A penas, apenas.

Apenas podía tejer razonamientos ilógicos; su mente poseía tanta turbación que era imposible descifrar, incluso para él, el lenguaje de sus pensamientos, tan claros como un crucigrama sin terminar. Franco esperó, zambullido en el sofá, otras tres o cuatro horas interminables y lo suficientemente ácidas como para convertir en polvo una esperanza fugaz. Pero el teléfono no sonó, como antes.
Para ese entonces la noche estaba ya muy avanzada, posiblemente también la madrugada. La penumbra, que otorgaba un televisor ignorado, no alcanzaba para hacer perceptible ni un despojo de vida más allá de esa figura abstracta que él formaba en simbiosis con el sofá. El cuarto de hotel se había transformado en una celda purulenta y, allí, las ganas de llorar se entremezclaban con las de salir corriendo, las de huir con velocidad de su propio fracaso. El teléfono seguía sin sonar y cada lágrima tenía el sabor de la piel de ella.
Franco había viajado dos mil kilómetros para verla, para reencontrarse con Juana y llevársela para siempre con él. Cuando finalmente se hallaron, hicieron de ese mismo cuarto una luna de miel de seis días consecutivos y acalorados. A él no le importó que ella, en los largos años de separación, se hubiera casado y convertido en madre de una niña. La pasión conjugada por la ceguera del amor y la felicidad era motivo suficientes para ver con optimismo el futuro. Pero todo eso tenía fecha de vencimiento, porque el teléfono no sonaba, las lágrimas continuaban con el sabor de su piel y Juana no iría. El olor de la ausencia hacía evidente que ella se había arrepentido de la propuesta de escaparse juntos, con su hijita, a algún lugar.

Apenas respiraba y su corazón latía con desenfreno, estaba paralizada, envuelta en un inmenso temor, con todo su cuerpo sumergido en un temblequeo que parecía estar a punto de quebrar su delgada figura. A Isabel, que aguardaba en la cama, aún le brotaba de su mejilla el ardiente calor de aquella bofetada. El encierro de la habitación le oprimía el pecho y lanzaba un silencio mortal en el limitado espacio cargado con aire denso. Pero la puerta seguía sin abrirse, aunque no por mucho tiempo más.
Isabel sabía que la noticia iba a causar conmoción, porque los conocía; tenía perfectamente claro que sus padres, siempre tan rígidos, condenarían su actuar. Pero esa noche tomó valor de donde pudo y dijo la verdad que no iba a poder ocultar por mucho tiempo más; en su vientre crecía un niño y nadie podía saber con certeza quién era el padre. Los últimos meses habían sido para ella una carrera por la cornisa de la moral, lo correcto y la experimentación. La puerta la miraba amenazante; porque de sus hendiduras brotaban los gritos rabiosos de su padre.
Temía con espanto lo que se avecinaba, pero quería que sucediera rápidamente, porque esa espera en el purgatorio la estaba aniquilando por dentro. La puerta, finalmente, se abrió. Isabel se paró de un salto, ya no lograba respirar y mucho menos disimular su temblequeo; su padre la tomó del cuello y entre gritos y golpes la arrastró hasta la puerta. Toda esa realidad transcurría de una manera capciosa, imposible de comprender con claridad, como si el mundo pasara fragmentado para luego completar un todo especialmente surrealista.

Apenas comprendió que ya no valía la pena esperar, Franco tomó su maleta y dejó la habitación de hotel, la misma en la que había pasado los seis mejores días de su vida. Y la misma que lo había visto marchitar. Caminó con su valija y su tristeza por la calle y sin rumbo.

Apenas el padre la empujó al exterior del hogar, Isabel comprendió que en esa casa jamás volvería a ser bienvenida. Caprichos de las circunstancias, tal vez, eran los que la estaban privando de su familia, caprichos y prejuicios desfasados en tiempo. Pero las circunstancias son lo único que no se elige en la vida. Isabel se dirigió al único lugar donde podía ir en aquella madrugada; la estación de tren.

Apenas se sentó, Franco dirigió su mirada hacia la gente que despedía a sus seres queridos en el andén. Deseaba que el tren partiera rápido, anhelaba dejar atrás todo su dolor. Luego sintió, muy cerca suyo, sollozos de una mujer. Isabel se había sentado a su lado.

Apenas el tren había comenzado su marcha, él comenzó a consolarla, intentando que ese consuelo también sirviera para apagar sus propios infiernos internos. En la vida, cada vez que un capítulo finaliza, otro comienza a ver la luz. Y son esas intersecciones las que llenan de sentido y de esperanza las almas en pena. Franco e Isabel hallarían en el otro un motivo para seguir, un consuelo; una manera de olvidar, con dolor, lo que habían dejado atrás. Seguir viviendo, a penas, apenas.

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"Sólo el mundo y yo" ha cambiado radicalmente su apariencia. Creo que ahora es visualmente más agradable (estaba temiendo que, entre mis historias y la vieja apariencia, mis lectores se deprimieran).
Deseo de corazón que me dejen comentarios diciéndome qué les parece el cambio. A mí, personalmente, aunque me daba miedo, me deja conforme esta nueva cara de este mundo. Ojalá a ustedes también les guste.

Por unos días algunas cosas pueden no funcionar del todo bien (por ejemplo los links), pero son defectos que iré corrigiendo en el corto plazo.

Les dejo un enorme abrazo.

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Espera suburbana.

Alejo comenzó a bajar las escaleras con su mente completamente perdida en los quehaceres laborales; ni el sujeto vendiendo relojes falsificados, ni la anciana, aparentemente no vidente, solicitando una moneda, alcanzaron a distraerlo. Su rostro parecía estar abarrotado de una apatía que le impedía ser parte de sitio tan lleno de gente, tan agitado y tan ruidoso. Su figura, esbelta y prolijamente vestida de saco y corbata, sobresalía del resto con perfecta nitidez y acentuaba su condición de híbrido, su imposibilidad de pertenecer a un mundo que no le pertenecía ni en todo ni en parte.
Al descender el último escalón largó una mirada furtiva a su alrededor y luego de haber encontrado la boletería se dirigió con velocidad allí.
- Uno, por favor.- Dijo mientras deslizaba las monedas por debajo del acrílico.
La mujer, colmada hasta el hartazgo de un trabajo tan cruelmente rutinario, le entregó el pasaje mecánicamente, sin siquiera mirar a su interlocutor. Alejo tampoco la miró, sólo se limitó a comprender que ese sonido que estaba escuchando era el del tren de subterráneo que acababa de llegar. Apresurado tomó el pasaje y comenzó a caminar de manera veloz, por entre la gente, a través de esos pasadillos laberínticos de bajo la tierra. Insultó con sus pensamientos al que había diseñado ese lugar, porque se hacía evidente que difícilmente iba a poder llegar hasta el andén antes de la partida del tren.
Luego de una curva de noventa grados, los últimos vagones de la formación se hicieron visibles, pero sus puertas estaban ya cerradas y había comenzado su marcha. Ofuscado un poco por todo –la rotura de su automóvil conjugado con la pérdida del tren eran suficientes motivos-, se sentó a esperar que el siguiente subterráneo llegase. Por primera vez soltó el maletín y lo dejó a su lado y luego, tal vez también por primera vez, miró su entorno tratando de analizarlo. Colgando del techo, sobre las vías, pudo observar un cartel luminoso que lo conformó; en él se indicaba que el próximo arribo sería dentro de tres minutos y doce segundos. Y once segundos luego, y diez...
Al mismo tiempo se percató de que el mundo de gente con el que se había cruzado, mientras ingresaba al subterráneo por las escaleras, había desaparecido casi en su totalidad. En el andén sólo estaba él, sentado, y, a unos doce metros a su derecha, de pie, había una figura femenina de espaldas, aparentemente atractiva. Sin embargo su silueta no había llamado demasiado su atención y el atractivo no era motivo suficiente como para justificar futuras miradas. Pero antes de que Alejo termine de hilvanar su pensamiento, la mujer se volteó y la estupefacción se apoderó de su razón. Ella no era de una belleza extraordinaria, es cierto, pero su rostro, y sobre todo su mirada, le provocaron a Alejo el recuerdo latente de su Ana.
Durante esos primeros segundos en el que el parecido físico había causado tanta confusión, él no pudo quitar sus ojos incisivos de la figura de esa ignota a quién la mirada había comenzado a incomodarla.
- Es Ana… - pensó Alejo sin razonar. –No, no puede ser…-
Ana, su esposa, había fallecido hacía ya dos años y medio. Desde aquel momento su vida dio un giro hacia el lado más desabrido de la existencia, en donde las sonrisas y las alegrías quedan amontonándose en algún sitio de su propio ser y jamás ven la luz. Las ganas de gozar de Alejo partieron para siempre acompañadas por la ida de Ana; a quién cada día recordaba incondicionalmente, preso de esa nostalgia que no deja vivir, y sin embargo lo hace, tal vez porque no queda otra, subsistiendo, satisfaciendo sólo sus necesidades fisiológicas. Comía para no morir, sin saber qué comía, respiraba sólo porque era involuntario, miraba sin ver, definitivamente no oía, mucho menos sentía. ¿Oler? Los olores habían muerto.
Alejo, de pronto, se llenó de ganas de ir hacia esa mujer y preguntarle su nombre, pero, incluso antes de hacerlo, se detuvo. Dentro del silencio muerto del subsuelo de la ciudad, él podía oír su corazón latir con fuerzas, y era claro que hacía mucho que algo así no pasaba. La mujer, tal vez por curiosidad, lo miró nuevamente. Las miradas se congelaron y Alejo no podía salir de su asombro, la última vez que la había visto estaba muerta. Pero en ese momento era distinto; porque ella estaba allí, mirándolo, en un andén, esperando el tren. Ella, Ana, su Ana. Sus ojos se cristalizaron. Qué linda estaba.
Alejo, aturdido por su propia desesperación, buscó el cartel que ahora indicaba que faltaban cero minutos y cuarenta y tres segundos para el arribo del tren.
- Me sentaré a su lado cuando el tren llegue. – Se dijo a sí mismo.
Le observó el pelo; era igual, tal vez un poco más claro, pero los bucles se dibujaban sobre sus hombros de igual manera. Tenía que ser ella. Sí, no podía no serlo. Era Ana. Y su piel, tan perfecta y tan clara, que Alejo alcanzaba a sentir cómo gritaba pidiendo sus besos. Como en aquellas mañanas de domingo; ella no quería levantarse y él la despertaba con besos detrás de la oreja, mientras Ana simulaba estar dormida sólo con la intención de recibir más y más caricias.
- ¿Te vas a levantar o te sigo besando?- Preguntaba él.
- Seguí besándome.
Los recuerdos iban y venían. Como el tren, que ya se había detenido y sus puertas comenzaban a abrirse. Alejo se puso de pie rápidamente para seguirla y entrar a su mismo vagón. Luego de dar dos pasos volvió para tomar el maletín que había olvidado. Pero, cuando su vista retornó a ella, el andén se había plagado de gente que salía del tren, y ella no estaba. Alejo se desesperó. Subió a un vagón pero no estaba allí, salió nuevamente y entró al siguiente. Los pitidos del tren indicaban la partida. Ana había desaparecido. Salió nuevamente e ingresó al tercer vagón; detrás de él las puertas se cerraron. Alejo miró a la gente sentada pero ella no estaba. El tren había comenzado a partir. Giró sobre sus espaldas y el andén se había vaciado nuevamente. Sólo había una persona de pie; una mujer, ella, que lo miraba partir con una sonrisa.
El tren se sumergió en el túnel penumbroso y agitado. La oscuridad sirvió para disimular las lágrimas de Alejo. Tenía muchas ganas de llegar a su casa y oír una linda melodía mientras comía algo rico. Muchas ganas.

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Felicidad náufraga.

Arnaldo caminaba cabizbajo entre la espesa niebla de invierno, en soledad, por una calle de tierra algo maltrecha, tratando de que ninguno de sus pensamientos lograran converger en aquel punto funesto, de un pasado que había quedado bien atrás, pero que en estos últimos días, con la visita de ella, intentaba volver a la vida y traer consigo el sufrimiento. Cruzó sus brazos para colocar las manos debajo de las axilas y así protegerlas del frío que, a esa altura, ya era el peor del año. Hacía un largo rato que había amanecido, sin embargo el sol llegaba apagado e impávido, luego de filtrarse sin demasiado éxito por esa nube pesada y grisácea de humedad.
Adivinó que no faltaría tanto y, si no fuera por la niebla, ya podría vislumbrar la tranquera que funcionaba como modesto portal de un rato de relajación, en un día de tranquila pesca. Esa laguna era mucho más que una gran masa de agua inerte. En cada una de sus desganadas olas habitaba un silencio tan abrumador que era capaz hasta de vencer los sollozos del alma. Y Arnaldo lo sabía. Pensó, de pronto, cómo haría para olvidar todo aquello, cómo lograría que la culpa no lo aniquilara.
Alzó la vista y pudo distinguir a unos cinco metros, desdibujada y empalidecida, la tranquera. Había pasado tanto tiempo que Arnaldo se sorprendió al descubrir que lucía igual, incluso su chillar metálico seguía siendo el mismo. La última vez que la cruzó, hacía ya veintidós años, lo hizo para cometer el error más grande de su vida. Maldijo cuando recordó la visita de ella, su ahijada, antes de ayer; no hacía falta traer todo el dolor nuevamente, pensó.
Luego de cerrar tras de sí la tranquera, caminó por entre los árboles, tanteando para no golpearse con ninguna rama que la niebla podía llegar a tapar. Ese camino lo hacía desde chico, siempre acompañado por Claudio, su amigo inseparable, su hermano del alma. Pero ahora era distinto.
- ¿Por qué, Claudio? ¿Por qué? – dijo Arnaldo tímidamente, mientras sus palabras se amontonaban para luego desaparecer y desvanecerse en el silencio sepulcral, que sólo era vencido por el crujir de alguna hoja otoñal aplastada por uno de sus pasos.
Él y Claudio solían ir a pescar muy seguido. Al llegar cada uno agarraba un bote y se internaba en la laguna. Así, separados por cinco metros de agua, competían para ver quién pescaba más o bromeaban y reían por horas cuando no había pique. En ese lugar eran felices. Pero también allí fue donde Arnaldo entendió lo que pasaba, cuando Claudio faltó al día de pesca cuatro veces seguidas.
- La amaba tanto…
Otra vez las palabras murieron rápidamente, pero esta vez albergaban en su sonido un dolor latente de una nostalgia invencible: Arnaldo se había casado con Susana a los veinte años, era la mujer de la cuál había estado enamorado desde pequeño y se desvivía por ella. Claudio se había casado unos pocos meses antes, cuando su novia quedó embarazada. Eran momentos felices; las bodas y luego el nacimiento de Liliana, la hija de Claudio, de quién Arnaldo aceptó con gusto ser su padrino. La niña era hermosa y llena de vida. Poseía tanta luz que alguien hubiera podido presagiar que para contrarrestar toda esa felicidad, una tragedia se estaba acercando.
Las tres primeras veces que Claudio no fue a pescar, a Arnaldo le pareció raro, pero sus pensamientos no fueron más allá. Fue en la cuarta ausencia cuando comprendió. Estaba en su bote, pescando y extrañando a su amigo. Era un día lluvioso de verano, imposible para la pesca pero ideal para las bromas. De pronto, sin una causa obvia, algunas miradas entre Susana, su esposa, y Claudio vinieron a su mente; y así, por casualidad, muchos hechos comenzaron a enlazarse y a cobrar coherencia y lógica. Remó velozmente hasta la orilla, cruzó el bosque corriendo, atravesó la tranquera y corrió a casa. Lo que encontró al llegar fue lo que había imaginado; su esposa y su amigo eran amantes. Puede ser que el diablo haya colocado esa arma sobre la mesa de luz, porque no tenía por qué estar allí. Pero Arnaldo no pensó en nada cuando la tomó y dejó al desnudo el inconciente más reprimido de cualquier ser.
Después de eso vinieron quince largos años de cárcel. Pero por sobre todo, sobrevino una gran soledad que se cobijó para siempre en la razón de Arnaldo.
La laguna se asomó por entre la niebla que ya había comenzado a rendirse ante el calor de la incipiente mañana. Se acercó a la orilla y se sentó. Todos estos años había sobrevivido a duras penas soportando el dolor, pero antes de ayer; cuando Liliana, su ahijada e hija de Claudio, lo visitó sin previo aviso; todo retornó. Entre lágrimas le reprochó haberle arruinado la vida y haberla condenado a toda una infancia sin su padre. Arnaldo no podía ver detrás de esa mujer llena de tristeza a aquella niña tan viva. Calló mientras Liliana escupió todo su dolor y bronca durante largos minutos. Luego se hundió.
La laguna comenzaba a recibir el sol y a reflejarlo en rayos dorados que fluían danzantes por entre el oleaje triste y dormido. Arnaldo se subió al bote putrefacto y lleno de agua; creyó comprender, por un instante, que esta vez el silencio no acallaría algunos dolores. Sin embargo permaneció quieto, allí, recordando esas tardes de largas carcajadas junto a su hermano del alma, cuando eran inseparables y la vida estaba llena de tintes felices.

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Un mundo de veinte mil almas.

En el día de ayer, domingo once de marzo, el contador registró que se habían superado las veinte mil (¡20.000!) visitas. Veinte mil almas que ingresaron a este mundo.
Todos esos ingresos se hicieron en poco menos de seis meses.

Por eso, queridos lectores, permítanme que, por unos instantes, alimente mi pequeño ego poniéndome orgulloso, ya que este mundo cobra vida día tras día; y, aunque empezó tímidamente con un solo habitante, hoy ya goza de una población enorme.

Por último los quiero felicitar (porque ustedes hicieron todo el trabajo) y agradecer enormemente; por la compañía y por todo lo demás.

Gracias.

Libre albedrío.

El bullicio lo era todo en la cuadrícula imperfecta de la ciudad infinita, y en ese todo complejo y caótico residía, a la vez, una especie de orden macabro que llevaba a cada habitante al mismo callejón sin salida, con reglas enajenadas de algún relato de Golding, donde el mal parecía ser la única motivación de tales conductas colectivas. Y la hipocresía y el desdén…
Él lo sabía, no podía desconocerlo, porque observaba con atención aquellas carreras desquiciadas; como aquel sujeto de postura encorvada, a quién miraba desde lo alto cruzar la calle, que vivió durante décadas rompiendo todo tipo de códigos, traicionando amigos, perdiendo cualquier tipo de escrúpulos por algún dinero extra. Y ahora, cuando el final ha comenzado a acechar -porque al fin y al cabo son siempre los finales los que marcan el comienzo de algún aprendizaje- sabe que, sencillamente, lo cambiaría todo con tal de volver el tiempo atrás. Como siempre, lo que se desea es lo imposible; es parte de la naturaleza humana, parte del sinsentido que es todo.
Pero él no lo comprendía, le resultaba tan confuso que sólo atinaba a continuar con su observación. Luego clavó su mirada en una mujer cuarentona, hermosa, segura, caminaba con firmeza y en su mirada residía una confianza aparente. Era, como siempre, por una máscara. Él había aprendido a adivinar, con el tiempo, la presencia de máscaras, que eran usadas por todos; algunos la portaban por instantes, otros nunca se las quitaban. Y esta mujer, seguramente, era de las que decidía mostrar un rostro cargado de seguridad pero que en las noches, cuando convivía con la soledad, dejaba al descubierto su verdadera verdad, que no era más que un manojo de tristeza y llanto, por aquellas niñas que ya estaban por ser mujeres, que solían ser sus hijas y ahora eran sólo unas desconocidas, o un recuerdo deformado por los años. Había podido elegir, como todos; y su elección puso como prioridad aquella relación fortuita con jefe veinte años mayor que le prometía millones de ascensos y ninguna preocupación. Las cosas, él lo sabe mejor que nadie, nunca salen como se espera; su jefe, que también podía elegir, decidió respetar a su esposa. Ella siguió trabajando allí, los ascensos nunca llegaron.
Deseos pomposos de puro hedonismo parecían ser la causa y la consecuencia de la desdicha colectiva, él lo sabía. Y en la búsqueda de complacer metas frígidas, los habitantes de aquella tierra construían inmensos castillos ilusorios que el tiempo convertía en pesadas mochilas que debían portar, indefectiblemente, hacia su lecho de muerte. O estaban los otros, que eran los peores; que usaban sus vidas para adoctrinar conductas que hacían de la desesperanza un arma para atraer esclavos espirituales, que se rendían ante las frases hechas que respondían de manera fatídica cualquier pregunta.
Y todo en el nombre de él. Todo.
Por un momento pensó si todo lo que veía no había sido su plan; ejecutado con precisión quirúrgica. Pero temió comprender que, si así era, su antagonista histórico podía ser sólo su inconciente. Eligió, por ende, continuar quieto, observando –incluso riendo, a veces- desde lo alto, pasivo como siempre, esperando una motivación que, sabe, puede tardar otros dos mil años más.

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