Habían sido meses enteros de vida noctámbula cargados de excesos. Tal vez, todo eso encontraba justificación en nuestra edad de poco más de veinte años. Recuerdo que ese día estábamos en casa de Ana los cuatro: Esteban, Lía, la dueña de casa y yo. Habíamos ido a hacerle compañía desde la noche anterior, porque se le habían mezclado algunos problemas familiares serios con un par de malos resultados universitarios.
Ana era una persona a la que yo admiraba. Era sumamente talentosa y apasionada, y tenía una capacidad innata que le permitía hablar y que todos los demás escuchen. Una líder por naturaleza. Además, claro, era sumamente bella. La noche anterior me había llamado llorando y me pidió que la acompañara, cosa que no dudé en hacer. Cuando llegué a su departamento, también estaban allí Esteban y Lía. Los cuatro nos habíamos conocido en la facultad, aunque estudiáramos cosas diferentes: Esteban estudiaba letras, Lía era artista, Ana ya era socióloga y estaba por terminar psicología. Y yo estaba por terminar mis estudios de periodismo.
Habíamos pasado la noche despiertos, fumando de una marihuana excelente, que Esteban había conseguido de una manera bastante afortunada, y escuchando a Lía tocar la guitarra mientras Ana exhalaba silencio. Eran noches bastante típicas de nosotros: mientras fumábamos, alguno tocaba la guitarra o conversábamos largo y tendido de variados temas. Siempre, y por eso me gustaba tanto estar con ellos, se hablaban de temas profundos, con debates interesantes aunque ocasionalmente alguno sacaba a la luz alguna trivialidad para reírnos a carcajadas durante un largo rato.
Esa noche no se habló ni se debatió sobre nada. Fumamos en silencio, mientras Lía tocaba la guitarra de manera incesante. Ana y yo también bebimos whisky y tomamos, entre los dos, una línea de cocaína. Pero el rey de la noche fue el silencio y las largas miradas de sobreentendidos. Era como si los cuatro estuviéramos en duelo, haciéndole compañía al dolor profundo de Ana que, extrañamente, no cantó en toda la noche.
Las horas fueron pasando y juntos vimos amanecer por la ventana del departamento, siempre en silencio, siempre con la guitarra soltando notas. Ana vivía en un lindo departamento frente a la plaza Italia, y el enorme ventanal que ocupaba toda la pared, dejaba que el verde de la plaza ingresara sin miramientos. Nos sentábamos en el sofá, o colocábamos los almohadones en el piso y allí, entre sentados o acostados nos pasábamos la pipa de marihuana de mano en mano, en un lento ritual silencioso. Era una especie de paraíso casero y minimalista. Sabíamos perfectamente que eso no duraría toda la vida, y por eso lo disfrutábamos como niños golosos.
Pero esa vez vimos atravesar toda la noche y el amanecer en silencio. Alrededor de las siete de la mañana Ana se paró y dijo que iba a ducharse. Nosotros asentimos y seguimos conversando con nuestras miradas y nuestros silencios, mientras la guitarra continuaba con su costumbre de cobijarnos. No sé ni imaginé qué era lo que pensaban Esteban o Lía, pero parecían sumergidos en sentimientos profundos. Yo, en cambio, divagaba sobre nimiedades y me congelaba al ver, por ejemplo, las partículas que flotaban en el aire y que eran iluminadas por el sol rasante que ingresaba por el ventanal. Mechaba semejante nimiedad con algo más filosófico como la semejanza que esas partículas tenían, flotando en el aire sin ton ni son, con los seres humanos, vagando por vidas regidas por leyes extrañas, para acabar todas iguales en la nada.
No sé cuánto tiempo estuvo Ana bañándose, pero un estruendo desde dentro del baño me asustó.
- ¡No es nada! Se me cayó el secador de pelo – Dijo Ana antes de que cualquiera pudiera preguntar si le había pasado algo.
Unos pocos minutos después la puerta del baño se abrió y Ana salió totalmente desnuda. No era la primera vez que la veía sin ropa, pero atraído por su belleza no podía dejar de mirarla. Esteban, incomodado, simulaba usar su teléfono móvil para no observarla. Lía era totalmente indiferente, como si no le importara en lo más mínimo. Y de hecho no le importaba. Yo, sin embargo, notaba que en ese gesto había un mensaje dirigido a mi. Con Ana solíamos tener sexo de vez en cuando, y que ella decidiera salir del baño desnuda, a la vista de todos, era una forma de decirme que ella no me pertenecía. Pero yo era conciente de eso, aunque me molestara.
- Hay algo mal en todo y nadie se da cuenta.- dijo, como si la ducha le hubiera despertado la lengua que durante toda la noche había estado en silencio.
- ¿En qué?- Preguntó Lía desconcertada, mirando como Ana, que seguía desnuda, dándonos la espalda, se arreglaba el pelo frente al espejo.
- ¿Ves? ¡En todo! –Dijo enfadada, mientras se daba vuelta para mirarla- Todo, absolutamente todo es incoherente. Estamos viviendo en un supuesto mundo civilizado, en el que la globalización llevó el cuento de las sociedades civilizadas a todos los rincones. Pero nadie se da cuenta de lo enfermo y macabro que es este modelo.
- No tiene sentido preocuparse sobre algo que ya fue hablado por miles de personas durante décadas y sin embargo nada cambió.- Dijo Esteban, sin levantar la mirada, todavía inhibido por el cuerpo desnudo de Ana.
- ¡No me jodas, Esteban! Tenés el intelecto suficiente para saber que aquellos que se juntan a discutir este tema son personas que tienen estudios universitarios, como vos y yo, y por ende son unos privilegiados que, sentados en sus sillones de cuero y sus elegantes trajes, se llenan la boca hablando de lo que debería ser; pero a la vez no están dispuestos a arriesgar nada del lugar que ocupan. Y aquellos millones que en realidad padecen el sistema, no tienen ni la preparación ni los medios para hacerse escuchar.
- Pero eso ya lo sabemos.- dijo Esteban, un poco tímido.
- ¡Obvio que sí! ¿Y? ¿Alguien hace algo? No, nadie se da cuenta de la incoherencia que habita entre sus palabras y sus actos. Estoy cansada de los discursos contemplativos y de las acciones macabras. Y basta, la personalidad de una persona no queda reflejada por aquello que dice, sino por aquello que hace.
- No es tan simple, Ana.- dije, mientras ella ingresaba a su habitación.- A lo mejor los únicos que verdaderamente pueden hacer son los gobiernos, y el lugar de la gente es el de decir en las urnas.
No respondió inmediatamente, sólo se escuchaba, desde mi ubicación, como abría y cerraba algún cajón. Luego apareció: lo único que había cambiado en su desnudo cuerpo era que llevaba colocada la parte de abajo de una bikini. Y parecía que no tenía la menor intención de continuar vistiéndose.
- Tu posición es tan cómoda que me dan ganas de vomitar. Y si la única esperanza son los gobiernos estamos perdidos.- Dijo, mientras se sentaba a mi lado y encendía un cigarrillo.
- Deberías respetar un poco más el poder de los gobiernos, porque fueron elegidos por su pueblo.- Dije sin mirarla.
- ¡Basta de ese discurso demagogo y populista! La capacidad intelectual de los pueblos está sobreestimada. Las masas actúan de manera estúpida, y sus decisiones rara vez son acertadas. Las atrocidades más grandes de la historia fueron realizadas gracias a la aprobación o la inacción de sus pueblos.
- Eso es cierto –dijo Lía-, además la mayoría no es la totalidad.
- Pero es la democracia la mejor forma de gobierno que hemos inventado.- Dije arrebatándole el cigarrillo a Ana.
- ¡Yo no estoy en contra de la democracia! Pero últimamente sólo funciona como un placebo para darle a la gente la ilusión de poder. La realidad –dijo mientras me robaba nuevamente el cigarrillo- es que en un mundo globalizado, empequeñecido, sólo tenemos gobiernos barriales.
- ¿Cómo? ¿Qué es eso de los gobiernos barriales?- dijo Esteban mientras se reía.
- Imaginá que el mundo entero es una gran ciudad; y los países son barrios. Estados Unidos y Europa vendrían a ser los barrios ricos y elegantes, a los que todos quieren ir a pasear. África es la favela del mundo, a la que todos le dan la espalda o juegan a ser solidarios de vez en cuando entregándoles restos de comida; cuando pueden sacar partido de alguna manera. Y Asia y America Latina son los barrios trabajadores, que quieren crecer y parecerse a los barrios lindos; pero en realidad son trabajadores mal pagos, que se dedican a barrer las calles y arreglar las cañerías de los ricos.
Todos reímos a carcajadas.
- ¿Y Japón?- preguntó Lía.
- Japón es el barrio exótico que supo hacerse rico por saber fabricar televisores a color.- dije yo, mientras me ría.
- Claro, algo así.- Dijo Ana.
Luego callamos. Lía continuó tocando la guitarra y Ana se animó a cantar un par de estrofas. Yo me limité a fumar la marihuana que había quedado. Esteban desayunó un vaso de whisky, algo típico en él. Era como si de golpe, los cuatro nos hubiéramos internado nuevamente en nuestros pensamientos, dejando a las palabras esparcirse solas y poderosas, detrás de la máscara del silencio.
El estado de Ana, sin embargo, fue lo que realmente me llamó la atención. Estaba entre absorta y autista. Se había acostado a mi lado, con su cabeza sobre mi falda y toda su desnudez indiferente. Pero no estoy seguro si ella se daba cuenta que yo estaba allí, sosteniéndola. Su mirada alternaba entre caer en la nada y apoyarse por pocos segundos en su mano, en las yemas de los dedos que acariciaba suavemente con su dedo pulgar. Aunque era bueno leyendo gestos, ese día no pude descifrar dónde había anclado Ana sus pensamientos. Pero sí supe que no estaba allí, sino a varios kilómetros, o en una infinitud inalcanzable. Como sea, ella no notaba que yo estaba a pocos centímetros, deseándola de todas las formas posibles, observando los brillos de sus ojos cayendo e iluminándole las mejillas con una tonalidad suave y cálida, o su boca fina, delicada y llena de una sutil sensualidad; ella no era conciente que mi mirada vagaba por su cuello desnudo, bajando por el torso que había dejado al descubierto, y me congelaba en sus senos perfectos, o en esa cintura increíble hasta que mi mirada se perdía corriendo a través de sus piernas, y entonces, ya sin vista, sólo podía escuchar en una cercana lejanía, su respiración tranquila que, de manera poderosa, me atraía hacia ella y me llenaba la cabeza con la idea de besarla, haciendo que mi cuerpo respondiera con el nerviosismo de los adolescentes, y quedara atado a un temblor imposible de disimular. Y sin premeditarlo, me encontré de pronto acariciando su cabeza, dejando que sus cabellos fluyeran por entre mis dedos. Pero ella siguió sin notarlo; no estaba allí realmente, y no podía encontrarla. Y la fuerza magnética de su respiración ya tenía más poder sobre mí, haciendo que mis labios comenzaran a acercarse a los suyos, muy lentamente, con la suavidad de los que acechan a su presa con desconfianza, presumiendo que algo fatal puede suceder.
- Todos somos unos hipócritas, aún los que creemos que somos distintos porque hacemos algo - dijo Ana mientras se incorporaba para sentarse, y dejaba paralizados a mis labios-. Nos creemos solidarios y somos unos conformistas.
Yo estaba atónito porque no entendía si su despertar había sido una casualidad o si había sido una maniobra para esquivar mi beso.
- Es la eterna paradoja de los solidarios: ¿Su solidaridad responde a un acto desinteresado o es sólo una acción egoísta para complacerse a sí mismo?- Dijo Esteban.
- Exacto. Por ejemplo nosotros, fuimos dos años seguidos con el voluntariado universitario a ayudar a ese comedor del norte, ¿no?- preguntó Ana y continuó- Pero en realidad, seamos claros, no cambiamos nada. El año pasado estuvimos un mes y nos volvimos contentos pensando que habíamos puesto nuestro grano de arena. Cuando volvimos este año todo estaba igual; podíamos colaborar y llevarles materiales, pero ahora mismo, mientras hablamos, ellos siguen con los mismos problemas de siempre. Pero a nosotros nos duró un año entero la creencia de que éramos solidarios y buenas personas. ¡No, somos una mierda!
- Tampoco seas tan dura, Ana. Es preferible gente que hace algo, por más mínimo que sea, a alguien que no hace nada.- Trató de calmarla Lía.
- No, no. El que no hace nada es un estúpido, un egoísta y una lacra. Pero el que hace algo insignificante y cree ser mejor persona por eso, también lo es. Además de una lacra es un conformista. Y te juro que no sé qué es peor.
- Creo que es preferible hacer algo a no hacer nada.- escupió dolido Esteban.
- Es realmente triste pensar en preferencias de este lado; cuando del otro lado se sigue muriendo gente de hambre, de enfermedades curables o sumidos en la total pobreza. Claro que es preferible para vos pensar que nuestro gesto fue suficiente, para sentirte mejor persona que otros. ¿Pero cuánto resignaste realmente? ¿Cuántas realidades cambiaste?
- No sé si se trata de cambiar realidades, Ana; ni de cuánto resignamos.- dije.
- ¿No? ¿Y de qué se trata entonces? Porque no lo entiendo, porque no veo que haya sentido común cuando se llenan la boca hablando de los que no tienen nada, aquellos que están llenos de excesos. Cuando la mitad de tus pertenencias son excesos, ¿en dónde te colocás para hablar de solidaridad?
- Sinceramente no lo sé, pero por lo menos soy conciente de lo que nos rodea.
- ¿Sí? ¿Y qué hacés?
- ¡No sé, Ana! ¡No sé!- grité mientras me ponía de pie fastidiado, e iba en busca de algo de alcohol a la cocina.
- No es para que te enojes -dijo Lía, desde el living-, creo que lo que Ana quiere decir es que aquellos que son concientes de la desigualdad, y pueden hacerlo, deberían dar todo de sí para realmente cambiar algo.
Me asomé por la puerta de la cocina invadido por un enojo increíble que no respondía solamente a la conversación.
- Lo que pasa, Ana, es que te encanta jugar con la mente de las personas, te fascina hacernos sentir miserables. ¿Pero qué tan distinta sos? ¡Estás ahí, tirada, dando discursos del deber ser, pero no te das cuenta que formás parte del todo! Y yo sé qué es lo que realmente te molesta, lo que te fastidia de verdad: es entender que no sos nada, que no podés cambiar nada porque sos insignificante como todos. El problema es que nosotros somos concientes de eso, y nos conformamos siendo buenas personas y ofreciendo nuestro grano de arena; ¡en cambio vos estás muerta de miedo! Tenés un enorme miedo de que tu narcisismo sea más grande que tus aptitudes, y que tu orgullo pueda más que tu capacidad de entender que sólo son felices los que conviven con el conformismo.
- Yo nunca me voy a conformar.- dijo Ana, sin mirarme, con la vista clavada en el piso.
- Claro que no, porque eso te mostraría vulnerable. Y es por eso que no te enamorás; y es por eso que no podés ser feliz.
Ana se puso de pie, caminó furiosa hacia mi y se frenó a unos pocos centímetros. Me miraba fijamente a los ojos. Tenía un gesto tan rígido como nunca antes había visto.
- Te encanta ser un imbécil, ¿no?- Dijo llena de odio, y luego caminó y se encerró en el baño.
En ese momento, Lía tocó la pierna de Esteban y le hizo un gesto con su cabeza.
- Bueno, nosotros nos vamos.- dijo Esteban poniéndose de pie.
- ¡Ana, nos vamos! Mañana nos vemos.- gritó Lía hacia el baño. Luego me saludó con un beso al igual que Esteban. Ambos se marcharon pero yo aún seguía parado en el mismo sitio. Perplejo. Sorprendido por mi reacción y también dolido y con culpa.
Luego de un rato fui a sentarme al sofá mientras observaba por la ventana como el sol se acercaba al mediodía. Tuve intenciones de ir a buscar a Ana al baño, pero algo me contenía, tal vez el miedo. Es por eso que permanecí allí, quieto; repasando una y otra vez cada palabra de ella, cada gesto, y mi estúpida reacción. Fue en ese momento que escuché que la puerta del baño se abría, y luego unos pasos hacia la habitación. Pero a eso le siguió el silencio por varios minutos. Me puse de pie y comencé a levantar los almohadones y vasos que habían quedado allí, procurando de hacer bastante ruido para que ella pudiera escucharlo y darse cuenta que yo aún seguía en su casa.
- ¿Podés dejar de hacer ruido y venir, por favor?- Dijo, ofuscada y en un tono que daba por sobreentendido que yo debería haberme dado cuenta que ella estaba esperándome.
Cuando ingresé en la habitación, estaba dentro de la cama. Me acerqué por uno de los costados sin emitir palabra mientras ella me miraba, también en silencio. Me desvestí y me acosté a su lado.
- ¿Por qué quisiste besarme hace un rato, cuando estábamos en el living conversando?- Preguntó de la nada.
- No traté de besarte.- Mentí, arrepintiéndome en el acto, pero sin poder admitir la verdad. Luego me coloqué sobre ella y tuvimos sexo.
Permanecimos abrazados en la cama un largo rato. No podía dejar de contemplarla, de disfrutar de su calor y de sus caricias sutiles. Tenía ganas de admitirle que la había querido besar antes, y que la amaba. Sentía unos deseos irrefrenables de confesarle que me había enamorado y de pedirle perdón por lo que había dicho. Pero no supe cómo. Las palabras no salieron. En cambio me quedé de nuevo observándola, viendo como clavaba su mirada en el techo, totalmente ida y lejana como antes. Quise poder entender lo que pensaba, o lo que sentía. Pero esa mañana, Ana estuvo muy meditabunda y yo no pude confesarle mis sentimientos.
A veces es demasiado difícil decir algunas cosas, o uno mismo lo complejiza. Tal vez, si lo hubiera dicho, todo lo que pasaría luego habría sido evitado. Pero las cartas no estaban jugadas; y yo aposté a ciegas. Y perdí.
- Tenés razón: somos demasiado pequeños para controlar ideas tan enormes.-dijo.
- ¿De qué hablás?
- Eso: no se puede vivir si no tenemos la capacidad de hacerlo de acuerdo a nuestras propias ideas.
- A lo mejor porque no tenés que vivir de acuerdo a las ideas, sino pensar de acuerdo a tus posibilidades.
- No, ese es el camino a la mediocridad. La mente es lo único que somos, lo único que nos diferencia; si negamos nuestras ideas nos negamos a nosotros mismos. No podemos callarlas.
- ¿Y entonces?- pregunté.
- Entonces tenés razón, hay dos posibilidades: conformarse, como vos decís; o ser infeliz, luchando y siendo derrotado una y otra vez en la lucha de lo que queremos hacer y lo que realmente podemos hacer.
- Pensar que vas a ser derrotada es una forma de conformismo. Si emprendés una lucha creyendo que vas a perder, entonces no estás luchando, te estás rindiendo.
- Puede ser. Pero a veces las ideas son demasiado grandes para poder manejarlas, pero muy débiles para ganarle a la realidad.- Dijo Ana, y se dio vuelta, con intenciones de dormirse. Permanecí en su cama alrededor de una hora, luego me vestí, la besé en la mejilla y me marché.
Camino a mi casa volví a arrepentirme de no haberle dicho cuánto la amaba; y pensé una y otra vez en cada una de sus palabras y en esa mirada gélida que me lanzó cuando la insulté. Y por más que haya meditado tanto sobre cada momento con ella, nunca imaginé lo que realmente pasaba por su cabeza: no me di cuenta que mientras miraba el techo estaba esperando que le dijera algo, ni tampoco noté que había simulado estar dormida al momento de marcharme, ni percibí su real tristeza e impotencia por conocer una realidad que le dolía, pero no podía cambiar. Y lo que menos imaginé fue que, tan solo quince minutos después de retirarme de su departamento, Ana se arrojaría por el ventanal del piso siete.
La noticia me llegó a la medianoche, con un llamado de Esteban. No pude creerlo ni pude moverme. No asistí al velorio ni a la cremación. Permanecí en casa, a oscuras, fumando marihuana y repasando cada una de sus frases, tratando de comprender en qué momento había tenido la idea de suicidarse, y si hubiera podido hacer algo para evitarlo. Pero no hallé respuestas en ese momento ni las hallo ahora. Porque a lo mejor es cierto lo que dijo: somos demasiado pequeños para controlar ideas tan enormes.
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