El sujeto sin nombre.

Pocos son, tal vez nadie, los que pueden decir desde cuándo ese sujeto sin nombre y sin historia estuvo allí. Algunos memoriosos afirman que por largas décadas lo vieron, aunque no pueden precisar cuántas. Claro que la cualidad de memoriosos bien podría confundirse con la de exagerados, o con esa manía de agregarle adornos a una historia cada vez que se vuelve a contar. Pero; por la manera en que los memoriosos –o exagerados- inclinan levemente su cabeza al intentar recordar, y llevan sus ojos hacia arriba y hacia el costado opuesto al de la cabeza; me da la sensación de que no mienten, porque es como si buscaran dentro de su mente el recuerdo.
Aunque nunca se sabrá a ciencia cierta durante cuánto tiempo, lo cierto es que el sujeto sin nombre estuvo parado en el medio de la Avenida Destino más tiempo del que cualquiera podría estar en cualquier sitio. Por años y décadas estuvo allí; parado, las veinticuatro horas del día, quieto, sin hacer nada; en el medio de la avenida. Y cabe señalar que la Avenida Destino es la arteria principal de la ciudad, por ella transitan millares de vehículos cada día, su equivalente en la ciudad de Buenos Aires sería la Avenida 9 de Julio, y la 5ta Avenida en Nueva York.
Su acción consistía en estar de pie, nada más -aunque se puede suponer que también respiraba; pero nunca se lo vio, por ejemplo, comer o salir del centro de la avenida para ir al baño-. Su presencia sólo llamaba la atención de los que jamás lo habían visto antes. Ellos solían codearse con sutileza y luego guiar la mirada del otro con sus propios ojos, para indicarle el lugar dónde acontecía el hecho tan extraño y tan olvidable. Luego cruzaban la avenida y jamás volvían a observarlo.
El sujeto sin nombre se había convertido en parte de la avenida y era prácticamente invisible para todos; los vehículos, por ejemplo, lo esquivaban con el mismo desdén que se esquiva un bache, y los peatones sólo lo miraban si el semáforo los obligaba a esperar para cruzar. Entonces, en esos segundos escasos, sus ojos tal vez se posaban con indiferencia sobre él. Pero no cabe dudas que, mientras tuvo vida, la principal característica del sujeto sin nombre fue la de la invisibilidad. Su existencia dentro de la avenida no trascendía más que un poste que algún empleado municipal podría haber colocado erróneamente en medio de la calzada, y que la burocracia gubernamental habría olvidado quitar. Como era tan olvidable para cualquiera y a nadie molestaba, el sujeto sin nombre fue dejado allí, en el medio de la avenida; no por aceptación sino por omisión.
Hace cuatro años su existencia tomó valor para mí. Fue un domingo, yo estaba de guardia en la clínica y trajeron a un sujeto moribundo y decrépito; su cuerpo parecía un acordeón en ruinas. Pregunté a los camilleros su nombre, pero nadie lo sabía y me respondieron que era el sujeto que siempre estaba de pie en la Avenida Destino. Tras revisar sus signos vitales concluí que nada se podía hacer más que esperar el fin; ese cuerpo estaba dejando de funcionar. Como mi curiosidad había crecido de golpe -e inesperadamente- y él estaba conciente, me acerqué a su oído y le pregunté si sabía que iba a morir. El sujeto sin nombre no respondió, pero en su rostro percibí una sonrisa que aceptaba lo inevitable.
- ¿Puedo preguntarle algo? –dije acercándome confidente y sabiendo que sin importar lo que me respondiera yo igual se lo iba a preguntar, porque ya no toleraba la curiosidad- ¿Qué es lo que usted hacía allí, por qué lo hacía?
- Porque eso es lo que soy, eso es lo que hago.- Dijo él con esfuerzo.
- ¿Pero para qué, con qué finalidad? – Interrogué algo aturdido.
- ¿Usted conoce a otros que hagan lo que yo hago?- Me respondió con una pregunta a la que no me dio tiempo de responder.- Soy el mejor en lo que hago y eso me hace único.
- Pero eso también lo mató.- Dije yo, pensando en los días de lluvia que debió soportar, en los crudos inviernos o en aquellos veranos donde el sol se multiplicaba en el asfalto de la avenida.
Pero el sujeto sin nombre otra vez no respondió y, en cambio, volvió a dibujar esa sonrisa de antes que decía, con tranquilidad, que mis palabras estaban equivocadas.
Murió a los pocos minutos y, con él, también pereció la invisibilidad y el olvido que solía portar. Su historia hoy es muy oída en la ciudad; con todos los condimentos que suelen tener las historias urbanas. Pero entre tantas exageraciones, mentiras y adornos, yo sólo me pregunto cuál habrá sido su nombre.

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Fascinaciones: La montaña.

Puede ser por la lejanía, o por la manera en que el aire silba alegre mientras corretea libre, o por la inmensidad de la naturaleza estéril, o por todas esas cosas y algunas más. Pero lo cierto es que en la montaña habita una paz que es difícil de encontrar en otro sitio. Paz que espera, algo ansiosa, el día en que yo le vaya a hacer compañía.
Ya nos hemos encontrado, en algunas oportunidades; ella solía esperarme siempre al final de una caminata sin rumbo. Eran caminatas que solía hacer por las mañanas, mientras el frío nocturno comenzaba a disiparse con los primeros rayos de sol, y los colores resurgían joviales. Salía temprano, con la mente dispersa en cualquier sitio y dejando que las piernas marcaran el destino que siempre, invariablemente, terminaba en la cima de algún cerro. Al llegar a esa cima, que nunca se repetía y siempre desconocía, sólo podía sentarme o quedarme de pie, pero quieto, absolutamente quieto. Y desde allí contemplaba la inmensidad, oyendo los silencios de la naturaleza, sintiendo una relajación absoluta de mi cuerpo y llevando a mis pensamientos a una abstracción total, en la que lo onírico y lo imposible se convertían en palpable.
No es sólo la paz lo que me atrae de la montaña, sino también esa magia que la envuelve y hace de esta descripción un texto inocuo, incapaz de albergar en sus letras a tanta realidad majestuosa y bella. Pero eso está bien, porque siempre he sentido que los mejores sitios son aquellos que no se pueden describir.

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Aplazado en semiótica.

Tenía una elocuente incapacidad para comprender los signos que la vida le mostraba, incluso los que venían entre bofetadas. Gaspar siempre había sido incapaz de interpretar la simbología que posee el lenguaje humano; desde pequeño, cuando creía que era normal que una madre llorara cada día, por horas, en su habitación; o cuando no buscaba respuestas –tal vez porque nunca buscaba preguntas- para explicar de dónde obtenía dinero su padre para alimentar las borracheras cotidianas, si en la casa lo que sobraba era la escasez.
Ese desentendimiento que hacía de la realidad, esa ceguera monstruosa, le impedía adelantarse a cualquier hecho. La previsión no podía contra su poca aptitud para la observación y su inteligencia de apariencia mediocre.
Pero lo cierto es que la habilidad más obvia de Gaspar era la de permanecer enigmático incluso para los que más lo conocían. El gesto muerto que cargaba cada día, era inalterable, de una absoluta inexpresión. Como si la felicidad o la tristeza no existieran y le resbalaran sin mayores problemas, a pesar de que la vida le había regalado sucesos de todas las características.
El primer golpe lo sufrió a los trece años, cuando su madre, de un día para el otro, dejó de estar. Gaspar jamás tuvo respuesta para eso, jamás tuvo preguntas. Ese abandono tampoco pareció haberlo afectado, siguió portando el gesto híbrido de los que no gesticulan. Igual cada día; completamente inerte, como cuando se recibió en la Facultad de Economía, o cuando estuvo en el velorio de su padre.
A su mujer la vio por primera vez, o le dio trascendencia a su existencia, a los veintiocho años; aunque ella hacía tres que lo seguía, que buscaba excusas para acercarse, para cruzar palabra o para mirarlo fijamente. Pero la seducción era un arte que Gaspar desconocía, y los signos que demostraban el coqueteo eran invisibles para sus ojos. Fue ella quién se le declaró; de él lo atraía exactamente lo que años después comenzaría a detestar.
Se casaron tras cinco años de noviazgo, cuando ella consideró que ya era hora de formalizar para crear una familia. Como pareja eran desparejos; porque ella era su antítesis: extremadamente sincera, demostrativa y cariñosa, alegre y optimista. Él, como siempre, con su gesto rocoso imperturbable. Al principio se complementaban de manera eficaz, y la relación funcionaba porque el amor de ella era el combustible que alimentaba la hoguera. Pero el oxígeno que él debía brindar, era escaso, o cruelmente nulo, y era cuestión de tiempo para que la llama comenzara a flaquear.
La hija que tuvieron creció en un hogar donde la felicidad se fue muriendo con el correr de los años, a medida que la sonrisa de su madre se iba apagando. Cuando llegó a la adolescencia, la rebeldía le trajo un sentimiento de lástima para con su madre y de creciente desprecio por su padre, del que nunca había recibido un abrazo o una muestra de cariño.
Pero todos esos síntomas visibles para cualquiera, en los ojos de Gaspar se desteñían hasta convertirse en normalidad. No interpretó que era un signo de alerta, de que algo estaba mal, el hecho de que su esposa a veces no volviera para dormir, o que no lo buscara para tener relaciones. Tampoco fue un signo el hecho de que su hija se levantara de la mesa, no menos de tres veces por comida, para ir al baño, y que su cuerpo se hubiera convertido en un montón de huesos envueltos en piel.
Cuando ella tuvo una descompensación en la escuela y debió permanecer internada durante tres meses, la conclusión del final anunciado había llegado. Su mujer, junto a su hija, lo dejaron sin mayores explicaciones. Gaspar aceptó la realidad como siempre, con normalidad, con inexpresión; sin hacerse preguntas, sin buscar respuestas.
Sigue viviendo sus días, en la actualidad, alienado en una sociedad que habla un idioma distinto al de él, que posee códigos que no comprende y sucesos a los que no le encuentra explicación. Pero lo tolera, no porque quiera, sino porque aún no se dio cuenta de nada.

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Fascinaciones: El otoño.

Cargando sobre sus espaldas la fama, injustamente impuesta, de ser portador de tristeza, el otoño suele sorprender. Él, astuto, se rehúsa a los prejuicios y llena de pinceladas amarillas los árboles. Y éstos, con picardía, arrojan luego, paulatinamente, esas pinceladas al suelo. Y todo el paisaje se transforma en un cuadro pictórico de sutil exquisitez.
Claro que no todos los otoños son iguales; yo conozco dos –pero me han dicho que hay más-. Están los ocres y crujientes, que deben ser los responsables de la fama que asocia el otoño con la tristeza; y están los amarillos, vivos y suaves. En este último me quiero detener.
No hay nada más bello que un día de otoño –amarillo, vivo y suave- con un cielo soleado. Pero si además, en él, la mañana se erige con una temperatura que acaricia, y la ciudad se muestra dormilona; como cualquier domingo por la mañana; y los pájaros revolotean juguetones y a los gritos, entonces se está en presencia de un espectáculo natural único. Y uno se acuerda, al verlo, al sentirlo, lo bueno que es tener todavía, y pese a todo, la vida para vivirla.
Si alguien me dice que el otoño es triste, entonces sé que esa persona nunca vio lo que yo pude ver ayer.

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Proyecto Manhattan.

Por alguna razón Eiko se levantó temprano esa mañana del seis de agosto. La noche se había prolongado entre desvelos y pesadillas, provocando el extrañar más intenso que alguien pudiera alguna vez sentir. Algunas alarmas antiaéreas habían sonado, pero ese sonido aterrador ya era rutina en Hiroshima y no alcanzaba para atormentar el sueño de ella. Fue otra cosa lo que provocó el levantarse de la cama, un presentimiento cargado de poder. Se dirigió directamente a la puerta del hogar y encontró, tal como esperaba, la carta que había anhelado con ansias los últimos meses.

Amada Eiko:
Lamento no haber escrito más, pero aquí las cosas han girado hacia la catástrofe; cada día es una seguidilla de supervivencia entre la muerte y la desesperación. No puedes imaginar lo mucho que deseo estar a tu lado, en paz conmigo mismo. No puedo dejar de preguntarme qué sentido tiene todo esto, ¿por qué estoy aquí? ¿Por qué debo matar a otros como yo? ¿Cuál es la razón?
Segundo a segundo el pasado vuelve y, por sobre todo, el arrepentimiento. Tal vez hayas tenido razón, no lo sé, es tan difícil pensar con claridad en este contexto… Podría haber desertado, lo sé. ¿Pero cómo seguir viviendo luego, sabiendo que he defraudado a mi patria, a mi tierra? El camino a elegir cada día se hace más nebuloso, y los caminos ya elegidos se borronean detrás de mí. ¿Dios quiere que esté aquí? ¿Nuestra tierra necesita de mi valentía? ¿Con qué fin?
Desde hace algunas semanas se vislumbra el final; algunos lo adelantan persiguiendo el suicidio, otros como yo, por ti o por la esperanza o por ambas, nos mantenemos con vida mientras los generales nos prometen que así seremos héroes. Pero ya no estoy tan seguro de nada; sólo que la muerte, y tu también lo sabes mi amada Eiko, me espera inexorable.


Sus ojos inundados le impedían continuar con la lectura. Sentía su garganta anudándose y un enorme vacío. El reloj marcaba las ocho en punto de la mañana y hacía varios minutos que las sirenas habían vuelto a sonar.

Me reconforta saber que mi sufrimiento y mi esfuerzo tal vez sirven para cuidarte a ti. Que mi muerte puede ser el motivo de tu vida. Esa es la fuerza que me impulsa, aunque a veces flaquea en el miedo, cuando tengo que ver a compañeros caer abatidos, o esperar por horas y a veces días encerrado en estas cuevas mientras las explosiones se suceden una tras otra, y el polvillo del temblor de la tierra cae sobre mí, y comienzo a desear que alguna bomba escupa su muerte lo suficientemente cerca como para terminar con mi vida; aunque por suerte o desgracia eso aún no ha sucedido.

Eiko, intentando salirse del dolor que la carta le provoca, alza la vista y mira hacia el exterior de la casa. Es un día soleado, realmente hermoso. La gente camina tranquila, inmutable pese a las sirenas. Son las ocho y diez de la mañana.

Cada día sueño contigo, con volverte a ver, con estar juntos. Sueño con los hijos que aún no hemos tenido, con llevarte a pasear a la rivera del río Ota, con tu piel, tus ojos. Sueño con esa mirada que me despidió hace dos años, que en su silencio decía miles de cosas. Sueño, sobre todo, con esa mirada arrebatándome de este infierno, llevándome lejos, a la paz del hogar, abrazándome y diciéndome que me perdonas por abandonarte, que me perdonas por cargar en mis hombros a tantas víctimas; prometiéndome esperanza mientras me susurras que el ser humano alberga aún algo más que mera muerte.
Pero son sólo sueños. La realidad es atroz. El amor, el nuestro, sólo es insignificancia ante la perversidad del odio que emana la humanidad. Quisiera, amada Eiko, ser mensajero de esperanza, pero he visto lo suficiente como para comprender que en la vida terrenal nuestro amor no tendrá espacio. Si existe la eternidad después de todo esto, entonces deberás saber que allí estaremos, juntos e inseparables. Mientras tanto, lo único que puedo decirte es que te esperaré en el otro mundo, tal como tú me esperas ahora, entre dolor y esperanza, durante cada suspiro, cada segundo y cada día. Gracias por llenarme de gloria, perdón por haber elegido el camino que nos separó.
Te amo eternamente, Iwao.

El reloj marca las ocho y cuarto apenas pasadas. Eiko, mientras dobla la carta y la aprieta contra su pecho, oye un silbido macabro. Sólo alcanza a levantar otra vez la vista; comprende poco, entiende menos; pero sabe que ese niño con el que cruza la mirada llora en su alma. El tiempo se detiene, las palabras de Iwao vuelven una tras otra. La eternidad, la eternidad. En el otro mundo. Te amo. La luz más brillante lo cubre todo, de pronto el infierno se hace terrenal. Calor, mucho, demasiado calor. Y al segundo siguiente todo lo que estaba ya no está, y sólo queda el silencio de la muerte evaporándose. Sólo queda la desolación que construye la destrucción de la mente humana.
Hiroshima, mon amour.

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La Plata era una fiesta.

Otra vez, como todos los años, el otoño llegó a la ciudad cargado de humedad. Hace días que el sol no se asoma, en cambio una atmósfera grisácea lo cubre todo como un manto nebuloso. Camino por la Avenida 51 mientras la noche comienza a esparcir un frío que atosiga. Atravieso la plaza San Martín y me veo sumergido en una especie de llovizna estática; que no es más que una niebla devenida en lluvia impalpable, tan fina que resulta imperceptible para la gravedad. Entonces se mantiene en quietud, flotando en el aire. Es extraño, pienso; porque sus miles de millones de diminutas gotas no llueven sobre mí, sino que yo lo hago sobre ellas. Podría, si pudiera, permanecer parado, quieto, y entonces esta niebla excesivamente gruesa o lluvia extremadamente fina no me mojaría, seguiría flotando estática alrededor mío. Pero al atravesarla, mientras camino, provoco el impacto con el agua ingrávida que se pega a mi ropa y mi rostro, humedeciéndome más de lo que quisiera.
Mientras cruzo calle 8, que ya es peatonal aunque la única que se dio por enterada es la soledad, apuro el paso. Sé que así no voy a mojarme menos, porque sigo siendo yo el que llueve sobre la lluvia; si quisiera dejar de mojarme, analizo otra vez, sólo debería detenerme, pero entonces no me escaparía del frío ni de la humedad que ya poseo. Apurar el paso sigue siendo la única alternativa, así llegaría más rápido a destino, donde estaré protegido de la lluvia que no llueve pero, por sobre todo, del frío que sí enfría.
Me sorprendo cuando descubro que en mi rostro –aunque no lo vea lo presiento- hay dibujada una sonrisa, como si las condiciones meteorológicas no fueran un obstáculo o una molestia; sino que funcionan para construir un espacio surrealista, donde las lámparas de mercurio de la calle se rodean de una aureola anaranjada, algo espectral, al igual que las luces de los vehículos. Y entonces, toda esa realidad fuera de foco, se tiñe de matices y vida, con reflejos que saltan desde los adoquines mojados hasta los vidrios de las tiendas, que se derriten incansables.
Al llegar a calle 11 y luego de pasar al lado del Teatro Argentino –que escondía toda su majestuosidad detrás de la lluvia inerte- giro y abandono la Avenida. Luego de caminar una cuadra llego a destino: el bar me recibe acogedor y cálido. Al entrar, primero hago una recorrida visual; pocas mesas están ocupadas, entonces selecciono rápidamente una sobre la pared. No conozco la razón psicológica de tal elección –que la debe haber-, pero lo cierto es que amo las mesas que están arrinconadas, como si así pudiera dejar que las paredes me abracen mientras yo, desde una esquina, observo todo el espacio.
Por un instante permanezco petrificado, viendo cada detalle del lugar. Es un típico café irlandés -esto lo presupongo porque jamás visité Irlanda, mucho menos un café de allí-, sus altas paredes están cubiertas, hasta una altura de un metro y medio desde el piso, por una madera oscura y muy bella, luego el verde característico alcanza el techo.
- Un café americano y dos medialunas, por favor.- Digo sorprendido al notar que la moza estaba esperando que yo vuelva a la realidad.
Mientras espero el café extraigo de mi bolso a Hemingway y otra vez me pierdo, aunque esta vez no en mi mundo, sino en el suyo; en esa París que parecía ser una fiesta -¿lo seguirá siendo?-, dónde artistas de todo el mundo convergían y desarrollaban, posiblemente, sus mejores obras. Entonces mi mente comienza a caminar por la estrecha rue Férou hasta la place Saint-Sulpice para luego girar hasta llegar a la rue de l´Odéon.
Debo haber viajado mucho, porque en un breve período de lucidez descubrí que, sobre mi mesa, ya estaba esperando el café desde hacía rato –supuse que hacía rato porque estaba frío, aunque cabe la posibilidad de que me lo hayan traído sin calentar, pero es muy improbable-.
Fue en ese momento, creo, que me di cuenta. Mientras afuera la lluvia seguía sin llover y el frío no dejaba de enfriar, y mientras yo viajaba mentalmente por allí noté que hacía mucho que no leía. No recuerdo exactamente cuánto, pero posiblemente un mes, tal vez un mes y medio. Y eso era imperdonable.
Debía, me dije –debo, me digo-, hacer una pausa, detenerme. Es hora –siempre lo es, pero a veces resulta imprescindible, como en este momento- de tomarme unas vacaciones para sumergirme mentalmente en otros mundos: cuando salga de la fiesta de París me iré a otro sitio, de la mano de Hemingway o de cualquier otro.
Y otra vez sobre mi rostro se dibuja una sonrisa y salgo del café a seguir lloviendo sobre la lluvia y a enfriarme con el frío; con apuro, para llegar a casa y comenzar a armar las maletas.

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