Mis recomendados.

Los siguientes son relatos que me agradan muy especialmente. Entiendo que mi gusto puede no ser compartido por todos, pero igualmente es una buena manera de que ustedes, mis lectores, conozcan mis preferencias personales.



Antes de ponerme a escribir sobre mí me pregunto cómo lo haré, me cuestiono si alcanzará con decir que nací en la primavera del ´84, en una bella ciudad de la pampa húmeda llamada Junín. También dudo si hace falta que diga que vine al mundo en una época complicada de Argentina, dueña de una democracia que aún usaba pañales. Que vivía en un humilde departamento en dónde solo abundaban las ganas de progresar, y que mi familia tenía pocas posesiones: como una inmensa tortuga, que se arrojó del balcón; un vehículo, que arrancaba después de ser empujado dos cuadras; y, por sobre todo, una honradez intachable, con ganas de ser transmitida.
Recuerdo mi infancia con mucha alegría, porque siento que muchos la envidiarían; es que vivía en un barrio donde la inseguridad o el qué dirán aún no habían llegado. Y la televisión era un objeto que no atraía mi atención en lo más mínimo, porque afuera de los límites de mi casa había un universo, real y ficticio, en donde se jugaban copas mundiales de fútbol, o se entablaban las batallas más arcaicas, inocentes y divertidas de la historia; con los niños de la otra cuadra que pertenecían a una tribu rival. Estaba poco tiempo encerrado, porque saciar la necesidad de experimentar y vivir en tantos universos imaginarios requería un arduo trabajo: había que conquistar el descampado cercano, construir la choza con cañas y ramas, encender la fogata y preparar el caramelo, en una cacerola ennegrecida por el hollín, que luego comíamos.
Lo bueno era poder vivir sin poseer temores, poder reír, pelear y volver a reír; jugar a la rayuela, a la escondida, o a lo que fuera hasta bien entrada la noche y, si encima llovía y nos embarrábamos mucho mejor, porque éramos invencibles; absolutamente eternos.
La eternidad, que es tan finita como la verdad, finalizó allá por el ´92, cuando por diversas circunstancias debimos mudarnos a otro barrio, con otros edificios y, sobre todo, con otra gente. Los niños que antes surgían como hormigas, ahora eran tan escasos como mis ganas de buscar nuevas amistades; en un sitio donde demasiadas cosas estaban prohibidas, como el gritar o el saltar. Por ende, había solo un sitio adónde podía escapar, y era mi mente. Allí fabriqué el mejor de los refugios y le prohibí la entrada a cualquier persona, porque allí podía entablar conversaciones con miles de amigos inexistentes, productos de mi imaginación, que tenían complejas historias y diversos sueños.
Contra lo que se puede suponer, fue en mi mente donde comencé a escribir y no en el papel. Ese era el sitio ideal para elaborar tramas que rozaban lo ridículo; lo inmensamente humano; y se edificaban como antítesis total de mi vida palpable. La capacidad de involucrarme con las historias de mis personajes –que nunca eran quimeras idílicas, sino seres llenos de defectos- hacía que, sus penurias o alegrías, me entristecieran o alegraran el día con tanta o más fuerza que a ellos.
Indudablemente, en la creación de estos mundos, había una evidente necesidad de escapar de la realidad tan compleja que, ni en ese momento ni ahora, podía entender. En mis ficciones las reglas estaban claras porque eran mías, y las injusticias tenían una causalidad elocuente; todo poseía una lógica por lo menos aparente. Pero todo lo que sucedía fuera de la frontera de mi imaginación funcionaba como gigantescos puñales irrefrenables, cuyo daño era majestuoso y sus causas no tenían explicación. Nadie podía explicarme por qué yo tenía la posibilidad de comer cada día, de educarme, de jugar, de ser niño; mientras tanta muerte, hambruna, guerra e injusticias rodeaban mi pequeña aldea. Nadie podía decirme qué había hecho yo para merecer todo eso. Sufrir el dolor ajeno era mi manera de acallar la culpa que me martirizaba, por sentir que tenía privilegios que no merecía.
Tampoco podía entender el desdén de los otros como yo, que ignoraban esa realidad paralela tan cruel que corría a nuestro lado. Era demasiado pequeño cuando me prometí luchar por cambiar el mundo, y fue ya de más grande que resigné trozos de ese sueño.
En la adolescencia comencé a convivir con la realidad, vestido con el disfraz de la experimentación; descubrí los primeros modelos de amores y, por ende, también sufrí los primeros fracasos del corazón; me dejé llevar una rebeldía tímida; conocí algunos excesos; me desilusioné con ídolos que teñían con errores terrenales el manto con el que los había endiosado; aprendí a comprenderlos; naufragué en mis propias verdades absolutas; y lloré, sufrí y reí a la vez. Sin embargo, detrás de todo eso, seguía habitando el mismo de siempre; el que buscaba su lugar en el mundo y, sobre todo, la razón de su existencia.
Sintiéndome absolutamente ajeno en cualquier ámbito, descubrí, en un segundo de lucidez, la importancia del arte. Si algo debería haber descubierto antes es que mi existencia se reduce a la necesidad de expresarme. Y esa necesidad era imposible de saciar en cualquiera de los ecosistemas hasta ese momento habitados; por tal motivo la mudez con la que respondía a la impotencia, se convertía en poderosa angustia y alienación.
A escondidas comencé a incursionar en la literatura, leyendo lo que encontraba, sin saber lo que leía. Eran lecturas furtivas, cargadas de una gran vergüenza infantil; por saber que mis hábitos me llenaban de anormalidad con respecto a mis pares. Pero había algo que me reconfortaba; y era que estaba empezando a transitar por el camino que soñaba con seguir, aunque no sabía exactamente cuál era.
Un día, no tan distinto a otros, me supe amando el cine; tal vez porque era la representación visual del universo tantas veces evocado en mi mente; porque veía un discurso detrás del relato, porque veía expresión. Veía arte. Y ese amor me trajo a la ciudad de La Plata, ciudad que me enamoró inmediatamente, por su belleza y sus aires de libertad, por haberme sumergido en el arte; el único mundo donde el porcentaje inmenso de anormales convertía la anormalidad en normal. Y yo era uno de ellos.
Claro que el mundo no es tan simple para personas como yo, y aún continuaban residiendo en mí más preguntas que respuestas, más trozos que partes. Mi existencia podría haberse extinguido sin encontrar ningún tipo de oposición de mi parte, porque la muerte estaba camuflada como vía de escape.
Pero mi todo incompleto halló su razón de ser cuando la vida puso en mi camino el mejor de los regalos: el amor de mi vida. Inmediatamente me dejé caer en sus brazos; porque su simplicidad y transparencia tenía –y tiene- la habilidad de desintegrar cualquier trozo de vacío que pueda encontrar en mi alma. Millones de interrogantes encuentran respuestas, de golpe, en sus ojos; con una claridad envidiable aún en los momentos de mayor oscuridad. Allí, mi todo desordenado se completa y mi vida cobra sentido de golpe, con claros objetivos y caminos que se construyen firmes en la invisibilidad del futuro.
La razón por las que no valoraba mi vida tanto como merecía, era porque nunca había tenido miedo de perderla, nunca había tenido la necesidad de saber que necesitaba tiempo para cumplir sueños. Pero el absceso cerebral que tuve en julio del año 2006 terminó de darle forma a este que soy ahora, y que se mantiene en constante mutación. El temor a perderlo todo, el miedo a dejarla a ella y las miles de cosas que tenía ganas de decir y aún no había dicho, fueron motivos suficientes para aferrarme con pasión a la vida.
Y este blog, este mundo, es lo primero que construí cuando supe que la eternidad no existe, y que era hora de empezar a hacer lo único que sé hacer: contar historias, aunque eso no signifique que lo haga bien.

Sinceramente no sé cómo escribir mi historia tan pequeña, y mis sueños tan inmensos; porque aún no logro comprender nada de lo que habita fuera de mi mente, pero sé que lo único que puedo ofrecer, aunque eso no sea mucho, es mi corazón.

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