Flor nostálgica.

Horizontes.


Al llegar a la playa miró a su alrededor y se encontró rodeado por sí mismo; supo de inmediato que no habría esa noche ni azar ni casualidad. Todo lo que sucediera esa noche estaba destinado a pasar. La extrañaba, la extrañaba tanto.
Pedro había sido siempre una persona callada, de carácter tranquilo. Sociabilizar era un trabajo arduo para él; prefería, en las reuniones de amigos, permanecer en silencio, a un costado, escuchando atentamente. Rara vez opinaba y sólo si consideraba que era imprescindible dar su punto de vista; si desconocía el tema, directamente jamás abría la boca, sólo aprendía. Todos sabían que poseía un corazón enorme, sin embargo nunca nadie esperaba de Pedro una muestra de cariño. Era tan callado para opinar como para decir te quiero.
Creció y maduró en soledad, en ese término medio del alma que no se sufre pero tampoco se goza. Posición cómoda le resultaba, aunque él anhelaba algo distinto, sin saber exactamente qué. Pedro jamás daba un paso sin confiar en dónde pisaba y eso lo estaba aburriendo, pero carecía del carácter para remediarlo, sentía casi una resignación por esa forma de ser. Pensaba que él era como era precisamente por como era.
Un sorprendente e improvisto llamado desde Madrid le dio, hace cuatro otoños, la posibilidad de viajar a España en viaje de negocios. Pese a que lo dudó, finalmente accedió y Pedro, que nunca se había alejado demasiado de su ciudad natal, logró cruzar el océano. Apenas la vio le llamó la atención esa española de rulos colorados como la llama. Fue frente al museo del Prado, ella estaba sola, sonriente, observando todo como una niña sorprendida y feliz. Ese gesto de goce a Pedro lo maravilló. Usó su cámara fotográfica como excusa para acercarse a ella. Al principio sólo le pidió un favor; que le tome una fotografía con el museo de fondo, y luego la invitó a un café.
Él jamás olvidará esa charla; el tiempo voló, los cafés se enfriaron, se tomaron, se volvieron a pedir y a enfriar y a tomar una y otra vez, los clientes cambiaban de rostro y sin embargo la conversación y el magnetismo entre sus miradas no perdía intensidad. Eva, la española, era un poco más joven, poseía todo el desparpajo y la espontaneidad que Pedro nunca había podido tener. A ella le fascinaba caminar sobre arenas movedizas, fabricar su día sobre la marcha, vivir sin saber exactamente hacia dónde se iba. Ella no era de las que sueñan con llegar a un sitio, sino las que disfrutan del viaje.
En Pedro; y también en Eva; el enamoramiento tomó forma rápido. A esa charla de café le siguió cena romántica y prolongada sesión de amor en cuarto de hotel con hermosa vista a Madrid.
Eran tan opuestos que debieron complementarse, y lo hicieron de manera fantástica; él hizo que ella sepa con más seguridad dónde pisar y él se permitió desechar su agenda y, de vez en cuando, improvisar. Aunque Pedro jamás logró romper esa gruesa barrera que le impedía decirle a Eva cuánto la amaba, por más que lo deseara con su alma nunca pudo hacerlo.
Ambos armaron casa en Argentina y juntos fabricaron futuro. Por esos días a Pedro se lo veía feliz, realmente, como nunca antes y, tal vez, como nunca después. La sonrisa fácil de ella se le había contagiado y juntos bromeaban y filosofaban por horas, ella era la dueña de cada regocijo de él. A Eva le pertenecía el alma de Pedro.
Fue una noche, un martes, después de cenar hicieron el amor y luego, agotada, Eva fue por un vaso de agua. A pedro le llamó la atención que tardara y ese ruido que había oído. Al llegar a la cocina la vio en el piso. Luego; sirenas, desesperación, silencio en sala de espera, el aviso que una aneurisma cerebral había dado por terminado el sueño y un llanto desconsolado.
Pedro estuvo por días callado, su sonrisa se había borrado y su mirada brillante, cargada de pena, comenzó a ser su marca indeleble. Sentía que todo le faltaba y tal vez mucha razón tenía; un cuerpo sin alma es sólo una piedra inerte.
Al mes de la partida de Eva, cansado de esa cárcel que era su casa, caminó hasta la playa. Al llegar miró a su alrededor y se encontró rodeado por sí mismo; supo de inmediato que no habría esa noche ni azar ni casualidad. Todo lo que sucediera esa noche estaba destinado a pasar. La extrañaba, la extrañaba tanto. Ni el alcohol ni la marihuana que había fumado podían ayudarlo a olvidar.
Muchos dicen que por el efecto de los narcóticos se lanzó al mar olvidándose que no sabía nadar. Otros, sus amigos, que lo adivinaban de memoria, saben que Pedro mató en el mar sus pasos seguros, su pena, su incapacidad de decir te amo.

Fue rescatado por alguien que nadie sabe cómo llegó allí ni como hizo para sacarlo. Pero Pedro logró salir y de pronto, aunque sin olvidar a Eva ni por un instante, logró encontrar motivos para seguir. Ahora está a cargo de comedor comunitario que él mismo armó y en donde más de sesenta chicos comen cada día. Ya contrató a una psicóloga y a un par de docentes que ayudan a los niños con los deberes de la escuela. Tiene pensado convertir el simple comedor en un hogar para aquellos que no tienen nada. Lo más fácil fue elegir el nombre: Eva.

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(Des)Encuentro


El sol, cada vez más, se acerca al horizonte tiñéndolo de un anaranjado suave, mientras el tren quiebra la llanura con su incesante marcha. Todo posee un movimiento mágico e, incluso, una increíble quietud; al mirar hacia el exterior puedo ver el sol, el horizonte lejano e inalcanzable y al tren mismo perfectamente detenidos mientras que todo lo demás pasa sin hartazgo de derecha a izquierda en esta ventanilla. Soy, tan sólo, un voyeur que mira atentamente el mundo pasar, un testigo de lo fugaz del presente, un alma en búsqueda, un sujeto con destino pero sin rumbo. Siento como mi corazón comienza a latir más despacio, susurrándome profundas conversaciones, silenciosos recuerdos, y no puedo dejar de pensar que encontraré cuando comience a buscarte.
Estoy lleno de preguntas que carecen de respuestas. No entiendo qué fue lo que sucedió, por qué nuestros caminos tomaron rumbos distintos, y cómo es que ya hace tanto tiempo que no sé nada de ti. Hacía días, tal vez meses, que no me detenía a pensar, ni por un segundo, en tu persona; pero algo, no sé qué, te trajo a mi mente de una manera insoluble. Los primeros días traté de dibujar de memoria tu rostro, pero el tiempo había hecho estragos y mi lápiz no logró completar los baches infinitos de la imagen borroneada por la corrosión. Pero anteanoche te soñé, fue uno de esos sueños tan reales que se pueden palpar: me encontraba caminando en uno de esos otoños de veredas frondosas y cielo gris, iba a ninguna parte, como siempre, y en una esquina (la esquina que nos pertenece, ¿la recuerdas?) te vi venir, tu imagen estaba completa esta vez, hasta mi sueño logró crear de manera fiel ese brillo casual que la luz dejaba en tus mejillas y que tanto placer me daba observar. Yo me detenía, secuestrado por la sorpresa y apresado por la emoción, a esperarte; tú te acercabas con esa sonrisa a medio dibujar y tu mirada llena de picardía. Pero al momento de estrecharte en un fuerte abrazo tu cuerpo se convertía en aire, en pequeñas partículas brillantes que la gravedad y la brisa me robaba para siempre. Y de pronto me encontraba solo, caído de rodillas en nuestra esquina, llorando y preguntándome dónde estás.
Fue tan solo un sueño. Creo.
Aquel día después de aquella noche fue lluvioso. Me sentía abatido, con una gran depresión, sumergido en una enorme soledad. Caminé bajo la lluvia por horas, entre adoquines y charcos, sin poder dejar de pensar en ti, en esos días maravillosos de besos eternos y abrazos cargados de afecto. Mientras caminaba las calles estaban vacías, como si una gran burbuja invisible me envolviera y me transportara a otro tiempo, dejándome solo en una ciudad congelada, donde hasta las gotas de la lluvia permanecían quietas esperando que mi cuerpo y mis ropas las impacte. Te extraño, pensé.
Y me subí a este tren que tal vez debería haber tomado antes, con la esperanza que al regresar a mi ciudad pueda encontrarme contigo, en cualquier sitio, por cualquier casualidad. Y mientras miro al sol terminar de desaparecer detrás del horizonte, siento entremezclarse mis recuerdos con mi imaginación y no logro distinguir qué fue real en aquellos tiempos; ¿existieron esas largas tardes en que descargabas tu bronca hacia el mundo mientras llorabas en mi hombro? ¿Fue real esa noche, nuestra última noche, en aquel campamento en esa fría primavera?
El tren comienza a aminorar su marcha. Y la vieja estación estilo inglés se hace visible. Todo está como antes, tal vez un poco más deteriorado. Descubro lágrimas en mis ojos mientras aferro con fuerzas la maleta cargada de sueños y utopías y un dibujo fidedigno de tu rostro realizado después de una tarde lluviosa. El tren finalmente se detiene y su bocina lanza su último alarido. He llegado, otra vez, después de tanto. ¿Caminarán, tus pasos, estas calles todavía? Al avanzar un miedo me invade, es el temor de oír tu voz, dulce, delicada y tierna, en mis espaldas y al voltearme descubrirte feliz con una vida ya armada. O tal vez es el temor de que tu nariz, gruesa y respingada, no vuelva a untarse en mis mejillas. O quizás el problema es que sé que podré no encontrarte y convertir mi vida en un gran reproche.
Tal vez no debería haberme marchado nunca, lo sé; tal vez nunca deberías haberme dejado ir...


(¿Continuará?)

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¡Hasta pronto!


Como festejo por haberse cumplido las 5.000 visitas esta semana (¿Quién lo hubiera dicho?) y porque necesito reencontrarme con mi musa es que voy a tomarme una semana de vacaciones. Sólo una, siete días. Volveré el próximo viernes 20 con nuevas historias que haya recogido al pasar. Tal vez, en mi viaje en tren me siente detrás o delante de alguien; quizás ese alguien le comente a la persona sentada a su lado que su vida fue dura, regida por el pretérito imperfecto. A lo mejor le contará que tuvo sueños, esperanzas y deseos que el tiempo, o tal vez el sistema o sencillamente el azar, los convirtieron en anhelos truncos y que hoy vive encerrado en su propia miseria, de vida laberíntica. Puede ser que la persona que lo escucha atentamente se sienta cómoda con su interlocutor y abra su corazón: le dirá, supongo, que ella va de viaje a la montaña a reencontrarse con el amor de su vida, que estuvieron separados un tiempo, porque así es la vida, ¿vió? Pero recibió una carta que sólo decía: "Te espero en una cabaña a orillas del lago, amor." Supongo que conversarán largo rato, y al separarse se estrecharán en un abrazo de amigos. Son esos amigos, al pasar, los que nos regalan su anonimato y su oído, son esas historias fugaces, esas barreras, esas vías paralelas, ese traqueteo, ese silencio, las miradas, el paisaje, la nada misma; son esos pequeños mundos los que iré a buscar, porque el azar y el destino nos regala en cada esquina algo que vale la pena escuchar.

¡Hasta pronto!

Corazones en vida de maqueta.


Hay corazones que vagan por allí, aún fríos, congelados, esperando el calor o el resurgir de lo que nunca nació. Se mantienen estáticos, no desparraman pasiones por el cuerpo, sólo cobijan en la oscuridad el reír y el llorar. Son almas muertas, piedras cargadas de demasiados sinsentidos. Han sido descoloridas por la razón extrema, ese pensar tan cruelmente meticuloso que no deja espacios para las casualidades, para la equivocación o el sabroso gusto del azar. Pero a Alma la necesidad de vivir le está despertando el corazón, con lánguidos pero constantes latidos.
Desde pequeña, la portación de apellido le exigió ser perfecta; y fue la mejor en eso de ser la mejor. Siendo adolescente se obsesionó por cultivarse y su carrera apurada la hizo saltear a La Cenicienta y la llevó directo a Kafka y Nietzsche. Egresada con honores pudo hacer gala de sus cinco idiomas y sus tres títulos universitarios. En ninguno bajó de promedio nueve.
A Alma el éxito profesional la llenó de artilugios; hermosa casa en barrio cerrado, autos importados acordes al vestuario del día y un esposo, tan perfecto como ella e igual de insulso. La perfecta carrera resultó tal como ella lo había planeado. Pero por alguna razón, Alma sentía cada mañana, luego de cerrar la ducha del baño, un enorme vacío y un sentimiento de soledad absoluta. Duraba poco, dos o tres segundos; hasta que la agenda del día giraba la atención. Pero eran los primeros síntomas de un despertar inevitable, porque hasta el éxito se torna aburrido sin pasión.
Esos años pasaron sin mayores novedades, sólo el triunfo cotidiano de la mente. Pero el día en que Alma cumplía sus primeros treinta y ocho años el destino se cansó de ser un simple observador. Volviendo a casa, entre medio de una copiosa lluvia, perdió el control de su automóvil e impactó contra un árbol. Simón fue el primero en asistirla, la extrajo del vehículo, y la acostó sobre la vereda. A Alma se le olvidó el dolor de cabeza al ver a Simón; de alguna manera experimentó algo muy extraño y desconocido para la racionalidad; en ese instante, bajo la lluvia y algo golpeada, conoció la magia y el encantamiento. Él sólo pudo darle su tarjeta y ofrecer sus servicios de abogado para luego marchar seguido por la prisa. Alma se subió a un taxi y viendo el sol caer entre las nubes grises, observando el río de luces naranja que los automovilistas dibujan sobre la autopista y sin saber por qué, comenzó a llorar. En su llanto había vacío y remordimientos, la razón fue callada por un fuerte latido y las penas comenzaron a desparramarse; era el día de su cumpleaños y sin embargo Alma sabía que, al girar la llave en la puerta de su casa, iba a encontrarse con oscuridad y silencio, conocía la agenda de su marido; mantener una carrera prominente lleva tiempo.
Como lo había predicho se lanzó abatida al sofá entre el silencio y la oscuridad. Buscó paz en un vaso de whisky pero encontró la tarjeta de Simón. Aún no sabe por qué, tal vez porque quiso seguir por primera vez en la vida su instinto, pero lo cierto es que esa noche lo llamó y la cita improvisada resultó fantástica. Simón, sujeto apasionado; abogado por conveniencia, sólo para solventar el hobby de vivir la vida; la hizo recorrer cada rincón de su corazón y la llenó de placer y desenfreno irracional. El nacimiento del amor fue prematuro. Alma dejaba en su olvido aquella relación de besos impares con su esposo.
Los encuentros ocasionales con Simón se sucedieron todo ese año, y entre primavera y otoño fantasearon con dejar todo e irse juntos a ninguna parte, crear una familia lejos de la ciudad, olvidarse de placeres hedonistas y perder la conciencia entre las sábanas. Pero el comienzo del invierno la encontró cargada de miedos a Alma y de nuevo comenzó a pensar.
Alma cambió teléfono, despidió para siempre a Simón y tapó su recuerdo bajo un colchón de cordura impía. Continuó su vida triunfalista creyendo poder saciar la adicción a los besos sabrosos con rutinas laborales. Pero los segundos de soledad en la ducha comenzaron a ocupar toda la mañana primero, y cada segundo del día después. Alma era una esclava de su propia vida perfecta en hogar de frío minimalismo. Pero, por más que lo quería, no tenía el valor de alzar el teléfono como aquella noche y llamar de nuevo a Simón.
La vida parca comenzó a azotarla cada vez con más fuerzas pero no hallaba puertas en ese laberinto, y cuando los caminos se cierran el suicidio comienza a ser un pensamiento constante. Al único año de su vida que valió la pena, ella misma le había cortado las alas. Y eso causaba dolor.
En su cumpleaños cuarenta y dos Alma fue rumbo a una pequeña plaza, de paz floreciente, donde los lectores se arrojan horas a sus sombras para perderse en la fantasía de los relatos. Allí pensó por última vez con seriedad en quitarse la vida. Y el destino, harto de que le den la espalda volvió a hacerse presente.
- Vámonos.
Alma sintió una mano que acariciaba con suavidad sus cabellos.
- ¿Dónde? - Le respondió llorando ella.
- A ninguna parte – Susurró Simón.

Aún no sabe por qué, tal vez porque quiso seguir por segunda vez en la vida su instinto, pero lo cierto es que ese día Alma le dijo adiós a su vida de maqueta y halló en el mar un lindo refugio para la pasión irracional.

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Cicatrices eternas.


En cada paso, el presente se mezcla con el pasado, como gajos de realidad imperfecta, trozos entremezclados de dos mundos que coexisten sin saberlo. La última vez que había estado allí no había el silencio calmo de ahora, sino silbidos, oscuros silbidos cargados de muerte que a lo lejos se escuchaban. Y luego explosiones; como truenos. Y muerte, mucha, demasiada muerte.
Luca era tan sólo un adolescente en los cuarenta, durante la guerra. Aún hoy puede recrear en su mente aquellos días de miedo, pánico e incertidumbre; el sonido de las sirenas que lo arrojaban a cualquier refugio en cualquier lugar y momento, las columnas de humo a la distancia, el olor a pólvora quemada que el viento traía, el olor ocre, intenso, de los muertos y, por sobre todo, el grito y el llanto de los sobrevivientes, arrojados en el piso, lanzando su bronca y dolor en forma de lágrimas sobre sus seres queridos mutilados o irreconocibles. Los días eran muy largos y las noches infinitas. Eran épocas en las que se dormía de a ratos, con los ojos a medio abrir y el corazón palpitando con velocidad. Cualquier momento podía ser el último, cualquier explosión, que cada vez eran más cercanas, podía ser la que apagara todo.
Luca vivía en una gran casa, sobre la colina, a la que se accedía por un camino de adoquines; de perfectos adoquines, prolijamente ordenados; bordeado por un pequeño muro de piedra. Ese camino desembocaba en una gran puerta enrejada que una vez traspasada, y subiendo otros pocos metros, se llegaba a un hermoso parque verde, coronado con el caserón en el medio. Allí vivía con sus padres y sus dos hermanos menores. Su padre era una persona muy trabajadora que estaba mucho tiempo fuera de casa, su madre un ama de casa formidable, de una bondad absoluta y entregada al amor de sus hijos. Luca posee imágenes imborrables de su infancia; jamás olvidará las duchas que la madre les daba durante el invierno. Calentaba mucha agua y la colocaba dentro de un gran tacho, allí se metían de a uno y la madre los bañaba ayudándose con un pequeño recipiente. Para la salida tenía enormes toallones, previamente calentados en la estufa a leña, esperándolos para envolverlos. A eso le seguía un afectuoso abrazo.
Pero el contexto era salvaje y Luca recuerda cómo, lentamente, la guerra comenzó a golpear la puerta hasta que llegó el día en que ellos estaban en el medio. Sus padres no esperaban que eso sucediera. Pero así fue y la vida cambió; la escuela se mantuvo cerrada porque las sirenas no dejaban de hacerse oír, las explosiones se sucedían una tras otra y durante la noche se multiplicaban; desde la colina podía verse a la ciudad humeando e iluminada por el fuego, por la destrucción, por la muerte. Fue durante la madrugada del doce de abril el día en que el mundo se derrumbó para siempre en la vida de Luca; no había habido tantas bombas ese día, por lo que dormir fue posible. Pero un silbido, demasiado cercano esta vez, lo despertó. Duró menos que otros, tan sólo le dio tiempo de abrir los ojos, y lo que le siguió luego fue el caos; el trueno majestuoso, un rugido diabólico y áspero que lo rodeaba, e instantes después Luca se recuerda arrojado en el piso, entre escombros y polvo. El silencio que le siguió al rugido es el silencio que anuncia el desamparo y la tristeza infinita.
Hoy Luca transita ese camino por primera vez en más de sesenta años. Todo está muy parecido y muy diferente. Como si el tiempo se hubiera detenido en ese sitio pero asegurándose de dejar muestras de su presencia. Al llegar a la puerta de rejas Luca se detiene, observa la ciudad desde lo alto y no puede evitar que lágrimas se derramen sobre su tierra. Al apoyar la mano sobre la puerta y transitar los primeros pasos le parece sentir el olor de la comida casera de su madre. Pero sabe que es imposible. Cruelmente imposible. Aquella noche de abril toda su familia falleció, aún no sabe ni entiende cómo él sobrevivió. Son las travesuras del destino. Ese día se levantó entre los escombros y atónito y perdido caminó toda la noche. No podía quitarse de su mente la imagen de su familia muerta. Los siguientes dos meses se guardan de manera confusa en su memoria, lo cierto es que sin saber exactamente cómo, logró subirse a un barco con rumbo a la Argentina; donde fabricó una nueva vida pero jamás olvidó su tierra ni mató su deseo de volver.
Al traspasar la reja y caminar logra ver lo que era su casa, su hogar. El parque se mantiene con el mismo verde de antaño, pero el caserón es, ahora, una pila de piedras desordenada. Hay segmentos de pared que aún se mantienen en pie, pero no poseen más de un metro de altura. Luca puede ver, incluso, objetos, trozos de su infancia. Esperó mucho tiempo para esto creyendo que allí terminaría de cerrar un capítulo, pero lo que siente es un vacío enorme. Está allí, pero está llorando y no oye los pasos de su madre acercándose para abrazarlo y preguntarle como está, no escucha a sus hermanos jugar o pelear. Sólo hay silencio, el mismo silencio de aquella noche, el mismo vacío, igual, sólo que sesenta años después.

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