Pudo haber sido yo.

Hoy, sin ninguna razón en particular y en un segundo de absoluta tranquilidad, recordé un acontecimiento que hacía mucho no recordaba y que, sin embargo, siempre se mantiene latente, indeleble a lo largo de los años; tal vez porque ese suceso estuvo cargado de misterio y preguntas o, tal vez, porque lo que pasó esa noche fue un quiebre para que el destino se abra paso hasta el hoy.
Hacía poco que había cumplido los treinta años, lo recuerdo porque no hubo festejos para ese aniversario; estaba atravesando una profunda crisis, sentía que los años se estaban acumulando sobre mis espaldas mientras se comenzaba a percibir el aroma del envejecimiento. Y todo ese pesar me encontraba absolutamente solo, habitando una vida desabrida y de tonos más bien grises que se habían esculpido en mi rostro incesantemente, colocando gestos lastimosos en mi cara. Y aunque nunca fui de esos tipos que acumulan amigos a cada paso, mi mirada de perro abandonado causaba cierta piedad y la gente se me acercaba invitándome a fiestas y acontecimientos sociales a los que rara vez asistía. Así fue como logré la invitación para la fiesta que organizaría el matrimonio Floria en su casa.
No planeaba ir al festejo, pero sufrí un imprevisto; esa mañana había olvidado pagar la tarifa de la luz y me habían cortado la electricidad, por lo que me parecía muy poco tentador quedarme en mi casa a oscuras. Como suele sucederme aún hoy, esa noche llegué temprano, casi media hora antes del horario pautado y, como era de esperar, aún había muy pocos asistentes en la fiesta.
Entré al inmenso y lujoso caserón y recorrí el espacio con una mirada rápida notando que no conocía a nadie y, para colmo, ni siquiera el matrimonio Floria me caía lo suficientemente bien como para entablar una conversación con ellos. Entre excusas, escapé al cuarto de baño, en el primer piso de la casa, donde maté el tiempo haciendo nada, esperando encontrar, al bajar, más invitados que se llevaran toda la atención para que mi presencia pasara inadvertida. Haber aspirado mis últimos gramos de cocaína en el baño pudo haber sido, tal vez, el principio del después. Aunque nunca lo sabré con certeza.
Recién había comenzado a descender la escalera encorvada cuando tuve el primer escalofrío; sentí el reflejo de un perfume dulce y delicado como la miel que, indudablemente, provenía del cuerpo de una mujer que debía ser tan dulce y delicada como el aroma que desprendía su piel. Escapé del último escalón guiado por mi olfato, y recorrí el salón tratando de adivinar el aroma de la miel entre tantos perfumes ordinarios que se mezclaban en el gentío que, ahora sí, había colmado el lugar. Pero mi olfato no estaba tan entrenado y me rendí velozmente atraído por la barra de licores.
Después del sexto o séptimo tequila tuve el segundo escalofrío; mis ojos se elevaron controlados por la miel que llegaba a mi nariz, y entonces pude descubrir el origen de todo cuando quedé absolutamente maravillado por la imagen corpórea de ese aroma. Ella tenía alrededor de veinticinco años, y la suavidad y la belleza del terciopelo. De tez clara, una nariz tímidamente esculpida y ojos almendrados, tan negros como la noche, encuadrados en largas pestañas que hacían de su mirada un sinfín de misterios por resolver. Sus labios eran finos pero bien marcados y su pelo encantador; negro y lacio, caía sedoso y danzante por sobre sus hombros. Pero tal vez lo más increíble era su forma de bailar, su misticismo; esa alegría desbordada y totalmente despreocupada, esa forma asimétrica de encajar entre el mundillo de la clase alta. Parecía estar rodeada de un velo mágico que le daba luz propia, tanto que alrededor de ella se hizo un hueco, como si su luminiscencia fuera tan fuerte que nadie podía acercarse. Era perfecta, incluso para ignorar su perfección. Con ese gesto despreocupado continuaba bailando sola, en medio de todos, soltando sonrisas pintorescas al aire, dejando que sus cabellos flotaran ingrávidos y que sus ojos descuartizaran la luz en millones de brillos. Y con ese vestido blanco de delicado corte la imaginé como un jazmín en medio de la oscuridad, y sus piernas como pétalos distraídos, y cada sonrisa como una lágrima absorta.
Y yo allí, a tres metros, a mil kilómetros, tan cerca y tan lejos, contemplándola, absorbido por su encanto, perdido en esos movimientos ralentizados por el capricho del tiempo y la magia. Algo debía hacer y nada podía hacer. Sentía en mis espaldas una fuerza invisible que me empujaba hacia ella y, a la vez, otra opuesta sobre mi pecho, que me impedía moverme. Y la oposición de ambas fuerzas ejercía una inmensa presión sobre mi cuerpo endeble, a tal punto que pude percibir como cada una de las células de mi humanidad se comprimía y comenzaba a astillarse, preparándose para una explosión interna. Y esa presión también se transformó en intolerable para mi corazón, que había quedado pasmado, sin sístole ni diástole; exhalando apenas débiles vómitos de sangre efervescente.
Hasta ese momento ella no había notado mi presencia; incluso pensé, con razón, que nadie había tenido la dicha de ser observado por tan encantadora mujer. Sus sonrisas no tenían destinatario, y su mirada parecía hacer fuerza para no fijarse en nadie. Simplemente se aseguraba de que todos los invitados de la fiesta advirtieran que ella era la mujer más feliz y alegre del mundo, tan poderosa que no necesitaba de nadie para trascender. Quedaba claro en su baile solitario e incansable, en la comisura de sus labios apuntando al cielo, en el remolino de sus piernas, en la gestualidad de sus manos vivaces y en el silencio absoluto de su boca. Pero, tal vez por accidente, fui yo quién tuvo la suerte de ser el primero en el que sus ojos se posaran. En un giro repentino sobre su eje, su mirada rozó la mía y luego volvió para descansar, por varios segundos, en mi rostro. Permaneció quieta, observándome, mientras yo podía sentir el calor abrasivo que la erupción de mis células desprendía.
Ignoro qué fue lo que le llamó la atención de mí, porque tengo un rostro ordinario, lo suficiente como para no ser recordado por nadie, y mi personalidad es más bien aburrida. Pero esa noche puedo afirmar que llamé la atención de la mujer más hermosa que he conocido jamás.
Luego de mirarme sonrió y continuó su baile despreocupado e indiferente a todos. Su sonrisa me había dejado absolutamente atónito y no tuve la capacidad corporal ni intelectual de responderle el gesto. Supuse en ese momento que no volvería a fijarse en mí, pero no me preocupó; toda la noche había cobrado sentido por esos pocos segundos, por esa mirada y esa sonrisa.
Luego, y para aliviar mi exaltación, bebí varios tragos más y por algunos minutos quité mi atención de ella. Me concentré en el sabor del gin y en el excelente vodka, me pregunté cómo habían hecho los Floria para amasar semejante fortuna y no dudé en escuchar la recomendación que un don nadie me hizo respecto del exquisito sabor del whisky escocés. A esa altura deduje que el nivel de alcohol en mi sangre ya estaría superando con creces el permitido por la ley para conducir. Pero la desinhibición que había conseguido no alcanzaba para juntar el coraje de acercarme a la bella joven e invitarla a bailar. Aunque ya era un progreso el sólo hecho de haber considerado la opción.
Otro sujeto simpaticón se me acercó y ofreció hacerme compañía en el arduo trabajo del beber, según dijo. No recuerdo su nombre porque estaba concentrado observando su apariencia; pensé que estaría rozando los cincuenta años pero que los llevaba bien, era bajo de estatura, un tanto excedido de peso, y su cabeza hacía fuerza para sostener los últimos cabellos bien firmes. Tenía el típico aspecto del bonachón, y su personalidad acentuaba esa imagen. Me cayó bien de entrada, porque no trataba de ser más de lo que era, y su sonrisa parecía muy auténtica. Bebimos juntos todo tipo de líquidos etílicos, mientras él contaba con entusiasmo retazos de su vida, cuidándose de ser humilde o sincero, como cuando admitió haber tenido suerte, y no talento, en los negocios empresariales. Pero luego la charla comenzó a resultarme monótona y recordé el perfume de miel, la sonrisa, los ojos negros y toda la magia de ella. Giré apresurado buscando encontrarla todavía allí, bailando con desinterés; pero grande fue la sorpresa cuando hallé su espacio vacío, su ausencia.
Es difícil explicar con claridad el bullicio de mis sentimientos, la desesperación mezclada con la ridícula sensación de abandono; el no entender por qué alguien con quién ni siquiera había hablado podía causarme semejante dolor, cómo era posible que pudiera extrañar a una mujer de la que nada sabía. Pero eso y muchas cosas más eran las que forzaban mi vil existencia. Corrí entre la gente buscándola, sin detenerme a pedir disculpas por los golpes involuntarios que propiné en mi loca carrera. Corrí con ganas de llorar, corrí solo, sabiendo que corría para dejar de estarlo, corrí para buscar una sonrisa, para hallar cariño, para olvidar mi rostro olvidable, para desaparecer, para reencarnar. Corrí tal vez porque no había otra cosa que pudiera hacer. Simplemente corrí. Las miradas confundidas de extraños se posaban sobre mí, no con lástima, sino con vergüenza; pero no importaba, yo buscaba una sola mirada, la de ella, la que no encontraba.
Cuando finalmente me rendí, después de lanzar un enorme alarido, caí desmayado en medio de la sala ante todos los presentes. Luego desperté; me encontraba acostado en una cama, y el matrimonio Floria me observaba confundido. Entre lágrimas atiné a preguntar por la mujer de vestido blanco, la que bailaba sola, la veinteañera hermosa, de tez clara y ojos penumbrosos. Pero la respuesta que recibí es tal vez la respuesta que nunca hubiera querido recibir: no hay en la fiesta ninguna mujer de vestido blanco ni nunca la hubo, dijo Floria hombre convencido. Discutí esa respuesta, la negué, la odié, y volví a preguntar esperando que mis reproches hubieran logrado alterar la incomprensible contestación. Pero no. Nadie, además de mí, la había visto. Cómo podía ser.
El tiempo pasó y la vergüenza por aquel episodio nunca se fue. Jamás volví a ver a los Floria ni a nadie de la alta sociedad. Me alejé para siempre de aquel que era, de aquel que no existía; me alejé tan rápido como si aún continuara corriendo en el salón buscándola. Me siguen diciendo que ella no existió, que pudo haber sido un sueño, o el efecto de tanto alcohol y drogas; pero aún no lo creo.
Pudo haber sido realidad, o pudo haber sido... ¿yo?


Y los ganadores son...

Intel acaba de anunciar a los ganadores del concurso de blogs. En la categoría Arte y Cultura, en la que `Sólo el mundo y yo´ participaba, el ganador fue, como yo esperaba, Bestiaria: lo tiene muy bien merecido. Mis más sinceras felicitaciones a todos los ganadores. Fue un placer participar en este concurso, ser uno de los finalistas y competir con tan excelentes blogs.
Otra vez les agradezco a todos los que depositaron su confianza y votaron para que este blog sea uno de los finalistas. La fuerza y el cariño de los lectores es, sin dudas, el mejor de los premios.

GRACIAS A TODOS.

PD: La semana entrante, cuando retorne del viaje, volveré al ritmo habitual de publicación.


 

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