Alma en lluvia.
El sol caía rabioso sobre su piel árida, mientras el vaivén de las ramas de los árboles creaba una armoniosa melodía por el tronar de las otoñales hojas de verano. Su mirada se había fijado desde hacía varios minutos en el lago pétreo de paz nerviosa, y ella sólo atinaba a respirar sentada en un banco a orillas del agua. Los nubarrones oscuros ya habían cubierto todo el horizonte y se acercaban amenazantes presagiando una fuerte tormenta. La gente, en su gran mayoría paseantes domingueros, comenzaba a evacuar el hermoso parque que funcionaba como pulmón de la gran ciudad, sin embargo Guadalupe permanecía quieta, esperando respuestas para su futuro incierto, echándose culpas y comprendiendo realidades difíciles de entender.
Guada, como se hacía llamar, tenía motivos para no sentirse complacida por sus decisiones. Estaba casada desde hacía siete años; pero su matrimonio estuvo condenado al naufragio incluso antes de zarpar, cuando notó meses antes de la boda que su vida no era más que una acumulación de días rutinarios. Pero, tal vez por terquedad, prosiguió con sus planes creyendo que la alianza eterna revitalizaría lo que ya estaba muerto. Por supuesto que nada cambió.
A su esposo lo estimaba de verdad, con su corazón; pero esa infelicidad había provocado el nacimiento de una culpa que era depositada sobre él y Guada comenzó a responsabilizarlo, cada vez más, por su falta de dicha. Huyó sin huir cuando conoció a Cristian, muchacho más joven que hacía de su seguridad económica y espiritual su carta de presentación.
Ella pronto se sintió atraída, pero sólo como una amistad potente, visceral al extremo y de entendimiento mutuo; algo que Guadalupe jamás había experimentado. Lo convirtió en su gran confidente por un año y medio. Cada vez que la rutina la hastiaba en su casa, corría a su encuentro sin siquiera darle una explicación a su marido, que no era más que un ser apático sin demasiada capacidad de comprensión de la mente femenina.
Pero un día en el que Guada era un despojo de resignación y fracaso matrimonial, halló en él algo más que una amistad y decidieron experimentar con la sexualidad. Para ambos, sin duda, fue una experiencia extraordinaria. Pero las cartas ya estaban echadas. Desnudos, arrojados en la cama, establecieron las reglas; sería sólo una amistad con sexo, ninguno le pediría explicaciones al otro y no habría lugar para los reclamos. Aceptaron ambos, conformes, sintiéndose maduros y seguros.
Así, durante dos años, Guadalupe salía de su casa dos o tres veces por semana, siempre con una excusa distinta, para reunirse en el departamento de él, donde disfrutaban de largas sesiones del mejor sexo. Sexo que, por supuesto, no se parecía en nada al que el matrimonio le otorgaba. Como habían acordado, sólo se limitaban a practicar su deporte preferido sin hacer preguntas en temas del corazón. Guadalupe le contaba, por voluntad propia, el fastidio que día a día su marido le producía, pero sólo porque, además de ser su amante, Cristian seguía siendo su amigo.
Al comienzo del tercer año algunas cosas habían cambiado, los encuentros fortuitos dejaron de ser tan periódicos y Guadalupe comenzó a sentir dentro suyo un vacío inmenso. Ese vacío, por más que ella lo negó durante un tiempo, no podía ser otra cosa que la ausencia de un amor que se extraña demasiado. Hubo un par de veces que, en sus prolongadas charlas de cama, ella le deslizaba ese sentimiento extraño e inexplicable; lo hacía porque en otras oportunidades ambos habían planteado la posibilidad de formalizar su relación. Pero Cristian hacía ya muchos meses que no había vuelto a hablar del tema.
Guadalupe se había enamorado de su amante y había roto la regla más importante. Regla que a él no le costaba respetar. Todo había cambiado; tal vez porque a las mujeres les cuesta realmente más poder separar el sexo del amor; y porque Guadalupe comprendía que Cristian tenía una vida que ella desconocía y a la cual jamás iba a pertenecer.
Sentada bajo la lluvia, que había pasado de ser una amenaza a ser realidad, vislumbró el sinfín de errores cometidos; antes, ella misma se veía como la víctima de su matrimonio y ahora notaba que jamás había puesto tanto ímpetu con su marido como con su amante. Dejó, mientras armaba en su mente el extenso mea culpa, que la lluvia la empapara; como si pudiera el agua purificar la suciedad que ella sentía en su cuerpo quebrado. Luego se levantó decidida y emprendió el camino a casa. Tenía mucho de qué hablar con su marido y demasiado qué buscar en el futuro: debía hallar un hombre que albergara las mitades de los dos hombres que había perdido y a los que jamás regresaría.
Copyright © 2007
Guada, como se hacía llamar, tenía motivos para no sentirse complacida por sus decisiones. Estaba casada desde hacía siete años; pero su matrimonio estuvo condenado al naufragio incluso antes de zarpar, cuando notó meses antes de la boda que su vida no era más que una acumulación de días rutinarios. Pero, tal vez por terquedad, prosiguió con sus planes creyendo que la alianza eterna revitalizaría lo que ya estaba muerto. Por supuesto que nada cambió.
A su esposo lo estimaba de verdad, con su corazón; pero esa infelicidad había provocado el nacimiento de una culpa que era depositada sobre él y Guada comenzó a responsabilizarlo, cada vez más, por su falta de dicha. Huyó sin huir cuando conoció a Cristian, muchacho más joven que hacía de su seguridad económica y espiritual su carta de presentación.
Ella pronto se sintió atraída, pero sólo como una amistad potente, visceral al extremo y de entendimiento mutuo; algo que Guadalupe jamás había experimentado. Lo convirtió en su gran confidente por un año y medio. Cada vez que la rutina la hastiaba en su casa, corría a su encuentro sin siquiera darle una explicación a su marido, que no era más que un ser apático sin demasiada capacidad de comprensión de la mente femenina.
Pero un día en el que Guada era un despojo de resignación y fracaso matrimonial, halló en él algo más que una amistad y decidieron experimentar con la sexualidad. Para ambos, sin duda, fue una experiencia extraordinaria. Pero las cartas ya estaban echadas. Desnudos, arrojados en la cama, establecieron las reglas; sería sólo una amistad con sexo, ninguno le pediría explicaciones al otro y no habría lugar para los reclamos. Aceptaron ambos, conformes, sintiéndose maduros y seguros.
Así, durante dos años, Guadalupe salía de su casa dos o tres veces por semana, siempre con una excusa distinta, para reunirse en el departamento de él, donde disfrutaban de largas sesiones del mejor sexo. Sexo que, por supuesto, no se parecía en nada al que el matrimonio le otorgaba. Como habían acordado, sólo se limitaban a practicar su deporte preferido sin hacer preguntas en temas del corazón. Guadalupe le contaba, por voluntad propia, el fastidio que día a día su marido le producía, pero sólo porque, además de ser su amante, Cristian seguía siendo su amigo.
Al comienzo del tercer año algunas cosas habían cambiado, los encuentros fortuitos dejaron de ser tan periódicos y Guadalupe comenzó a sentir dentro suyo un vacío inmenso. Ese vacío, por más que ella lo negó durante un tiempo, no podía ser otra cosa que la ausencia de un amor que se extraña demasiado. Hubo un par de veces que, en sus prolongadas charlas de cama, ella le deslizaba ese sentimiento extraño e inexplicable; lo hacía porque en otras oportunidades ambos habían planteado la posibilidad de formalizar su relación. Pero Cristian hacía ya muchos meses que no había vuelto a hablar del tema.
Guadalupe se había enamorado de su amante y había roto la regla más importante. Regla que a él no le costaba respetar. Todo había cambiado; tal vez porque a las mujeres les cuesta realmente más poder separar el sexo del amor; y porque Guadalupe comprendía que Cristian tenía una vida que ella desconocía y a la cual jamás iba a pertenecer.
Sentada bajo la lluvia, que había pasado de ser una amenaza a ser realidad, vislumbró el sinfín de errores cometidos; antes, ella misma se veía como la víctima de su matrimonio y ahora notaba que jamás había puesto tanto ímpetu con su marido como con su amante. Dejó, mientras armaba en su mente el extenso mea culpa, que la lluvia la empapara; como si pudiera el agua purificar la suciedad que ella sentía en su cuerpo quebrado. Luego se levantó decidida y emprendió el camino a casa. Tenía mucho de qué hablar con su marido y demasiado qué buscar en el futuro: debía hallar un hombre que albergara las mitades de los dos hombres que había perdido y a los que jamás regresaría.
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Comentarios
chika_mala
Son cosas del amor.....
Seguí así, siempre.
Besos,
Ivana.-
Te dejo mi blog para que lo estrenes:
http://veredasyesquinas.blogspot.com
Liliana
bueno ahi t mando un apreton de manos jaja
http://danaeva2.spaces.live.com/blog/
espero te guste mi desahogo, mi Harteria
DanaEva
En todo caso Guada es el caso de muchas mujeres que pierden todo por nada! Y el fondo de ello es porque dejaron que el silencion las matara poco a poco. Era mejor haber hablado.....