Desvelos de Burdeos.

Noche tras noche, miles de sueños añejados sucumbían en su mente. Aunque ninguno era igual que el anterior, todos tenían la habilidad de decir lo mismo sin decirlo, dejaban como al descuido cientos de recuerdos nostálgicos apiñados en espacios llenos de polvo de una memoria que funcionaba con perfección indeseada. El desvelo era la mejor vía de escape, pero no la cura; y ella lo sabía. Cada noche su sueño se interrumpía suficientes veces como para prolongar la llegada del amanecer hasta el infinito, y entonces, esos segundos o minutos u horas -¿cómo saberlo?- de desvelo se edificaban sobre la penumbra de la habitación, tratando de hallar pensamientos triviales que pudieran distraer al alma.
Un sinfín de motivos tenían esos sueños para existir, para perturbar. Pero Carola deseaba con todo su ser que, de una vez por toda, el tiempo quede atrás; no sabía que para hacer que algo sea inolvidable basta con querer olvidarlo. Había escapado tantas veces de su propia historia que los únicos restos del pasado que quedaban se alojaban en su memoria, y allí cobraban vida volviendo cada noche, provocando despertares entre llantos. Como si la conciencia quisiera asegurarse de machacar sobre los errores cometidos, una y otra vez, de manera incansable.
Hubo montones de cosas en las que Carola se equivocó tomando el camino errado, el que lleva siempre a ninguna parte. Pero no lo notó hasta aquel veinticinco de marzo en el que permaneció en su casa esperándolo, durante horas y toda la noche despierta, pero él nunca llegó. Ella sabía que sería imposible que él la visite, pero sin embargo se había hartado de estar sola. Fue la primera noche en la que acumuló sus primeras horas de desvelo profundo y llanto solitario, fue en aquel departamento pequeño de Burdeos, que olía a nostalgia rioplatense por doquier. Había emigrado hacia el viejo continente en busca de un futuro que logró encontrar, y lo disfrutó por algunos años. Pero luego el éxito comenzó a saber a rutina, y la rutina en aburrimiento y en vacío existencial.
Carola había tenido la habilidad de seguir siempre su propio rumbo, el que dictaba su razón tan concienzuda. Siempre eligió escuchar lo que la cabeza tenía para decir y embaló con prolijidad la voz de su corazón. Y, usando sus dotes de abogada, defendía con astucia sus decisiones, y no permitía que nadie haga disociaciones entre lo que quería su conciencia o su corazón.
La vida, sola y tomándose su tiempo, se encargó de dejar en evidencia los errores cometidos. Y entonces Carola decidió fugar, esta vez, de la primavera francesa para sumergirse en las calles caóticas de su vieja y anhelada Buenos Aires. Hizo que el taxi que la había recogido en el aeropuerto recorriera distintos barrios hasta que, por fin, se bajó frente a la casa de él. Pero los años cambian muchas cosas, sobre todo el domicilio de algunas personas. Durante una semana entera, y desde su cuarto de hotel, lo buscó interminablemente. Hasta que, el día en que había decidido comenzar a rendirse, halló a la madre de él, que le dijo que tenía algo para ella.
Carola llegó cargada de miedos e intrigas. La señora la saludó afectuosamente y la acompañó hasta una biblioteca de dónde extrajo un libro.
- Esto estuvo mucho tiempo aquí, esperándote. – Dijo la señora entregándole el libro y después se retiró, cerrando tras de sí la puerta para darle privacidad a Carola.
Abrió el libro con cuidado, en la página posterior a la tapa había una foto pegada. Toda su alma se estremeció, en esa fotografía se veía a dos jóvenes abrazados. Había pasado tanto tiempo que Carola ni siquiera alcanzaba a recordar si la joven era ella misma y el muchacho era él. Pero así lo sentía. La foto, en blanco y negro, poseía tanta tristeza como abandono. Sin duda era un adiós, sin duda era un nunca más. Carola dio vuelta la imagen; del otro lado había una frase en manuscrita. Reconoció en la caligrafía el puño y letra de él.

Sabía que volverías; y sabía que yo no estaría. ¿Qué elegirías ahora, si pudieras: oirías a tu razón tan razonable o a tu corazón? No vale la pena pensarlo, ¿verdad? Tus decisiones y el tiempo hicieron la mitad del trabajo, y mi olvido todo lo demás. Ojalá no estés tan arrepentida. Te quiero, como siempre. Yo.

Carola extendió un silencio infinito luego de leer la frase mientras sus ojos desparramaban tristeza sobre la fotografía. Ese mismo día tomó un vuelo y se cobijó nuevamente en su departamento de Burdeos. Hoy pasa los días como siempre, acostumbrada y aburrida de su éxito; y las noches las pasa entre sueños donde dos jóvenes se abrazan, entre nostalgia, soledad y despertares entre lágrimas, luego los desvelos eternos donde la culpa y el arrepentimiento lo gobiernan todo. Y el nunca más, y el adiós. Y el tiempo que nunca puede volverse atrás.


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Cuando partí, hace poco más de un mes, buscaba algo de inspiración en algún lugar, en algún recoveco de mi propio ser. Pero no lo sabía. Creía que iba en busca de mi musa, que me había abandonado. Lo sorprendente es que la encontré vagando por allí, e incluso me coqueteó con astucia, con pericia despiadada y meticulosa. Aparenté invulnerabilidad y me alejé, pero el calor de sus suspiros había dejado huellas profundas. No pude en ese momento (ni puedo ahora) desgarrar de mi memoria el recuerdo de su aroma anclándose en mi mejilla.
Los días posteriores se sucedieron un tanto aburridos, descafeinados. Y no la volví a ver. Mi musa me había abandonado, o yo a ella. Un cambio, profundo pero sutil, se había producido; en algún momento de esos días de noches largas me descubrí siendo capaz de olvidarla y, por sobre todo, de no necesitarla.
Y entonces comencé el retorno que llevó un tiempo, y que tuvo su conclusión esta mañana cuando el portal de mi hogar se abrió y sentí una especie de paz reconfortante y cálida. Otra vez estaba en la ciudad que me adoptó y que ya es más mía que la mía. Y ese sentirme de nuevo en casa trajo consigo unas enormes ganas de escribir, ganas que no desperdiciaré. A partir de ahora, cada miércoles y domingo publicaré un nuevo relato.

Porque, más tarde que temprano, logré volver; sin ella, pero conmigo.
Y, al fin y al cabo, no perdí nada: porque yo nunca te tuve, y vos jamás me tuviste.

Hasta el miércoles… Y gracias por esperarme.


 

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