La estación de los árboles.

Corría o caminaba sin comprender la diferencia entre ambos; sólo seguía su paso agitado por la acera, su ruta perdida hacia espacios cuya ubicación y temporalidad se perdían una y otra vez en vaivenes confusos. Conocía el destino, o creía conocerlo, pero la razón se hacía imposible de descifrar, mucho menos la motivación. El camino era, porque así lo había pensado en reiteradas ocasiones, la imposición del deber hacer, o algo parecido. Era aquello que el ser humano no puede elegir cuando nace en una sociedad, era eso cuyo nombre no conocía pero seguía a rajatabla, porque eso esperaban los demás, y él mismo, que no sabía lo que esperaba.
Sus pasos, apresurados, solían tropezar entre sí o con los transeúntes que, a esa hora, salían de sus oficinas deseosos de llegar a casa. Deseosos de llegar, apurados, agitados, en carrera. Los esquivaba por inercia, sin meditarlo y sin detener su mirada en ningún rostro, en ninguna otra mirada.
Ingresó a la gran estación de tren alrededor de las siete de la tarde, cuando la partida de trenes se sucedía continuamente y el andar masivo desparramaba olor a transpiración, a agobio y desgano. Corrió por el hall hacia las boleterías y cuando atravesó la gran cúpula central no pudo seguir; sus piernas se sentían más pesadas que de costumbre y comenzó a percibir una extraña sensación en su cuerpo, su piel, su mirada y su todo.
Intentó levantar con esfuerzo su pie derecho, pero lo sentía fijo, pegado al piso de mármol que parecía haberse quebrado alrededor suyo, aunque él hubiera podido jurar que antes estaba perfectamente sano. Sus dedos -lo supo cuando acarició sus yemas con sus otras yemas, como hacía cada vez que algo lo desconcertaba- habían perdido sensibilidad. La suavidad se había tornado reseca y extremadamente porosa. Sus pies estaban más sujetos al piso y alrededor de ellos el mármol se había desnivelado. Pensó que el dolor de cabeza tenía algo que ver en todas esas extrañas sensaciones, pero no pudo sostener esa idea por mucho tiempo, porque enseguida todo empeoró. Su piel comenzó a quebrarse y a oscurecerse, sus codos y rodillas se fijaron y su respiración, de a poco, comenzó a trasladarse a todo su cuerpo.
Llevó su mirada -tal vez lo hizo porque eran sus ojos lo único que aún podía mover- a todo el contorno de la estación intentando, acaso, encontrar ayuda de algo o alguien. Un anciano, seguramente el único capaz de hacerlo, notó su mirada misericordiosa y se detuvo a contemplar. No hizo más. Se detuvo y miró. Eso sirvió para que otros curiosos se detuvieran también, y pronto se formó un círculo de gente a su alrededor; mientras él seguía sujeto al piso, parado sobre mármol roto. Al ver la apatía y el desdén de los demás, volvió a concentrarse en su cuerpo. Advirtió que aquello que antes era piel ahora parecía corteza, y que aquellos que antes eran brazos ahora parecían ramas. Era extraño, pero era cierto: porque incluso sus dedos semejaban brotes primaverales. Hasta comprendió que sus piernas ahora se habían extendido y crecido diametralmente hasta unirse y formar un grueso tronco.
Sus ojos, que aún veían, percibieron un notable ascenso de su altura; ahora podía ver desde lo alto el círculo de personas que lo rodeaba, y la cúpula del techo, antes inalcanzable, estaba a tan solo unos pocos metros. Se sintió extraño, aunque no supo bien por qué. Al principio pensó, como era de suponerse, que sus cambios corporales eran el motivo, pero luego supo que la extrañeza estaba conjugada con tristeza, con soledad. Algo en ese grupo de personas que lo miraba sin hacer nada, sin ayudarlo, lo empequeñecía en su ser, a pesar de estar seis o diez veces más grande que antes. Pero ni siquiera era esa su tristeza, sino la identificación con esos sujetos. Era igual a ellos y los odiaba, los odiaba con todo su estático cuerpo. Simples observadores de la transformación. Nadie era capaz de hacer nada; sólo mirar, sólo nada. Un enorme tilo crecía en el medio del hall de la estación pero nadie se inmutaba. Todos podían verlo, pero nadie agitaba la realidad.
Y mientras tanto él comenzaba a desvanecer su razonamiento humano en una especie de mente horizontal, cuya capacidad de comprensión se trituraba lentamente, aunque no lo notaba; porque su pensar era ya tan lineal que su sentido analítico había desaparecido y sólo quedaba instinto, pura genética vegetal. Los interrogantes habían muerto, todo se había vuelto simple lógica. Ahora debía crecer, y para eso debía alimentarse y respirar. Mientras más alto llegara más luz captaría de la cúpula y más alimento recibiría todo su cuerpo. Y así, y sólo así, daría más y mejores frutos para hacer lo único que debía hacer; asegurar la continuidad de su especie. No había más razones, no había más verdad que esa. Lógica vegetal.
El tilo a esa altura era gigantesco, seguramente más que cualquiera; su tronco poseía seis metros de diámetro y la copa había empezado a ocupar todo. El público, los pasajeros, aún seguían deteniéndose a contemplar. Eran cerca de un millar de personas mirando un árbol que crecía extraordinariamente y que, de continuar con ese ritmo, en pocas horas estaría rebalsando el inmenso hall. Muchos pensaron y meditaron acerca de ese raro acontecimiento, otros vomitaron risueñas teorías y los más escépticos se convencieron de que todo debía ser un truco de magia o algún evento de marketing de una industria de fertilizantes. Nadie actuó, nadie hizo nada aparte de pensar y contemplar.
Y él ya no era él, era eso, un árbol. Ya no había ningún despojo de lo que había sido. Ya no había algo que pareciera mente o pensamiento. Todo era instinto y ley natural.
Cuando las primeras ramas alcanzaron la cúpula un sujeto entró a la estación corriendo y gritando. Contó que enormes árboles estaban creciendo en toda la ciudad; algunos en medio de avenidas, otros cerca del museo, e incluso hasta dentro de los cines. La gente lo miró incrédula. Pocos creyeron lo que decía y todos actuaron de la misma forma apática. Enseguida volvieron su mirada a ese, el que estaba frente a sus ojos.
Un grueso tronco, que ya había alcanzado el vidrio de la cúpula, empezó a empujar con fuerza hacia arriba. La presión fue tal que pocos segundos después los vidrios estallaron y se precipitaron al suelo. Algunos corrieron y otros no pudieron; cuando miraron sus pies notaron que estaban aferrados al piso y su piel se había vuelto extrañamente áspera.
A esa altura el pánico había apoderado las conciencias, y la razón empezó a darle cuerda a pensamientos religiosos. Mientras decenas de árboles crecían en el lugar algunas personas comenzaron a rezar, a pensar en la muerte, en lo que le sigue a ella y en un sinfín de teorías humanas y antinaturales. Hubo alguien que habló de venganza, hubo otros que hablaron de enojo divino. La simplicidad de la verdad era obstruida por la edificación exagerada de la necesidad, tan humana, de sentirse algo más que un simple animal natural.
En la estación ya había más árboles que gente, afuera también. Lo masivo y lo general ahora no era el pensamiento, sino el instinto de supervivencia natural de los árboles. No había interrogantes existenciales, sino una única preocupación; el deber crecer para asegurar la continuidad de la especie.
Pura lógica vegetal.

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Retorno inconcluso.

Es un retorno porque es una vuelta, o algo parecido. Es inconcluso porque aún no se ha concretado. Pero es prometido porque así lo quiero.

Sé que hará falta dar explicaciones, y también sé que comprenderán cuando afirme que los motivos de mi desaparición (o la de mis textos) no responde a algo específico, sino a una serie de elementos y excusas que, conjugados, se transforman en una pseudo explicación. Explicación que tampoco yo entiendo.

Prefiero pensar que a algunas cosas hay que darles tiempo; un descanso, una oxigenación necesaria del cuerpo literario, del espacio virtual, del mundo abandonado. No siempre hay respuestas, no siempre tiene que haberlas. Lo que importa es que no estuve; y que estoy volviendo.

Gracias


 

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