Como un volcán, poderoso, categórico. Como una fuente de agua, indispensable, transparente. Así fue como nuestro país nació, hace ya casi dos siglos. Tuvimos buenos próceres, héroes. Realmente alguna vez fuimos un país pujante. Es cierto, sí, que tuvimos referentes culturales reconocidos mundialmente. Todo eso es cierto.
Es cierto, también, que quedan despojos, mal olientes, de todo aquello. Parecería, esta, una mirada absolutamente pesimista, pero aquellos que se detienen a pensar si las premisas expuestas corresponden al pesimismo o al optimismo están, ciertamente, desviando la mirada a una discusión insubstancial. Dejemos, argentinos, las hipocresías y llamemos, de una vez por todas, a las cosas por su nombre.
La cultura es la huella digital de una nación, son los valores, la historia, las creencias, las costumbres de un pueblo en determinado lugar. Es lo más valioso, el genoma de un país. ¡¿Cómo puede prosperar una población si no tiene cultura?! No puede. Sencillamente.
Los argentinos hemos mirado, desde siempre, con cierto recelo a Europa y a Estados Unidos, dedujimos que era apropiado imitarlos. Ignoramos por completo lo que aquello significa, ignoramos lo que supone intentar importar una cultura: supone perder la propia. Porque hoy, las consecuencias están a la vista, hemos perdido nuestra identidad como país y no nos parecemos a nadie, ni a ellos ni a nosotros. Esto sucede porque nunca logramos entender que una sociedad y su cultura se forman sujetas a la historia, a los cambios paulatinos y hasta a la geografía.
Importar soluciones de otros países para los problemas propios crea un nuevo problema, la imposibilidad de adaptación, dando como resultado la aparición de una cultura híbrida, sin espíritu y sin metas. Argentina tiene implícita una cultura propia que no hemos defendido, sino que la hemos destruido de la manera más cruel: menospreciándola. Porque padecemos un mal común en Latinoamérica, el de sobrevolarar lo ajeno ignorando lo propio. Este fenómeno se dio, fundamentalmente, en dos ámbitos: en la ciencia y el arte.
Es sabido que la ciencia busca soluciones a puntuales necesidades que responden a una cultura determinada, y un ámbito cultural difiere de otro porque los códigos que se utilizan son diferentes, y cada uno da como resultado una ciencia distinta. Por lo tanto, una tecnología está condicionada por la cultura en donde fue realizada, y si dicha tecnología no fue efectuada en el entorno en donde se la emplea se produce una anemia cultural irreparable. Porque, por ejemplo, no serviría de nada copiar la ingeniería de los rascacielos japoneses, ya que los vientos argentinos no son como los japoneses, ni el suelo, ni el riesgo de terremoto es igual. Pero, sin embargo, lo hemos hecho (o no lo hemos modificado), ¿acaso nuestros trenes no viajan por el carril izquierdo?
Nuestros científicos, talentosos, huyen hacia otros horizontes urgidos por la necesidad de que su trabajo sea reconocido. Son los nuevos exiliados, los de siempre, los irremplazables. Nuestra ciencia ya ha sido abandonada. ¿Pero nuestro arte? También.
Nuestros artistas nunca encontraron en su tierra el lugar para vivir, no porque no la hayan querido, sino porque no los hemos querido. No, por lo menos, hasta que fueron reconocidos en el exterior. A pesar de que el arte es el lenguaje de una cultura -la nuestra- lo abandonamos, lo menospreciamos. Si el arte es la expresión de la realidad con una mirada propia significa que ya no poseemos un punto de vista que nos identifique. Y eso es muy triste. Habla de una gran pauperización de pensamientos, de ideas.
Es que lentamente, por habernos mantenido absortos, fuimos siendo más y más permeables con otras culturas, al principio era un goteo, ahora es un chorro que nos empapa de costumbres que no son nuestras. Y el arte, especialmente el cine, fue la canilla que nos colgó (en nuestra mente) una bandera azul, roja y blanca, con muchas estrellitas que, imagino, representan la noche en la que nuestra identidad se perdió. Estamos tan acostumbrados al cine estadounidense (ellos se llaman América, ya saben que nos poseen) que el nuestro nos parece ajeno, extraño. Es que el cine posee su propio lenguaje narrativo y, como todo arte, dicho lenguaje es la máxima expresión cultural. Pero el nuestro ya no nos parece nuestro...
¿Entonces qué nos queda? La nada. Somos un país sin nación, sin espíritu. Hemos vendido nuestra alma y no necesariamente al mejor postor. Hemos prostituído nuestra cultura a cambio de nada. Y la falta de coherencia social con la que nos hemos manejado da como resultado una desintegración cultural que nos impide conciliar un objetivo nacional común, una base sólida. Carecemos de una meta social, como país, para desarrollar en el largo plazo.
La sociedad argentina, además de individualista, carece de autocrítica y se caracteriza por delegar la responsabilidad de los hechos a terceros: los ciudadanos culpan a los políticos, los políticos a los opositores, los opositores al Banco Mundial. Deberíamos pensar que tenemos los políticos que nos merecemos (y votamos) y que la política está en todos lados y hay que ser partícipes concretos, porque la corrupción no sólo está en las instituciones gubernamentales: la tenemos en el barrio, en el club y hasta en la familia. Si cada uno hiciera lo correcto (y legal) no sólo para sí, sino para la sociedad toda, el país tomaría, por fin, el camino del desarrollo. Pero estamos estancados en la lucha pueril entre nosotros mismos, sin valores, sin ética, sin compromiso. Nuestros próceres, indefensos en las plazas, son blanco de pintadas; nuestro querido Cabildo agoniza mutilado; tenemos escuelas con ratas; alumnos con razones –y también excusas- en las calles; adultos despotricando contra los jóvenes; jóvenes que aclaran que el país no fue destruido por ellos (y tienen razón); adultos hedonistas; ancianos marginados y condenados a una miserable jubilación; jóvenes regidos por el facilismo de no ser ellos quienes conducen al país; maestros que abusan del poder de huelga empañando una protesta justa y millones de argentinos corruptos que hacen de lo incorrecto una forma de vida.
¿Todo esto a qué viene? A que Maria Julia Alsogaray está libre y Omar Chabán también, y 193 familias están destrozadas y suplican justicia, que casi cien muertos lloran en silencio en los ladrillos de la nueva AMIA, que otros tantos sienten la impunidad de un avión que nunca pudo despegar por culpa de la negligencia, que nuestros niños que se hicieron hombres en Malvinas vagabundean a espaldas de una sociedad ciega, que treinta mil desaparecidos siguen sin aparecer y que 36 millones de argentinos somos dueños de un Cromañón gigante. Y que me he dado cuenta que todos y cada uno de nosotros tenemos la culpa y cierta responsabilidad, porque nunca hicimos lo que debíamos.

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2 Comments:

  1. Anónimo said...
    IMPRESIONANTE!!! Me dejaste helada ante semejante opinión, y me pregunto...cómo puede este chico tan joven escribir con tanta sabiduría.
    Para los que estamos lejos, los que abandonamos todo aquello hace muchísimos años, este tipo de comentarios nos hace sentir, al menos en mi caso, un poco culpable por no estar ahí y sufrirla igual que todos. Será por eso, que desde afuera nos pasamos intentando demostrale al resto del mundo que los Argentinos sí tenemos identidad propia, y un país maravilloso.

    LILIANA
    Sherezada said...
    hola. se nota que has leido a canclini, sarlo, spiguel y tantos otros pensadores que opinan sobre el tema. estoy de acuerdo en muchas cosas por no decir en todo que seria ya, un atrevimiento.

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