Un martes nublado.

Como he dicho, estuve lejos. Tan lejos que ni el olvido podía llegar, que ni el mundo, pese a su gigantez, me tocaba. Supongo que por eso el sur argentino es tan bello, porque poca gente lo conoce como yo. No porque poca gente vaya, sino porque pocos son los que pueden aislarse y entrarse tan adentro de uno mismo como yo lo hago en ese lugar. Y sólo así se conoce un sitio.
La pregunta, claro, sería ¿por qué quisiera aislarme? ¿Y por qué no? Este mundo tan idiota nos plantea una forma de vida, determinadas reglas y circunstancias que no son las que quiero, las que busco. No porque sea un rebelde que busca ir en contra de la corriente, sino porque observo, simplemente me detengo a observar que las cosas, tal como están planteadas ahora, no resultan muy bien. Dios, si es que existe, debe estar castigándose por haber hecho las cosas tan terriblemente. Pero yo, que no sé muy bien en que creo, estoy seguro que es el hombre el que arruinó todo. No me digan que somos animales racionales, ¿qué razonables se matarían unos a otros, que inteligente haría de su vida una celda, que ser superior atentaría contra sí mismo? Somos bestias.
He visto como algunas personas viven décadas haciendo algo que los hace infeliz, he visto como personas con valores, ética y moral cambian, de un día para el otro, agobiados por el mundo que ellos mismos crearon. Cambian tanto que nos cuesta reconocerlos y ya no son los de antes, recuerdo a alguien que soñaba con cambiar el mundo, que luchó y se esforzó por hacer el bien y un buen día se detuvo a pensar. Y pensó que no había logrado nada, que había desperdiciado su vida, que fue rehén de un estilo de vida que no quería. Y abandonó todo: valores, ética, la familia... todo.
Sabemos que no podemos vivir fuera de la sociedad pero somos tan individualistas como pocas sociedades animales en la naturaleza. La única religión del ser humano es la contradicción. Hay tanta contradicción que suelen darme ganas de vomitar al escuchar a ciertas personas. Por ejemplo, algunos dicen que todo se solucionaría con educación, para todos. Y no es que esté en contra de eso, pero, como he dicho, soy un observador, y un observador observa: En la Alemania Nazi el índice de analfabetos era el menor del mundo, ningún país estaba tan educado como Alemania. ¿Si no hubieran leído tanto podrían haber sido idiotizados como fueron? No hallo la respuesta.
Me causa risa, odio, aborrecimiento, muchas veces oír a los “intelectuales”. O ver, eso, ver me causa fastidio y, sin embargo, no puedo dejar de hacerlo. Hace unos meses caminaba hacia ningún lado (suelo hacerlo mucho, es otra forma que tengo de aislarme) y me encontré en una calle céntrica abarrotada de gente, pero había una peculiaridad: un hombre tenía un arma en la mano y estaba tirado en el piso muerto. Se oían mil sirenas, la gente gritaba y corría, se amontonaron más de doscientas personas, fácil. Se había creado un gran alboroto alrededor de una sencilla persona muerta en el piso. No me detuve, seguí caminando haciendo espacio entre los curiosos. Escuché por ahí que era un ladrón que había matado la policía. No podía entender la hipocresía que reinaba. Era solo una persona muerta, o asesinada, como quieran, no es ese el caso. El caso es que miles de niños mueren por día en el mundo de hambre y nadie se alborota. Nadie. De hambre, desnutridos, sin haber podido, siquiera, soñar.
Hay una pésima película que he visto, “La Playa”, realmente muy mala, pero sin embargo plantea algo interesante. Se trata sobre algunos individuos que intentan realizar su propio paraíso en una isla y uno de ellos sufre una herida en una pierna. Todos eran felices hasta que sucede esto, el dolor del individuo lastimado no puede callar sus gritos y el paraíso resulta el infierno, los demás no dejan de escuchar sus alaridos durante todo el día. No les molesta el dolor, sólo los quejidos. Todos piensan que hubiera sido mejor que muera. Toman una decisión: lo llevan lejos. Tan lejos que los gritos de su agonía no podían escucharse, así la fiesta podía continuar. Así es el mundo. Un hombre muerto en la calle hace vomitar a las señoras de tapado de piel y horrorizarse, pero miles de niños muertos de hambre (que todos saben que existen) perecen a la distancia, lejos de nuestros ojos y oídos. Entonces seguimos en nuestra hipocresía con la conciencia tranquila. Y el mundo sigue girando, una y otra vez, incansable. Ya no lo soporto.
¿Por qué razón las cosas son así? Es una pregunta tan idiota... pero no puedo responderla. Y busco poder hacerlo pero no lo logro. Será porque nos odiamos, porque odiamos todo lo que nos rodea, porque queremos extinguirnos, porque hay sol, porque está nublado, porque llueve, porque hace calor, porque es de noche, porque no lo es, porque hay luna llena, o nueva, porque Borges falleció, por Cortázar, por Saer, o por Coelho que sigue vivo. No lo sé.
Hace meses que me intriga obsesivamente la forma de actuar de las personas. Supongo que me pasa esto por esa que ya les conté. La que dejó todo. Cambió de vida, de forma de pensar, cambió, prescindió y buscó nuevos horizontes, los que antes el mismo criticaba.
Y hoy es martes y está nublado y los vidrios están empañados y no logro ver el afuera. Mejor. Quiero pasar el resto de la semana escribiendo, yendo al cine (me encanta el cine), escuchando música y leyendo. Lamentablemente el mundo me impone otras reglas y deberé salir, deberé relacionarme con el mundo y luchar contra él. Aunque no sé con qué sentido, no sé el para qué, ni el hasta cuándo. Sólo lo hago, sólo porque soy yo, sólo el mundo y yo.


Como un volcán, poderoso, categórico. Como una fuente de agua, indispensable, transparente. Así fue como nuestro país nació, hace ya casi dos siglos. Tuvimos buenos próceres, héroes. Realmente alguna vez fuimos un país pujante. Es cierto, sí, que tuvimos referentes culturales reconocidos mundialmente. Todo eso es cierto.
Es cierto, también, que quedan despojos, mal olientes, de todo aquello. Parecería, esta, una mirada absolutamente pesimista, pero aquellos que se detienen a pensar si las premisas expuestas corresponden al pesimismo o al optimismo están, ciertamente, desviando la mirada a una discusión insubstancial. Dejemos, argentinos, las hipocresías y llamemos, de una vez por todas, a las cosas por su nombre.
La cultura es la huella digital de una nación, son los valores, la historia, las creencias, las costumbres de un pueblo en determinado lugar. Es lo más valioso, el genoma de un país. ¡¿Cómo puede prosperar una población si no tiene cultura?! No puede. Sencillamente.
Los argentinos hemos mirado, desde siempre, con cierto recelo a Europa y a Estados Unidos, dedujimos que era apropiado imitarlos. Ignoramos por completo lo que aquello significa, ignoramos lo que supone intentar importar una cultura: supone perder la propia. Porque hoy, las consecuencias están a la vista, hemos perdido nuestra identidad como país y no nos parecemos a nadie, ni a ellos ni a nosotros. Esto sucede porque nunca logramos entender que una sociedad y su cultura se forman sujetas a la historia, a los cambios paulatinos y hasta a la geografía.
Importar soluciones de otros países para los problemas propios crea un nuevo problema, la imposibilidad de adaptación, dando como resultado la aparición de una cultura híbrida, sin espíritu y sin metas. Argentina tiene implícita una cultura propia que no hemos defendido, sino que la hemos destruido de la manera más cruel: menospreciándola. Porque padecemos un mal común en Latinoamérica, el de sobrevolarar lo ajeno ignorando lo propio. Este fenómeno se dio, fundamentalmente, en dos ámbitos: en la ciencia y el arte.
Es sabido que la ciencia busca soluciones a puntuales necesidades que responden a una cultura determinada, y un ámbito cultural difiere de otro porque los códigos que se utilizan son diferentes, y cada uno da como resultado una ciencia distinta. Por lo tanto, una tecnología está condicionada por la cultura en donde fue realizada, y si dicha tecnología no fue efectuada en el entorno en donde se la emplea se produce una anemia cultural irreparable. Porque, por ejemplo, no serviría de nada copiar la ingeniería de los rascacielos japoneses, ya que los vientos argentinos no son como los japoneses, ni el suelo, ni el riesgo de terremoto es igual. Pero, sin embargo, lo hemos hecho (o no lo hemos modificado), ¿acaso nuestros trenes no viajan por el carril izquierdo?
Nuestros científicos, talentosos, huyen hacia otros horizontes urgidos por la necesidad de que su trabajo sea reconocido. Son los nuevos exiliados, los de siempre, los irremplazables. Nuestra ciencia ya ha sido abandonada. ¿Pero nuestro arte? También.
Nuestros artistas nunca encontraron en su tierra el lugar para vivir, no porque no la hayan querido, sino porque no los hemos querido. No, por lo menos, hasta que fueron reconocidos en el exterior. A pesar de que el arte es el lenguaje de una cultura -la nuestra- lo abandonamos, lo menospreciamos. Si el arte es la expresión de la realidad con una mirada propia significa que ya no poseemos un punto de vista que nos identifique. Y eso es muy triste. Habla de una gran pauperización de pensamientos, de ideas.
Es que lentamente, por habernos mantenido absortos, fuimos siendo más y más permeables con otras culturas, al principio era un goteo, ahora es un chorro que nos empapa de costumbres que no son nuestras. Y el arte, especialmente el cine, fue la canilla que nos colgó (en nuestra mente) una bandera azul, roja y blanca, con muchas estrellitas que, imagino, representan la noche en la que nuestra identidad se perdió. Estamos tan acostumbrados al cine estadounidense (ellos se llaman América, ya saben que nos poseen) que el nuestro nos parece ajeno, extraño. Es que el cine posee su propio lenguaje narrativo y, como todo arte, dicho lenguaje es la máxima expresión cultural. Pero el nuestro ya no nos parece nuestro...
¿Entonces qué nos queda? La nada. Somos un país sin nación, sin espíritu. Hemos vendido nuestra alma y no necesariamente al mejor postor. Hemos prostituído nuestra cultura a cambio de nada. Y la falta de coherencia social con la que nos hemos manejado da como resultado una desintegración cultural que nos impide conciliar un objetivo nacional común, una base sólida. Carecemos de una meta social, como país, para desarrollar en el largo plazo.
La sociedad argentina, además de individualista, carece de autocrítica y se caracteriza por delegar la responsabilidad de los hechos a terceros: los ciudadanos culpan a los políticos, los políticos a los opositores, los opositores al Banco Mundial. Deberíamos pensar que tenemos los políticos que nos merecemos (y votamos) y que la política está en todos lados y hay que ser partícipes concretos, porque la corrupción no sólo está en las instituciones gubernamentales: la tenemos en el barrio, en el club y hasta en la familia. Si cada uno hiciera lo correcto (y legal) no sólo para sí, sino para la sociedad toda, el país tomaría, por fin, el camino del desarrollo. Pero estamos estancados en la lucha pueril entre nosotros mismos, sin valores, sin ética, sin compromiso. Nuestros próceres, indefensos en las plazas, son blanco de pintadas; nuestro querido Cabildo agoniza mutilado; tenemos escuelas con ratas; alumnos con razones –y también excusas- en las calles; adultos despotricando contra los jóvenes; jóvenes que aclaran que el país no fue destruido por ellos (y tienen razón); adultos hedonistas; ancianos marginados y condenados a una miserable jubilación; jóvenes regidos por el facilismo de no ser ellos quienes conducen al país; maestros que abusan del poder de huelga empañando una protesta justa y millones de argentinos corruptos que hacen de lo incorrecto una forma de vida.
¿Todo esto a qué viene? A que Maria Julia Alsogaray está libre y Omar Chabán también, y 193 familias están destrozadas y suplican justicia, que casi cien muertos lloran en silencio en los ladrillos de la nueva AMIA, que otros tantos sienten la impunidad de un avión que nunca pudo despegar por culpa de la negligencia, que nuestros niños que se hicieron hombres en Malvinas vagabundean a espaldas de una sociedad ciega, que treinta mil desaparecidos siguen sin aparecer y que 36 millones de argentinos somos dueños de un Cromañón gigante. Y que me he dado cuenta que todos y cada uno de nosotros tenemos la culpa y cierta responsabilidad, porque nunca hicimos lo que debíamos.

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El mundo y yo.

Esta página será sólo una humilde apreciación del mundo que nos rodea, de los altos gobernantes con poder, de aquellos que poseen el poder a través del dinero, de aquellos que creen tener poder, de los que odian el poder y le esquivan, de los intelectuales, los analfabetos, los callados, los ruidosos, los amigos, el vecino, la familia, ustedes, o simplemente yo.
Sólo será una mirada (que suele ser pesimista con dosis de necesario optimismo) de lo cotidiano, lo "normal" que se convierte las injusticias cotidianas y de todo aquello que vea en el ´día a día.
No soy nadie, pero puedo opinar, porque también formo parte de este mundo.


 

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