Sinestesia

El dulce olor rojizo rozó la yema de sus dedos lanzando alaridos. Los labios parecían rocas inaudibles de frío rouge. Alzó la vista para gritarle su amor, cuando un invernadero de incongruencias inconcientes acabó con las verdades, las suyas, las únicas. El rostro de ella se difumó hasta perderse en el silencio; de pronto las ilusiones de un futuro venidero se convirtieron en condenas de un presente imperfecto. El fin parecía asomar como una vía posible, pero distinta a la imaginada tiempo antes.
Agudizó su vista para reencontrarse nuevamente con su rostro, y pudo divisar, entre tantos nubarrones, el pálido color de sus labios. Los deseó y los amó otra vez. El anhelo ferviente de besarlos se desvaneció, cuando su mente atrajo los laberínticos caminos de los deseos encontrados. Pura causalidad de su naturaleza en contradicción; que provocaba visiones punzantes y amargas de fantasmas imaginarios que, como terroristas de su propia felicidad, acechaban el plano terrenal del amor.
Los ruidos sucumbieron todos juntos en sus labios cuando volvió a besarla. Eran las dimensiones, concientes e inconcientes, de sus mentes paralelas en fricción. La besaba a ella mientras sus ojos olían a aquella. No pudo resistirlo; despegó su boca de la otra y aprovechó el silencio y el caos para correr. El mundo se había vuelto blanco y negro en sus oídos, el ruido tormentoso ingresaba arisco por sus ojos.
Corrió confundido, atravesando calles y esquivando gente detenida, en blanco y negro, en silencio o desesperada; pero siempre muertas. Algo en ese universo carecía de sentido, tal vez su misma presencia, o su olor a negrura, o su locura racional. En su mente el mundo se erigía confuso; planos sobre planos en una pintura cubista, como en una película negativa; gente blanca sobre calles negras, árboles muertos en veredas móviles, olores opacos en oídos sordos. La nada y el todo conviviendo. El deseo de poseer y el de desechar, unidos; inequívocamente pegados: odiar y amar a las mismas personas. A sí mismo.
Llegó a la puerta de aquella, entró luego de golpear, la besó antes de verla. La odió antes de quererla. Su voz se cristalizó envuelta en emoción y se preparó para decir adiós, cuando notó que era ella quién lo despedía. Y otra vez rotura, contradicciones. La deseó más que antes, le suplicó. Lloró por tenerla hasta que vio como su alma se rendía. La tuvo otra vez a sus pies y, por ende, ya no la quería.
Sentidos contrapuestos. Amontonamientos de verdades mentirosas. Sólo poseía la incesante obsesión por desear aquello que carecía, por detestar lo que estaba a su lado. Estúpidas e infinitas búsquedas eran su estilo de vida.
Dejó detrás suyo una puerta entreabierta y una mujer confundida. Avanzó otra vez por las calles de ficción, a buscar lo que había dejado antes, para volver a perderlo.
Por complacencia, había disfrazado su vida de arlequín, acumulado historias; exagerado el pasado y fulminado el presente. Sujeto raro, de ojos sordos y tacto dulce; dedicado al trabajoso arte de destripar su única vida. Había azucarado sus miserias lo suficiente como para pasar desapercibido, jugando a ser un buen tipo, lleno de promesas infundadas. Mentiroso convincente. Mentiroso de sí mismo.
Cargó por las calles nuevos pensamientos, teorizó sobre sus actos. A mitad de camino, entre las dos casas, se detuvo. Dos mujeres en cada extremo, dos corazones. Todo su alrededor seguía en blanco y negro y las pulsaciones golpeaban el pecho sin vacilación. Los ojos estaban detenidos en la nada, inertes detrás de su conciencia. Salpicó el borde de la mente con algunos de sus hechos para desnudar la moral aplastada. Y lloró. Lloró sin llorar, como lloran los resignados; los que descubren invencible su propia naturaleza. Se supo con alma de terrorista suicida.
Las calles seguían en blanco y negro. Caminó pocos pasos para atravesarse en el camino de alguno, para dejar de estar en el paso de la gente que quería y lastimaba. Alzó sus oídos para ver venir el dolor, para comenzar a sentir el silencio de la nada. Las calles estaban en blanco y negro, cuando un calor rojo de líquida muerte se desparramó sobre el pavimento amargo y silencioso. Mentes paralelas acababan de unirse en el desaparecer.

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El cabeza.

Hoy, mientras esperaba que arreglaran mi automóvil en un taller mecánico, me acordé del Cabeza, y de cuánto lo extraño. Y tal vez porque me puse nostálgico, empecé a traer a mi mente los recuerdos de aquellas primeras épocas que compartíamos, siempre juntos, cuando los dos éramos aún adolescentes.
Al Cabeza lo conocí en cuarto año de la secundaria. Él había repetido dos o tres veces, ya ni recuerdo, y creo que él tampoco. Apenas nos conocimos congeniamos. El Cabeza siempre fue especial; de esos tipos de fierro, con un corazón enorme y una impresionante disciplina por la solidaridad. Era como un hermano mayor en esa época.
Yo fui el que lo bautizó Cabeza y ese mote nunca tuvo nada que ver con el tamaño de su extremidad superior (más bien pequeña en relación con su cuerpo robusto y su gran altura). No, nada que ver. Rodolfo –ese es su nombre real- nunca se llevó bien con el estudio. Terminó el secundario porque los profesores le tuvieron piedad y porque lo amaban. Nadie que haya conocido al Cabeza podría sentir por él otro sentimiento que no sea amor. Pero siempre fue cabeza dura, por eso el apodo.
A él era imposible explicarle una fórmula matemática o un texto literario; el Cabeza nació sin capacidad de comprensión para estas banalidades. Hasta sumar o restar simples cálculos requerían un esfuerzo sobrehumano para su entendimiento, esfuerzo que rara vez estaba dispuesto a realizar. Lo bueno fue siempre que en Cabeza esto no resultó un defecto que pudiera empañar sus virtudes, sino todo lo contrario; lo transformó en un ser aún más tierno.
Además, sus carencias invariablemente quedaron compensadas por un talento extraordinario, que aún hoy no consigo explicar. El Cabeza amaba los autos y los motores en especial. Él podía decir; con solo escuchar el ronroneo de un motor; el modelo del vehículo, la marca, el año de fabricación, los kilómetros recorridos y si era conducido habitualmente por un hombre o una mujer. Siempre decía que las mujeres manejan sin exigirle tanto al motor, que lo hacen girar a revoluciones bajas y son esquivas de las aceleraciones fuertes o los rebajes. Nunca supe si su afirmación era cierta, porque son cosas que sólo el Cabeza podría aclarar.
Un día, me acuerdo patente, teníamos un examen de filosofía. Está de más decir que el Cabeza ni siquiera podía comprender el significado del nombre de la materia, por lo que pretender que pudiera descifrar algo de sus contenidos era una utopía. Cuando el profesor terminó de dictar las preguntas, el Cabeza se levantó con la hoja en la mano y caminó hacia el escritorio de Bolaño. Yo pensé, porque era lo normal, que el Cabeza iba a entregar la evaluación sin hacer. Pero no; el Cabeza sabía que Bolaño, el profesor, amaba su auto, un Chevy impecable, regalo de su padre.

- Si usted me permite –dijo serio y sin titubear mirando a los ojos al profesor- puedo revisar el motor de su auto, que escuché que está fallando. Seguro que si lo lleva al mecánico le revisan el carburador, pero no es eso, se lo afirmo.

Bolaño quedó estupefacto. Apenas logró tartamudear, como un padre preocupado por un hijo enfermo que nadie logra diagnosticar. Le dijo que lo había llevado a cinco talleres distintos y nadie había dado en la tecla.
El Cabeza, que demostró ser un experto en la materia, asintió con una sonrisa en sus labios. Y ahí sucedió lo más extraño: Bolaño revisó su bolsillo y le entregó la llave de su Chevy al Cabeza. Mientras nosotros rendíamos el examen, él hacía no se qué en el auto del profesor. Fue impresionante: cuando sonó el timbre y nosotros entregábamos las hojas de las evaluaciones, el Cabeza entró triunfante por la puerta sacudiendo la llave del Chevy para alertar a todos de su triunfante llegada. Ese año, el Cabeza terminó con un diez en filosofía, aunque fue la única materia que aprobó.
A mitad de ese cuarto año el Cabeza conoció a Carla, una morocha increíble. Era de esas mujeres que destilan belleza y cuya sola presencia provocaba que todos los hombres comenzaran a comportarse de una manera inexplicable, estúpida.
Carla era alta, delgada y con curvas que llevaban a la perdición. Y el Cabeza se enamoró. Y no fue un amor cualquiera, porque el Cabeza no era un tipo cualquiera.
Sólo hay que imaginar cuánto amor puede surgir de un corazón gigante, y luego multiplicarlo por millones, para tener una vaga idea de lo que el Cabeza podía sentir. Estaba loco, fascinado; con sólo verla un segundo tenía suficientes motivos para sonreír durante un mes. Y hasta podía ignorar, si ella estaba enfrente, el motor de una Ferrari; y eso era mucho decir en el Cabeza.
Pero Carla lo ignoraba por completo y eso no era lo peor. Yo había notado que ella me miraba mucho y me habían llegado comentarios sobre que me quería conocer. En esa época, debo decirlo, yo tenía un modesto éxito con las mujeres, pero Carla era mucho más que una mujer. Era, acaso, el único ser digno de llamarse creación de Dios.
Y sí, hubiese dado cualquier cosa por estar con ella. O casi.
Claro que yo nunca tuve el valor de decirle al Cabeza que ella estaba interesada en mí, ni mucho menos de lo hermosa que me parecía. No podía hacerle eso, le hubiera roto el corazón. Era mi amigo y una persona fundamental en mi vida. ¡Y era el Cabeza! Y punto.
La noche trágica -o mágica, depende el punto de vista con el que se mire- fue en diciembre, en la tradicional fiesta de cierre de año. Se hizo en un inmenso caserón, con patio y piscina. Concurrió toda la escuela y muchos egresados de años anteriores. Con el Cabeza llegamos temprano y él se puso a esperarla impaciente. No tenía ninguna intención de acercársele, pero quería verla. Eso lo reconfortaba, lo hacía feliz.
Calculo que Carla llegó una hora después que nosotros. Entró caminando en cámara lenta y toda la fiesta se detuvo para verla desfilar: llevaba puesto un vestido negro, escotado, que se pegaba a su piel, aferrado a la idea de remarcar las formas naturales. Muchos quedaron boquiabiertos y por supuesto, yo también. El Cabeza, directamente, se desintegró, se fragmentó en millones de moléculas y le llevó un buen rato volver en sí. Fue una escena increíble, la recuerdo como si fuera hoy.
Promediaba la fiesta cuando Carla, con su grupo de amigas, se situó junto a la piscina, al lado nuestro, que estábamos parados en círculo, bebiendo cerveza y algunos tragos caribeños. El Cabeza estaba al lado mío y cuando notó la cercanía de ella otra vez se volvió loco. Enseguida todos notamos que ella miraba hacia dónde estábamos, y yo supe que me miraba a mí. Pero estaba oscuro y el Cabeza estaba borracho y demasiado enamorado.

- No lo puedo creer, no deja de mirarme-, dijo el Cabeza en mi oído, susurrando y absolutamente convencido de su verdad.

A mi me recorrió una aguja punzante por la espalda. Comencé a temblar porque era conciente de que se avecinaba el desastre y, aunque casi lo hago, me resultaba imposible romper su ilusión. Para colmo, ella no dejaba de mirarme y el Cabeza, que cada vez se pegaba más a mí para poder susurrarme sus sentimientos, no notaba que los ojos de ella se clavaban en mí. La amaba y comenzó a pensar, por primera vez, que el sentimiento era recíproco.
Había pasado como media hora –que para mí fue un siglo- desde que ella se había acercado a nosotros cuando, preocupado por su apariencia, el Cabeza fue al baño para arreglarse frente al espejo. Segundos después, Carla se acercó a mí y comenzó a darme charla.
Intenté ser evasivo para lograr que se marchara antes de que volviera el Cabeza, pero ella insistía, además yo había tomado y ella me gustaba. Le dije, como último recurso para que se fuera de una vez, que en media hora la iba a estar esperando en la habitación. Fue un error grosero, lo sé, pero no era fácil rechazar semejante mujer.
Mientras veía al Cabeza regresar del baño, con su sonrisa de feliz cumpleaños, sus sueños y sus enamoramientos, me di cuenta del desastre. Tenía que enmendar mi traspié y no tuve mejor idea que mentir, mentir como nunca antes lo había hecho.

- ¡Cabeza, no sabés! –le dije actuando entusiasmo y tomándolo del hombro con mi mano- Cuando te fuiste vino Carla y dijo que está muerta con vos. Que quiere verte en la habitación en media hora.

El Cabeza me miró fijo y estoy seguro de que su corazón se detuvo (el mío ya se había detenido cuando empecé con la mentira y me di cuenta que no había marcha atrás), se puso pálido y por varios segundos no pudo hablar. Aproveché su estatismo para decirle que ella había pedido que la habitación estuviese oscura y que no quería ninguna luz.
No sé si fue por la edad, por mi inmadurez o por haber visto muchas películas, pero estaba convencido de que el plan iba a funcionar. Saqué de mi bolsillo un preservativo y se lo di al Cabeza, que lo agarró dubitativo. Lo abracé dándole ánimo y le dije que iba a ser su gran noche.
El Cabeza, aún sin poder reaccionar y confiando en mí como siempre, salió hacia la habitación. Yo huí hacia el baño para salir del campo de visión de Carla. Esperé frente al espejo por varios minutos, mientras un sudor frío recorría mi cuerpo, para darle tiempo a ella de partir hacia el encuentro con Cabeza.
Ya de nuevo en el patio, y al observar que ninguno de los dos estaba por allí, me relajé y me convencí de que el plan había funcionado a la perfección. Incluso, me sentí orgulloso de mi improvisación y mi solidaridad con el Cabeza. Pero ese sentimiento duró poco.
Yo estaba conversando con algunos amigos cuando un insulto, seguido por un empujón, me arrojó a la piscina. Saqué la cabeza del agua y pude ver el vestido negro alejarse furioso hacia la puerta.
Caí en la realidad; volví la mirada al caserón y vi venir al Cabeza. Caminaba lento, con los ojos bien abiertos, sin comprender lo que sucedía. Su mejilla izquierda estaba rojiza y aún se notaban los dedos de Carla dibujados a fuego. Se detuvo en el borde y estiró su brazo para ayudarme a salir del agua, pero yo sabía que estaba buscando una explicación. Salí, lo abracé, y en tres minutos le expliqué todo. Hablaba rápido y el Cabeza seguía mis argumentos en silencio, mirando el piso. Creo que pedí perdón un millón de veces y aún sentía que era poco. Cuando terminé el Cabeza me miró serio.

- ¡Lo que yo no entiendo es como carajo pensaste que ella no se iba a dar cuenta!- Dijo, e inmediatamente después se empezó a reír a carcajadas.- ¡Que boludo!

Al instante comprendí todo y comencé a reír yo también. Esa noche los dos habíamos perdido para siempre la posibilidad de acostarnos con la mujer más hermosa que hubo y habrá siempre, pero estábamos felices; habíamos firmado el pacto de una amistad eterna e incondicional.
Nos fuimos caminando, abrazados y riendo sin parar. Yo le contaba mis nervios en el baño y él comentaba la reacción de ella, cuando se dio cuenta del engaño.
En la actualidad el Cabeza es padrino de mis hijos y yo de los suyos. Hace mucho que no lo veo porque hace cinco años que vive en Italia. Y se lo extraña. Está trabajando en Ferrari y todos lo llaman “ingeniero en motores”. Aunque somos pocos los que sabemos que el Cabeza, con suerte, apenas terminó el secundario.


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