Fríos de invierno.
Camila alzó los ojos con desdén para mirar una vez más su mundo, apesadumbrada y sabiendo que encontraría el mismo ecosistema de siempre, el que ya la tiene harta del hartazgo. Y allí estaba, otra vez y como desde hacía un tiempo, en el medio de la nada, iluminada únicamente por la luz de la luna que se apaciguaba por entre los árboles y por aquella otra luz de anaranjada pequeñez que brotaba a unos veinte metros desde el interior de la estación.
Los personajes también eran los mismos; cinco metros a su izquierda estaba, bajo el pino inmenso, esa señora amable de mirada triste con sus dos hijos, y que de vez en cuando le daba comida. Más allá, en el monumento de la plaza, el señor mayor, que dormía cada noche acompañado por su mugre y aquel olor desagradable; jamás había emitido algún tipo de sonido, mucho menos algo que se pareciera a una conversación. Cruzando la calle estaba Tomás, que dormía en la puerta de la estación cada noche desde hacía más de veinte años. Era el veterano de los indigentes, porque todos los demás, incluso ella, rotaban y su vida vagabundeaba por el mundo tanto como su destino.
Esa noche Camila había despertado un poco turbada; entonces se paró, acompañada por la decepción y sus seis añitos, y caminó entre la noche lentamente, con la pereza de los que no tienen dónde ir. No hacía tanto que estaba en la calle, tan sólo dos semanas. Pero la conocía muy bien. Prefería estar allí que continuar en aquel hogar de niños que cada día tenía menos de hogar y más de infierno. No sabe cómo tomó valor para marchar, pero lo hizo y se siente orgullosa por eso.
La caminata duró lo suficiente como para que Camila alcanzara a recordar como comenzó todo, que es como suelen comenzar estas historias. Un hogar humilde con un padre que en vez de un sueldo traía un fuerte aliento a alcohol y muchas ganas de golpear a alguien. Una madre que no existió jamás y sólo sirvió para marchar a ninguna parte luego de dar a luz a Camila; y un futuro caprichoso que nunca quiso mostrarse esperanzador.
Cuando comenzó el llanto debió detenerse; le resultaba imposible continuar porque la angustia la había inundado y porque el frío aterrador de la noche hizo que sus manos y pies quedaran gobernados por un fuerte dolor. Camila se recostó en las escalinatas de un gran edificio gubernamental, se cobijó a sí misma lo más que pudo y, en ese instante, brotó de su alma inocente un alarido de tristeza. Había llorado algunas veces antes, pero siempre eran lágrimas que caían por sus ojos silenciosamente y por pequeños instantes. Esta vez era distinto.
Camila largó una lluvia torrencial de lágrimas acompañadas por sollozos cargados de bronca y sin deseos de ocultarse, de esconderse tras el silencio. No podía dejar de preguntarse el por qué de su destino, ni la suerte de su futuro. Su edad no le impedía ver la realidad; ella no debía estar allí, con frío, sola en medio de la noche, sin casa, sin esperanzas ni anhelos, sólo preocupada por cómo conseguir una moneda que le permitiera comprarse un pedazo de pan. Hacía demasiado frío. Debía estar, pensaba, en una cama caliente, con una familia que le diera amor, yendo a la escuela, siendo feliz.
El llanto duró mucho. En ese tiempo algunos automóviles pasaron por la calle. Es imposible que nadie la haya visto, en el medio de las escalinatas, bajo una inmensa luz, tan pequeña y tan triste. Pero nadie se detuvo. Camila, inconcientemente, se frenó en ese lugar para que alguien se apiadara de ella, era su forma de pedir ayuda, era la única manera que tenía para decir lo muy desesperada que estaba. Tenía seis años cuando descubrió que en sociedades urbanas de egoístas rige la ley de la apatía, y que es mejor encontrar sola una salida antes que esperar la ayuda voluntaria de alguien.
La mañana siguiente Camila caminó con más decisión. Preguntó e indagó hasta que al mediodía finalmente entró a un juzgado. Por primera vez, y por suerte, el azar la ayudó. El Juez eliminó toda la burocracia que suele haber en estos casos y rápidamente la entregó en adopción.
Héctor es médico y Alicia maestra. Están casados desde hace casi diez años y esperaban ansiosos poder adoptar desde que a ella le dijeron que no podía quedar embarazada. Hoy, en la ciudad, hace más frío que cualquier otra noche, pero Camila se siente protegida y feliz debajo de esa colcha nueva en esa tierna alcoba rosa, y sabiendo que tras la pared de la habitación duerme su nueva familia. Aunque no puede dejar de pensar que hace frío y que, tal vez, allá afuera hay niños que aún duermen en una plaza. Camila ya lo decidió, cuando sea grande va a adoptar.
Copyright © 2007
Los personajes también eran los mismos; cinco metros a su izquierda estaba, bajo el pino inmenso, esa señora amable de mirada triste con sus dos hijos, y que de vez en cuando le daba comida. Más allá, en el monumento de la plaza, el señor mayor, que dormía cada noche acompañado por su mugre y aquel olor desagradable; jamás había emitido algún tipo de sonido, mucho menos algo que se pareciera a una conversación. Cruzando la calle estaba Tomás, que dormía en la puerta de la estación cada noche desde hacía más de veinte años. Era el veterano de los indigentes, porque todos los demás, incluso ella, rotaban y su vida vagabundeaba por el mundo tanto como su destino.
Esa noche Camila había despertado un poco turbada; entonces se paró, acompañada por la decepción y sus seis añitos, y caminó entre la noche lentamente, con la pereza de los que no tienen dónde ir. No hacía tanto que estaba en la calle, tan sólo dos semanas. Pero la conocía muy bien. Prefería estar allí que continuar en aquel hogar de niños que cada día tenía menos de hogar y más de infierno. No sabe cómo tomó valor para marchar, pero lo hizo y se siente orgullosa por eso.
La caminata duró lo suficiente como para que Camila alcanzara a recordar como comenzó todo, que es como suelen comenzar estas historias. Un hogar humilde con un padre que en vez de un sueldo traía un fuerte aliento a alcohol y muchas ganas de golpear a alguien. Una madre que no existió jamás y sólo sirvió para marchar a ninguna parte luego de dar a luz a Camila; y un futuro caprichoso que nunca quiso mostrarse esperanzador.
Cuando comenzó el llanto debió detenerse; le resultaba imposible continuar porque la angustia la había inundado y porque el frío aterrador de la noche hizo que sus manos y pies quedaran gobernados por un fuerte dolor. Camila se recostó en las escalinatas de un gran edificio gubernamental, se cobijó a sí misma lo más que pudo y, en ese instante, brotó de su alma inocente un alarido de tristeza. Había llorado algunas veces antes, pero siempre eran lágrimas que caían por sus ojos silenciosamente y por pequeños instantes. Esta vez era distinto.
Camila largó una lluvia torrencial de lágrimas acompañadas por sollozos cargados de bronca y sin deseos de ocultarse, de esconderse tras el silencio. No podía dejar de preguntarse el por qué de su destino, ni la suerte de su futuro. Su edad no le impedía ver la realidad; ella no debía estar allí, con frío, sola en medio de la noche, sin casa, sin esperanzas ni anhelos, sólo preocupada por cómo conseguir una moneda que le permitiera comprarse un pedazo de pan. Hacía demasiado frío. Debía estar, pensaba, en una cama caliente, con una familia que le diera amor, yendo a la escuela, siendo feliz.
El llanto duró mucho. En ese tiempo algunos automóviles pasaron por la calle. Es imposible que nadie la haya visto, en el medio de las escalinatas, bajo una inmensa luz, tan pequeña y tan triste. Pero nadie se detuvo. Camila, inconcientemente, se frenó en ese lugar para que alguien se apiadara de ella, era su forma de pedir ayuda, era la única manera que tenía para decir lo muy desesperada que estaba. Tenía seis años cuando descubrió que en sociedades urbanas de egoístas rige la ley de la apatía, y que es mejor encontrar sola una salida antes que esperar la ayuda voluntaria de alguien.
La mañana siguiente Camila caminó con más decisión. Preguntó e indagó hasta que al mediodía finalmente entró a un juzgado. Por primera vez, y por suerte, el azar la ayudó. El Juez eliminó toda la burocracia que suele haber en estos casos y rápidamente la entregó en adopción.
Héctor es médico y Alicia maestra. Están casados desde hace casi diez años y esperaban ansiosos poder adoptar desde que a ella le dijeron que no podía quedar embarazada. Hoy, en la ciudad, hace más frío que cualquier otra noche, pero Camila se siente protegida y feliz debajo de esa colcha nueva en esa tierna alcoba rosa, y sabiendo que tras la pared de la habitación duerme su nueva familia. Aunque no puede dejar de pensar que hace frío y que, tal vez, allá afuera hay niños que aún duermen en una plaza. Camila ya lo decidió, cuando sea grande va a adoptar.
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Comentarios
Liliana
Se te extraño mucho este tiempo en que nos dejaste solos, sin palabras para nuestra alma....sigo leyendo cada uno de tus escritos y sigues tan brillante como siempre...amén de que tu musa se haya tomado unas vacaciones...?
Gracias de nuevo por volver.....acá tenés una admiradora 100% complice de tus letras.....
Saluditos...Ivana.-
Liliana
Bonita historia y bonito blog. La verdad es que tiene un punto agridulce que sólo suele tener la realidad, ya que a pesar de terminar bien, te deja cierto poso de tristeza.
Un saludo,
Mónica
tu blog esta excelente...
no hay mas que pueda agregar
Suerte y besos
Atte: Jessica
es la primera vez que visito tu blog y leyendo este relato puedo decirte que mis respetos!!!
es una hermosisima historia, y solo puedo agregar que ojala existieran mas personas a favor de la ayuda al projimo en cualquira de sus formas.
un beso
Un abrazo