Lamento haber estado ausente tantos días. Debo admitir que me he sentido con culpa, pero por más que lo he intentado, no pude escribir nada. Cuando se acerca fin de año una ansiedad espantosa me envuelve y ese poderoso sentimiento me arrebata cualquier migaja de creatividad. Entonces no voy a forzar nada y sencillamente dejaré que mi musa se tome sus merecidas vacaciones; yo, porque no queda otra, la perseguiré y viajaré de vacaciones hasta entrada la segunda quincena del año que ya comienza a asomarse.
Finaliza un año difícil, pero este final cobija en su interior una luz de esperanza, que brilla cada día con más fuerzas. Y esa luz se desprende de cada uno de ustedes, que día a día visitan este mundo. Y ahora que lo pienso ya no me siento tan solo, ni yo ni mi mundo; porque ahora ya son miles los que conviven conmigo en este planeta de letras, cargado de nostalgia, con ese dejo de tristeza que les transmito, y así y todo me agradecen (¿les gustará sufrir?).
Por eso, dejándole un abrazo enorme a todos, comienzo a armar la valija, donde llevo cada uno de sus comentarios, de sus hermosas palabras, y comienzo a emprender el viaje que me lleva, como siempre, a ninguna parte. En algún lugar, lo prometo, me reencontraré con mi musa y volveré, aunque nunca me haya ido, de nuevo al mundo que juntos construimos, que juntos habitamos y que juntos intentaremos cambiar.

Por último, lo único que me queda por decirles es: ¡¡¡Muy felices fiestas!!!

(Y no me extrañen mucho)

//Próximo Post: Enero de 2007//

Abrió sus ojos y se encontró convertido en desperdicio; arrojado en el piso, rodeado de mugre y desenfreno. Observó con mirada perdida las botellas vacías a su alrededor y el denso olor a alcohol derramado, a vómito fermentado. Descubrió, de pronto, estar habitando en un mundo de subsuelo, de marginación y soledad. Se puso de pie con movimientos toscos, propios de quién aún no ha despertado totalmente, o aún no está tan muerto como quisiera. Caminó esquivando su propia mugre y al ingresar al baño, y verse reflejado en el espejo, iluminado por una luz tenue y decadente, sintió pena de sí mismo.
Algo no estaba bien y él lo sabía; desde hacía un tiempo la vida se había encargado de atormentarlo cruelmente, con una saña injustificada. Ese martirio había comenzado con la muerte de su gran amigo de la infancia, su hermano del alma. Ese golpe inesperado, causado por una enfermedad impía, fue doloroso y lo suficientemente poderoso para dejar un dolor infinito en él. A duras penas lo superó, o por lo menos siguió viviendo; sabiendo esta vez que la vida es tan finita como pasajera.
Con el tiempo descubrió el significado de la palabra amor; su corazón se rindió a los pies de esa muchacha divertida, de mirada pícara y bondad incondicional. Podía adivinarse su amor con sólo verlos a la distancia y no era difícil imaginarles mil futuros, todos felices. Con el embarazo, felizmente sorpresivo, buscaron hogar, nombres y decoración para la habitación del nuevo integrante de la familia.
Usaron cada centavo que disponían y disfrutaron como niños esos nueve meses de ansiedad, nervios y entusiasmo. El día de nacimiento hubo otra sorpresa; las ecografías estaban equivocadas y quién iba a ser Lucía debió llamarse Lautaro. Fue un parto largo, pero los dos lo vivieron tomados de la mano, a sabiendas de que ese momento era único. Pero otra vez el destino se encargó de tirar abajo el castillo de arena.
Lautaro nació con una malformación en su pequeño corazón. Nada había para hacer. Murió a las veinticuatro horas.
La noticia fue tan dolorosa que las palabras que servirían para describirlo aún no existen. Parecía que, sin embargo, el amor que los unía a ambos era capaz de vencer cualquier cosa, incluso esta. Pero la llegada a la casa desde la clínica fue el principio del fin: la cuna, los juguetes, el cambiador, el rosa de la habitación, los pañales sin usar y los llantos ausentes, el silencio, las risas acalladas, la pena inacabable. Todo funcionaba como un cóctel demasiado fuerte para almas tan limpias.
El amor se convirtió en distancia y la distancia en desamor. La separación fue la única vía de escape.
Él armó maleta liviana y viajó lejos. Intentó hallar en el silencio alguna respuesta, pero no sabía que sobre su espalda se montaba el dolor más grande, incapaz de dejar atrás. A dónde iba lo seguía. Y por momentos, en el silencio se fabricaban llantos desesperados que parecían salir de ningún lado, pero que llegaban de todos. Las lágrimas secas y apagadas eran su único alimento, su única respiración.
Volvió maltrecho. Fue a buscarla a ella. Lloraron abrazados por horas sin decir palabra. Sólo lloraban, sólo se abrazaban. Luego se prometieron volver a intentarlo. Y lo hicieron, se mudaron juntos y unos pocos meses alcanzaron para demostrarles que lo suyo ya estaba terminado. Veían en los ojos del otro el reflejo de ese niño que ya no estaba, y que no volvería.
Luego de la separación, él volvió a armar maleta, pero esta vez, en vez de llevar kilómetros, llevaba adicciones. Intentaba ser una vía de escape a todo, incluso a él mismo. Ni las drogas ni el alcohol, ni las dos juntas, alcanzaban. Y ese día en que se despertó durmiendo en el piso de una sucia habitación de pensión gris y observó su reflejo en el espejo creyó entender, de pronto, que ya todo estaba terminado.
Volvió al cuarto y comenzó a juntar las botellas, a limpiar el piso. Al terminar se sentó en una silla y rompió en llanto. Lloró por horas, esta vez abrazado sólo a sí mismo. Abrazando su alma. Cuando ya no hubo nada por qué derramar lágrimas permaneció quieto, en silencio. Así, sin dormir, sin comer, y sin vivir, se detuvo a esperar la muerte.

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Hace 22 años...

Hoy, 7 de diciembre, es un día especial, no sólo porque es mi cumpleaños, sino porque es un día que pudo no haber llegado. Y eso es lo que se festeja, lo que cada mañana al despertar debe festejarse: un día más, porque de esos pequeños retazos es que la vida se compone. Lo único que poseemos es el día a día. El hoy.

Y por eso, en este hermoso día quiero agradecer a las más de once mil personas (y contando) que hasta el día de hoy han caído; por destino o azar, como siempre; en este blog, este pequeño mundo construido de letras viscerales. De letras que salen indefectiblemente de lo más profundo del alma.
No sé si hace 22 años, cuando nací, sabía a qué había venido al mundo. No sé si lo sepa hoy; pero no importa tanto eso. Porque en este tiempo pude descubrir que las utopías no son tan utópicas, ni los fracasos nunca tan rotundos, y los éxitos no existen, como mucho menos el futuro. Lo que nos queda son los sueños de hacer lo imposible; lo que me queda es escapar de la resignación y el conformismo.Lo que me quedan son las letras, y ustedes, y estos nuevos 22 años que por mucho que se hicieron rogar, por fin llegaron.

Muchas gracias (a ustedes), a mi familia, a mis amigos, a los médicos que me regalaron este día y cada día de mi vida y; por sobre todo, y muy especialmente a Flor, el alma de mi alma.

//Próximo post: Domingo 10 de diciembre//

Las vías de la vida.

Sus vidas corren como rieles; paralelos, muy cercanos, siempre a la par, pero sin tocarse jamás. Son sólo viajeros en una vida que no conduce nunca a alguna parte, y en ese viaje se buscan, sin saberlo; sienten en su interior que algo les falta, como si un trozo de su corazón estuviera ausente o marchito. Desconocen la causa, sólo cargan con resignación esa tristeza indeleble que cada mañana azota, que por las noches desvela y que con cada segundo se hace más grande.
Son hijos de la injusticia, producto de la prepotencia; pagan los platos rotos de épocas oscuras, demasiado oscuras, dónde las sombras cobraron vida y le arrancaron la luz de la vida a demasiadas personas. Son hijos de sótanos de padres que ya no están, son hermanos, son testigos anónimos de un trozo de historia y buscadores de algo que no saben qué es.
Fede tenía cuatro años esa noche; cuando un fuerte estruendo lo despertó. Luego oyó gritos y, por instinto, se resguardó debajo de la cama. Escuchó a su madre gritar, escuchó voces crueles insultar a su padre, vio los pies de alguien que entró a la habitación a mirar, le vio un arma colgando; luego los pasos que se alejaban, los gritos que se marchaban, un auto acelerando y el aterrador silencio que lo gobernó todo. El silencio de la soledad, el silencio de los desaparecidos.
Corrían los años de la dictadura argentina; pero Fede poco entendía de esas cosas. Lo único que entendió es que debía permanecer toda la noche escondido esperando el amanecer. Y eso hizo. Luego, cuando tomó coraje salió de su casa y golpeó la puerta de Selva, una adorable vecina que lo cuidó y crió como si fuera un hijo propio.
Quién entiende menos es Álvaro; él recuerda una niñez medianamente feliz, en familia acomodada, madre ama de casa y padre militar. Con el pasar de los años descubrió ciertos vacíos en su vida, piezas que faltan en su rompecabezas. Pero ese descubrimiento se vio relegado detrás de uno peor; cuando su supuesto padre le confesó haber participado en las misiones secretas de los años oscuros. Álvaro no lo dudó, y siendo un adolescente abandonó la casa, no soportaba vivir con un asesino. Pero se marchó antes de saber que esos no eran sus padres biológicos; antes de conocer que su madre lo parió dentro de un calabozo húmedo y oscuro, que a ella la asesinaron poco después y que a él le robaron su identidad, y su vida.
Fede creció extrañando a sus padres y agradeciendo a la vecina y queriéndola como a una madre. Ahora entiende lo que pasó, lo que no sabe es que su madre, cuando fue secuestrada, tenía un embarazo de un mes.
Álvaro se las arregla para subsistir trabajando y estudiando. Recibe cada mes, de mala gana, un sobre con dinero que le envía su supuesto padre. Eso le dio la posibilidad de mantener sus estudios universitarios que ahora, luego de mucha lucha, está por terminar.
De niños, vivían a tres cuadras y asistían al mismo colegio, jamás intercambiaron palabra y su diferencia de edad nunca les dio la posibilidad de compartir, por azar o destino, una actividad juntos. Una vez se cruzaron y miraron a los ojos. Ambos pensaron algo, mientras su corazón lanzaba gritos sordos, fue de esas miradas que se extiende en el tiempo, que dice mucho sin saber qué. Pero sus pasos no se detuvieron y los dos siguieron caminos separados; paralelos, pero sin tocarse.
Sus vidas se empeñan en ir siempre cercanas; los dos estudiaron trabajo social en la misma facultad y ahora, a los treinta y dos años de Fede y veintiocho de Álvaro, vuelven a vivir tan cerca y tan lejos; una cuadra, sólo una, hay de uno a otro.
Ambos apoyan su cabeza en la almohada a horas similares y los dos se detienen a pensar qué es eso que sumerge su vida en una tristeza despampanante y una ausencia que cada vez duele más. Así pasan las horas, antes de que puedan dormirse. Se extrañan sin conocerse, se necesitan sin saberlo.
El tiempo les construirá destinos similares y seguirán avanzando a la par pero nunca de la mano. Son las huellas del pasado las que aún hoy azotan, son las heridas que no sanan, los milagros que no siempre suceden.
Tal vez en algún momento vuelvan a cruzarse y a uno se le caiga algo y el otro se lo alcance, tal vez crucen miradas y siguiendo su instinto alguno invite al otro a tomar un café. Tal vez puedan hacerse amigos y las casualidades le muestren la verdadera identidad de cada uno. Y así, solo así, podrán enlazarse en un abrazo fraternal, infinito, como las vías de la vida.

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