, sino que pocas son las veces que sus padres no pelean cuando están en casa.
Al oír los gritos, Lucas agarra la pecera, se esconde debajo de un escritorio, y con una sábana termina de fabricar su mundo más pequeño. Allí llora, mientras mira su amigo parece entenderlo. Nadie, más que el pez, sabe que demasiadas lágrimas se han vertido debajo de ese escritorio; que, con seis años, Lucas sufre tanto que pareciera que su sonrisa se extingue cada día y desaparece escondiéndose en esa mirada que desborda de suplicios acallados y lágrimas secretas. Allí, con los oídos tapados permanece un largo rato, hasta que está seguro que la discusión terminó. Luego sale, acomoda a su amigo en su lugar y se quedan charlando, absortos ambos.
Hace poco, las típicas discusiones se hicieron más acaloradas. Lucas, por más que lo evitó escondiéndose bajo el escritorio, escuchó el portazo que marcó un final y un principio. El matrimonio de sus padres había terminado y, con suerte, también las discusiones. Lucas enseguida comprendió. Secó sus lágrimas y, en puntas de pie, salió de la habitación. Caminó lentamente hacia el living y allí, sin dejar verse, vio a su madre llorar sentada en el sillón como nunca antes lo había visto. Lucas la miró un largo rato, pudo observar que ella ya no llevaba su alianza y notó que bajo sus pies había una foto arrugada y rota.
Lucas se acostó esa noche pero poco pudo dormir. Esta vez había llevado la pecera a la cama y pasó la mitad del tiempo mirando a su amigo.
Al día siguiente, Lucas se levantó y alistó rápidamente. Colocó algo dentro de una mochila y salió de la casa aprovechando que su mamá ya estaba en el trabajo y la señora de la limpieza estaba en el parque. Caminó mucho, tomó un colectivo, volvió a caminar hasta una estación de trenes y allí se subió a un tren. En el mundo real, penosamente real, Lucas parecía moverse como un pequeño hombrecillo. Cargando siempre su mochila, observó a través de la ventanilla del tren el ir y venir incesante de la gente, y volvió a sentirse dentro de una pecera.
Se bajó en una estación y camino dos cuadras hasta llegar a un sitio que muchas veces lo había hecho feliz; la playa. Allí solía ir con sus padres hacía tiempo. Caminó por la arena y al llegar a la orilla sacó de la mochila la pecera con su amigo. La colocó en el agua de costado. No obligó al pez a salir, esperó que él decida. Allí estuvo un largo rato, mirando como su único amigo llegaba hasta el límite de su refugio y volvía a entrar, hasta que en un momento tomó valentía y marchó a la inmensidad del mar. Lucas lloró.
Tuvo cuidado de entrar a la casa sin que nadie note que no había estado y se fue a su habitación. Allí se sintió solo y preso. Al anochecer caminó lentamente otra vez hacia el living donde vio a su madre otra vez sentada en el mismo sillón, con la mirada perdida. Lucas se acercó, y con los ojos humedecidos la abrazó. Ambos permanecieron largo rato abrazados sin decir palabra. Hasta que Lucas, se acercó al oído de su madre y en un susurro dijo sus primeras palabras en días.

- Ahora yo te voy a cuidar a vos.

Las peceras y los mundos se hicieron añicos en un segundo. Y Lucas salió a la inmensidad del mar.

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Había algo más que ese espejo de agua teñida por el musgo; algo invisible, fantásticamente atrapante, tan puro que vencía el olor destilado de las fábricas, tan abstracto que provocaba el silencio en medio del bullicio. Sí, allí morían los colores, se desteñían lentamente hasta desvanecerse en las ondulaciones del agua y los rayos del sol comenzaban a apagarse al entrar en esa atmósfera, y uno podía ver como su brillo comenzaba a desaparecer lentamente hasta convertirse en una luz muerta, de un gris decrépito, que convertía a las rocas en dibujos sepulcrales y al agua en un mar de nostalgia infinitamente calma. En aquel sitio el horizonte, para cerrar el cuadro, se escondía detrás del espeso humo de las chimeneas que nunca dejaban de escupir su dolor.
Y, sin saber por qué, allí Luz podía encontrar paz. Cada día caminaba, con la cabeza gacha, decenas de cuadras, atravesando multitudes desdeñosas, hasta llegar a su lugar en el mundo. Se sentaba sobre una roca, cerraba los ojos unos instantes y al abrirlos toda la basura de la ciudad se había marchado, sólo quedaba ese universo gris que la cobijaba con su frialdad y su ausencia, la abrazaba y le daba volumen a sus pensamientos. Luz podía permanecer por horas, en silencio, acompañada por su meditación, viajando con sus fantasías. Era, tal vez, la única manera de olvidar los fantasmas.
Luz nació hace poco más de tres décadas; tuvo una infancia feliz y sin más cualidad que la normalidad. Estudió y con esfuerzo logró convertirse en contadora. Inmediatamente después conoció a Nacho, abogado, de rostro rústico y personalidad despreciable. Al principio fue dulce y romántico, pero luego del casamiento comenzó a imprimir sus decisiones y su machismo en cada elección de Luz; la obligó a dejar el trabajo y resignar sueños, su hosquedad tomó un tinte más violento y las negativas de su esposa comenzaron a ser respondidas con golpes. Luz no recuerda por qué permitió la primera trompada, tal vez porque él volvió llorando y pidiéndole perdón de mil maneras. Luego hubo otros acontecimientos así pero muy esporádicos. Luz siempre perdía la bronca con la primera lágrima de él.
Desde hace tres años, Luz vive un calvario; las palizas son cosa de todos los días y cada una es peor que la anterior. Ella sabe lo que es el terror, sabe lo que es permanecer encerrada tras la puerta del baño, llorando y temblando, semidesnuda, ensangrentada y con el alma rota en mil pedazos. Sus moretones ya son imposibles de ocultar; su dolor y tristeza también. Pero no puede dejarlo, la invade el miedo, porque las amenazas de él son continuas y reales.
Luz vive cuidándose de no enfadar a Nacho, pero él tiene la habilidad de encontrar siempre una buena excusa. Difícilmente esta situación mejore y ella lo sabe. Cada día, mientras él trabaja, Luz camina hacia su roca, hacia su lago, hacia su universo; dónde es intocable. Pero siempre tiene que volver. Siempre. Y eso la hace odiarse; se menosprecia tanto que cree que su esposo tiene razón en golpearla. Pero anoche el vaso se rebalsó. Él llegó del trabajo tarde y de mal humor, su saludo le rompió la nariz a Luz y luego de levantarla y arrastrarla hasta la cama la obligó a tener relaciones. Luz fue violada por su esposo.

La desesperación siempre provoca una reacción desesperada. Siempre, inevitablemente.

Hoy Luz, como todos los días, está en su roca, llorando, a orillas del agua. Pero hay algo distinto; hoy ella no esperó a que su marido se vaya a trabajar para salir de casa. Él aún está acostado en la cama, con el detalle que tiene un agujero de bala en su pecho y nunca más podrá levantarse. Luz, como siempre, caminó hacia su lugar, al llegar se quitó la ropa que la hacía sentirse sucia y allí está, esperando desnuda que la policía venga a buscarla. Llorando, dejándose viajar en sus fantasías y acompañada por el silencio.
El juez dirá que actuó en defensa propia y Luz ya no tendrá que escapar otra vez a su universo gris de silencio sepulcral.

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La desesperanza de ser nadie.

Fue un día cualquiera; simplemente no soportaba más. Descendió del colectivo con su arma, se paró en el medio de la vereda. Observó; había cientos de peatones. Hernán sacó el arma de su cintura, alzó sus brazos y comenzó a disparar. El cargador se vació en distintos cuerpos.

Creció como un árbol solitario al que no le llega la luz del sol, así supo hacer del silencio su lenguaje. Habitación de dos por tres es su refugio y su cárcel, allí las paredes suelen inclinarse sobre él. Hernán, observa, siempre observa; aún cuando parece más inerte, él siente, y sufre. Fue talentoso en eso de la mediocridad, jamás pudo ser un buen alumno, mucho menos deportista destacado. En la escuela no era ni el buen compañero, ni el gracioso, ni el alborotador; era, tan solo, una sombra silenciosa de escasa consistencia. En su casa todo era peor, por eso Hernán suele pasar los días detrás de sus auriculares, tapando los ruidos del mundo, escondiéndose de lo palpable, lo real. Su música lo transporta, con ella suele confundir lugar y tiempo. Pasan las horas y los días sin que Hernán vea a alguien, encerrado en su dormitorio. Simplemente sabe que su padre no está y su madre está esperando que él triunfe. Hernán es realista, jamás será alguien. Pero duele. Porque cuando los auriculares no los tiene en sus orejas puede escuchar. Y oír suele significar entender. Hernán entiende que mientras él permanece escondido en su universo, la madre aprovecha muy bien el tiempo para repetirle una y otra vez al padre que hubiera preferido no ser madre, que odia tener un hijo fracasado. Hernán tiene dos amigos, su música y su pistola, con la que juega noches enteras haciéndola dar vueltas en su dedo índice. Algunos días, cuando se levanta de humor, para escapar de los reproches maternos toma el colectivo y va a practicar tiro a un polígono. Pero últimamente eso lo estaba aburriendo. Antes, vaciar un cargador le daba adrenalina y un sentimiento que de otra manera no podía sentir: poder. Pero disparar contra esos cartones blancos, sin rostro ni vida, ya lo cansó. Ahora encontró una nueva salida diaria; se sienta en la vereda a escuchar música y observar el barrio. Allí los gritos de la madre no llegan. Los vecinos lo miran y piensan que es un joven educado pero extrañamente raro, aunque ninguno jamás se acercó a preguntarle cómo se sentía.
Y Hernán continúa como un árbol solitario sin vida. Recuerda que una vez una chica se interesó en él, pero su madre la alejó alegando que una novia lo distraería y no le permitiría triunfar. Pues siguió solo; la facultad lo abandonó, el trabajo no lo encontró, y la iniciativa de tomar su vida por las riendas aún no ha llegado. Es un ser marchito, a simple vista pareciera conforme con esa condición, pero detrás de sus ojos hay una desesperante pequeñez. La multitud de la ciudad lo dejó solo, su padre nunca estuvo y la madre lamentablemente está. Hernán jamás alzó la voz, jamás se enojó, jamás entendió lo que era la furia, simplemente aceptó. La semana pasada hubo días de lluvia incesante y Hernán no salió de su habitación. Allí jugó con el arma y escuchó música, allí vio las paredes inclinarse sobre él y la habitación convertirse en cárcel. La madre, al tercer día, comenzó a golpear la puerta y a gritarle que saliera, que era un fracasado, un ermitaño y otras cosas que un hijo no debería escuchar. Hernán escuchó el furioso discurso durante varios días seguidos; esta vez la música alta no tapaba los gritos. Al noveno día el hartazgo alcanzó su límite. Hernán cargó el arma, como un día cualquiera, abrió la puerta y salió de su casa. Tomó el colectivo. En el viaje pensó en su vida, miró por la ventanilla y vio al mundo que le dio vuelta la cara. Lo odió. Por primera vez en su vida tuvo un sentimiento intenso. Siempre fue invisible y también estaba cansado de eso. Se bajó del colectivo. Se paró en el medio de la vereda y observó. Tenía los auriculares puestos, se había trasladado, no podía ubicarse ni en lugar ni tiempo. Pensaba en su madre, en el odio, en el silencio. Vio gente feliz sonriendo. Los odió. Hernán sacó el arma de su cintura, la alzó, miró al mundo y gritó mientras vaciaba el cargador en figuras con rostro y vida.

Estruendos. Gritos. Cuerpos apagados que caen. Veredas ensangrentadas. Pánico. Gente que corre. Silencio. Abrumador silencio. Ya nada será igual: algunos inocentes no volverán a vivir y Hernán ya nunca será invisible.

(Basado en un caso real)

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Juan es una criatura de las calles y la urbe, de ningún lado y de todos. Anda tropezando con la vida desde pequeño, rumbeando las sombras, siendo dueño sólo de su presente tan escaso, tan volátil e inexistente. Puede vérselo en cualquier calle, esquivando a la sociedad que en cualquier momento lo aniquila, siendo prescindible de todos, siendo sólo un retazo de vida que nadie quiere abrazar. Está perdido, desprotegido; tiene mirada de maldad que es el disfraz perfecto para esconder la fragilidad, el pedido de ayuda incesante.
Nació y murió el mismo día; hijo de madre adolescente, fue abandonado muy temprano bajo un puente. Alguien lo rescató y vivió en orfanato hasta que los abusos de todo tipo lo hartaron. Huyó. Esperaba encontrar algo, aunque sea algo de luz. Pero el pobre de Juan conoció las calles, las veredas, el frío, el desamor. Durmió en plazas, veredas de bancos, en puentes, casas tomadas, en trenes que siempre lo traían de vuelta, o en ningún lado. Aprendió a comer sobras en bolsas de nylon y a olvidar su vida aspirando pegamento. Sabe lo que queda cuando ya no queda nada, tiene bien en claro el significado del desamparo. No hay dudas.
En sus ojos el mundo se ve muy distinto, allí no se refleja la inflación, ni el precio del oro; allí hay necesidades básicas insatisfechas, verdaderas necesidades. Hay hambres día por medio, falta de abrigo cada invierno, y dolor en cada suspiro. Juan no tiene ni para alimentar su rencor, Juan no odia, ni cuestiona; no envidia, no ama. Se margina en las largas tardes tirado donde haya caído, con los ojos perdidos, un poco para no ver y otro tanto por el efecto del pegamento. Allí transpira sueños que duelen, aleja fantasmas e imagina de donde sacar la comida de la noche. Sólo eso. Horas y horas sin nada en qué creer. Y todo el mundo ajeno.
Juan es para la sociedad una mirada de reojo, un desperdicio, una fábrica de prejuicios, un chorro, un vago. Como si todos prefirieran pensar que nada pueden hacer. Tal vez ya esté perdido. Seguirá, seguramente, cubriéndose de las lluvias, corriendo palomas en plaza San Martín, o llorando en el cordón de la vereda que es su único pasatiempo. Allí las lágrimas caen y son llevadas por el desagüe, allí la frustración de no poder ser es alejada hacia las alcantarillas y perdida, aunque sea, por un rato. Nada queda. Nada hay.
Muerto en vida, trata en vano de encontrar pecados que confesar para pedir la redención de Dios, que nunca atiende el teléfono de los pobres. Le han robado (le hemos robado) todo, hasta la creatividad para delinquir. Es el precio del bienestar de unos pocos, tal vez. No lo sé. Juan es de todos pero nos duele a pocos.
Es chico de historia corta y amarga. Y por eso morirá, quién sabe cuándo ni dónde. Pero morirá y nadie lo recordará, nadie llorará en su lecho, nadie lo extrañará. Pero Juan no se irá, volverá a nacer y a vivir en cada cuadra, delante de nuestros ojos remisos, frente al banco o en la plaza, revisando la basura, buscando a quién culpar. Porque el problema es que Juan es uno multiplicado por demasiados niños sin techo que piden ayuda y encuentran indiferencia. Y nada hicieron, sólo fue la jugada del azar, y la inacción de una sociedad entera.
Resultados de la apatía y el egoísmo, son niños de almas apropiadas sin futuro, son lágrimas que corren a orillas del cordón, desconsuelo al por mayor; son hojas en otoño, son suspiros fríos, son miradas perdidas, ojos nunca antes vistos. Son como nosotros, pero sin todo lo demás.

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Un hipo de veinte años.


Parecía que estaban destinados a estar unidos para siempre, pero las curvas de la vida disienten un poco de los sueños. Laura y Adrián crecieron juntos, vivían en la misma cuadra en barrio familiar; allí donde las puertas aún permanecen sin llave; y de muy pequeños disfrutaron de la compañía del otro. Entre ellos no había secretos, tenían una gran amistad dada por la inocencia de la edad que luego le iba a dar, inevitablemente, paso a un sentimiento mayor.
La adolescencia los encontró enamorados profundamente, perdidos entre besos y miradas. El día que decidieron explorar la sexualidad juntos fue mágico para los dos, como el final de un cuento hermoso. Pero lo que sigue a los finales nunca es apetecible para los paladares dulces; el padre de Adrián falleció de un cáncer fulminante y la economía del hogar lo obligó a abandonar la secundaria y trabajar. A pesar del amor incondicional de Laura, las aspiraciones que le exigía el mandato familiar la obligó a marchar a gran ciudad en busca de estudios universitarios. Y ese fue el fin, porque no importa qué tan grande es el amor cuando las vidas siguen caminos distintos y la distancia es invencible; y el dolor de no poder ver ni abrazar ni acariciar obliga a arrojarse a otros brazos.
Adrián, tipo honesto y laburador, fue panadero, ayudante de cocina, mozo y hasta alguna vez se tragó su orgullo y lavó parabrisas en esquina de avenida. Hoy, por suerte, está afianzado en el asiento de conductor de impecable taxi. Hace años que no ve a Laura aunque jamás la olvida. Sabe que se recibió con honores, que viajó al exterior y triunfó, que fabricó carrera prominente que no hizo más que establecer una muralla de ego entre ambos. Hubo, por un tiempo, cartas y llamados telefónicos, pero sus vidas eran demasiado distintas para seguir compartiéndolas. Y sin decir nada los dos lo notaron, y así como así, un día cualquiera, descubrieron que la última palabra ya se había dicho y lo que siguió después fue el silencio. Silencio abrumador de vergüenza y lástima.
Había kilómetros entre ambos pero había algo que sin unirlos los unía; la nostalgia infinita, el poder evocar; en las noches de insomnio; esas tardes de verano en la cuadra, de juegos y corridas, aquellas miradas que adivinan de memoria al otro, las caricias que consuelan, o aquella noche que fundieron sus cuerpos en el calor del amor.
Adrián tuvo parejas más o menos estables cuya fecha de vencimiento estaba establecida por el día en que comienzan las comparaciones; y ninguna podía salir ilesa. Así, entre el desamparo de la soledad y la soledad de la compañía, Adrián atravesó infinitas cuadras sobre el taxi. Y aunque nunca lo admitió, mientras maneja siempre busca a Laura entre los peatones; es una búsqueda desesperada y frustrante, a sabiendas que no hay posibilidades de un milagro de ese tamaño, pero nublado por la esperanza de los enamorados.
Fue un día en el que el cielo estaba caprichoso, por la mañana había llovido y luego paró, las alturas fueron gobernadas por espesas nubes grises que de a poco se disiparon y, para la media tarde, apenas podían cubrir el sol que de vez en cuando proyectaba algún haz de luz punzante en el cielo. Adrián jamás olvidará aquella nube ni tampoco cuando detuvo el taxi en una esquina y subió Laura.
Ambos se miraron, nadie habló. Las palabras sobraban en esos primeros minutos. El tiempo se dilataba y contraía de manera extraña, Adrián se turnaba para mirar el cielo y luego el espejo retrovisor. Laura quería vomitar extenso discurso pero la primera palabra la detenía y su impotencia hizo aflorar un río de lágrimas silenciosas. Adrián mordió su labio, la miró y controlando su voz para que no se quiebre preguntó adónde iba. Ella murmuró algo que sólo podía comprender quién mucho la conocía; y Adrián comenzó a manejar. El viaje fue mucho más corto de lo que los dos hubiesen querido, casi un suspiro que no alcanzó a darle tiempo al querer frente al no poder. Al llegar a la terminal de ómnibus, Laura le dio a Adrián con rapidez atropellada un billete y se bajó con su maleta. Él arrancó y condujo con velocidad a ninguna parte. Luego estacionó y lloró. Lloró y golpeó su cabeza contra el volante, y arañó su rostro tatuando la impotencia y la bronca en su piel, y lloró y pensó en hacer retroceder el tiempo. Sentía como su corazón se pudría en la tristeza y el saber que su única oportunidad había sido desperdiciada.
Ahora todo estaba perdido. Secó sus lágrimas, miró de nuevo la nube y la odió. Luego observó el billete con el que Laura había pagado su viaje al adiós. Adrián se quedó estupefacto. Volvió la mirada a la nube y sonrió: el billete tenía escrito con lapicera una palabra; perdón; y un número de teléfono.

Parecía que estaban destinados a estar unidos para siempre, pero no era cierto: en el medio hubo veinte años de distancia y tristeza.

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Vive hundido en su propia resignación de pasado sin consuelo y futuro nebuloso, atravesando las calles opacas, llenas de prejuicios, temores y ningún amor. Perdido, lejano, absorto. Tan sólo un híbrido de la sociedad. Las utopías no llegan a la conciencia de Omar, ni la alegría ni el dolor. Ha vivido los últimos años buscando crecer sin florecer, jamás le ha llegado la luz del sol y su color empalideció convirtiéndolo en un fantasma, en un ermitaño. No quiere recordar si alguna vez tuvo casa, ni quiere pensar en el pasado, ni en el tiempo; guarda en su bolsillo un reloj de oro sin cuerda, relegado para siempre. Hoy Omar vive bajo el pino de plaza Moreno donde duerme desde que empieza a aclarar hasta bien entrado el ocaso. Como los fantasmas, Omar camina sin destino cada noche a ningún lado, buscando, a veces, qué comer; otras dónde morir.
Sus millones de arrugas dicen que tiene mil años, pero debe tener menos; es igual, porque el tiempo ha sido su único compañero, pero su peor enemigo y su mejor aliado, aunque él no lo sabe. Alguna vez contó, embriagado, que era abogado, que tuvo familia; esposa y dos hijas. Había posición de clase media acomodada, linda casa, pileta en el verano y amor eterno. También hubo secretaria veinteañera trepadora que insistió hasta que Omar se dejó llevar por la tentación. Olvidó códigos y conciencia y oscureció alma creyéndose enamorado. Dejó todo: una esposa que cambió el amor por rencor eterno, una hija de doce y otra de nueve. Su mundo giraba totalmente ciego alrededor de esa muchacha que reclamaba, incesante, muestras de amor con forma de billete: era una secretaria con ganas de dejar de serlo.
Omar decidió invertir todos sus ahorros en nuevo negocio manejado por su novia, tal vez porque estaba enamorado, o a lo mejor porque sabía que era un amor comprado. La muestra de cariño fue grande y la estupidez gigante: Omar puso todo a nombre de ella.
Al volver de viaje de negocios descubrió que era un mendigo; su novia había vendido todo y se había marchado a España con novio de veinticinco. Como un perro mojado y arrepentido Omar quiso regresar a su casa pero su esposa no guardaba segundas oportunidades y las niñas habían amamantado un odio creciente y rabioso contra su padre.
Y él comprendió que ya nada quedaba, porque podría haber intentado rehacer su carrera y acumular algún dinero nuevamente, pero ningún sentido tenía porque su resignación y el odio hacia sí mismo eran demasiado grande. Con lo puesto ese día durmió bajo el pino de plaza Moreno; se abandonó totalmente y quiso detener las agujas del reloj, no se afeita porque cree que cada vez que despierta es el primer día, tampoco lava su ropa ni arregla su pelo. El tiempo lo deterioró con velocidad; todavía lleva el traje que hoy parece un harapo mugroso. La gente lo mira con asco, pero a Omar no le molesta; él siente lo mismo. Desde aquella época los años han pasado de manera extraña y nadie sabe con exactitud si fue ayer o hace cien años que el tipo era una persona presentable. Para él cada día es igual, negro de noche y terriblemente negro de día. Sus sueños no existen, las pesadillas atormentan pero se tratan de ignorar.
La semana pasada Omar se acostó a dormir con el amanecer, pensando en esa mujer que se cruzó la noche anterior y que al verlo reemplazó el asco de su cara por dolor. Hubo algo en esa mirada que él no entendió y le dejó una inquietante inquietud. Omar durmió profundamente como siempre, ignorando el mundo que le pasa a su alrededor y sufriendo sus pesadillas, pero al mediodía despertó sobresaltado; abrió los ojos y vio a una mujer arrodillada a su lado, con lágrimas en los ojos. A veces el tiempo daña y a la vez cura, siempre fue así y siempre lo será. Omar quiso detener el tiempo pero éste siguió y algunas cosas cambiaron sin que él pueda notarlo. El odio que sus hijas amamantaron creció, envejeció y murió antes que Omar.
"Hola papá."
Hoy Omar se levantó cuando todavía era de día y fue al baño de la estación donde se afeitó y se cortó el pelo. Cambió sus ropas por otras bastante viejas pero limpias que hacía tiempo había encontrado en la basura. Se miró al espejo, sonrió. Aún duda si de verdad sucedió aquello la semana pasada o fue un sueño tramposo. Va camino a la casa de su hija, porque es el cumpleaños número cinco de su primera nieta. Antes de tocar timbre observa su muñeca: lleva el reloj de oro que marca las ocho. Omar se guarda una sonrisa para sí.

Y el tiempo vuelve a correr.

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4.000 niños mueren al día por beber agua en mal estado:

Unos 4.000 niños mueren al día a causa de la diarrea provocada por beber agua en mal estado y 1.400 mujeres pierden la vida cada día durante el embarazo o el parto por falta de asistencia médica adecuada, según los datos recogidos en el informe De interés público de la ONG Oxfam Internacional y WaterAid. En el estudio se destaca además que sólo los Estados tienen la capacidad de garantizar el acceso a estos servicios en la escala necesaria como para transformar la vida de millones de personas que viven en la miseria. Sin estos servicios sociales básicos, los países en desarrollo no serán capaces de alcanzar los Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM), acordados por los líderes mundiales en la ONU en el año 2000, según ha recordado la ONG. (fuente: Diario El País de España)


 

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