Aplazado en semiótica.
Tenía una elocuente incapacidad para comprender los signos que la vida le mostraba, incluso los que venían entre bofetadas. Gaspar siempre había sido incapaz de interpretar la simbología que posee el lenguaje humano; desde pequeño, cuando creía que era normal que una madre llorara cada día, por horas, en su habitación; o cuando no buscaba respuestas –tal vez porque nunca buscaba preguntas- para explicar de dónde obtenía dinero su padre para alimentar las borracheras cotidianas, si en la casa lo que sobraba era la escasez.
Ese desentendimiento que hacía de la realidad, esa ceguera monstruosa, le impedía adelantarse a cualquier hecho. La previsión no podía contra su poca aptitud para la observación y su inteligencia de apariencia mediocre.
Pero lo cierto es que la habilidad más obvia de Gaspar era la de permanecer enigmático incluso para los que más lo conocían. El gesto muerto que cargaba cada día, era inalterable, de una absoluta inexpresión. Como si la felicidad o la tristeza no existieran y le resbalaran sin mayores problemas, a pesar de que la vida le había regalado sucesos de todas las características.
El primer golpe lo sufrió a los trece años, cuando su madre, de un día para el otro, dejó de estar. Gaspar jamás tuvo respuesta para eso, jamás tuvo preguntas. Ese abandono tampoco pareció haberlo afectado, siguió portando el gesto híbrido de los que no gesticulan. Igual cada día; completamente inerte, como cuando se recibió en la Facultad de Economía, o cuando estuvo en el velorio de su padre.
A su mujer la vio por primera vez, o le dio trascendencia a su existencia, a los veintiocho años; aunque ella hacía tres que lo seguía, que buscaba excusas para acercarse, para cruzar palabra o para mirarlo fijamente. Pero la seducción era un arte que Gaspar desconocía, y los signos que demostraban el coqueteo eran invisibles para sus ojos. Fue ella quién se le declaró; de él lo atraía exactamente lo que años después comenzaría a detestar.
Se casaron tras cinco años de noviazgo, cuando ella consideró que ya era hora de formalizar para crear una familia. Como pareja eran desparejos; porque ella era su antítesis: extremadamente sincera, demostrativa y cariñosa, alegre y optimista. Él, como siempre, con su gesto rocoso imperturbable. Al principio se complementaban de manera eficaz, y la relación funcionaba porque el amor de ella era el combustible que alimentaba la hoguera. Pero el oxígeno que él debía brindar, era escaso, o cruelmente nulo, y era cuestión de tiempo para que la llama comenzara a flaquear.
La hija que tuvieron creció en un hogar donde la felicidad se fue muriendo con el correr de los años, a medida que la sonrisa de su madre se iba apagando. Cuando llegó a la adolescencia, la rebeldía le trajo un sentimiento de lástima para con su madre y de creciente desprecio por su padre, del que nunca había recibido un abrazo o una muestra de cariño.
Pero todos esos síntomas visibles para cualquiera, en los ojos de Gaspar se desteñían hasta convertirse en normalidad. No interpretó que era un signo de alerta, de que algo estaba mal, el hecho de que su esposa a veces no volviera para dormir, o que no lo buscara para tener relaciones. Tampoco fue un signo el hecho de que su hija se levantara de la mesa, no menos de tres veces por comida, para ir al baño, y que su cuerpo se hubiera convertido en un montón de huesos envueltos en piel.
Cuando ella tuvo una descompensación en la escuela y debió permanecer internada durante tres meses, la conclusión del final anunciado había llegado. Su mujer, junto a su hija, lo dejaron sin mayores explicaciones. Gaspar aceptó la realidad como siempre, con normalidad, con inexpresión; sin hacerse preguntas, sin buscar respuestas.
Sigue viviendo sus días, en la actualidad, alienado en una sociedad que habla un idioma distinto al de él, que posee códigos que no comprende y sucesos a los que no le encuentra explicación. Pero lo tolera, no porque quiera, sino porque aún no se dio cuenta de nada.
Copyright © 2007
Ese desentendimiento que hacía de la realidad, esa ceguera monstruosa, le impedía adelantarse a cualquier hecho. La previsión no podía contra su poca aptitud para la observación y su inteligencia de apariencia mediocre.
Pero lo cierto es que la habilidad más obvia de Gaspar era la de permanecer enigmático incluso para los que más lo conocían. El gesto muerto que cargaba cada día, era inalterable, de una absoluta inexpresión. Como si la felicidad o la tristeza no existieran y le resbalaran sin mayores problemas, a pesar de que la vida le había regalado sucesos de todas las características.
El primer golpe lo sufrió a los trece años, cuando su madre, de un día para el otro, dejó de estar. Gaspar jamás tuvo respuesta para eso, jamás tuvo preguntas. Ese abandono tampoco pareció haberlo afectado, siguió portando el gesto híbrido de los que no gesticulan. Igual cada día; completamente inerte, como cuando se recibió en la Facultad de Economía, o cuando estuvo en el velorio de su padre.
A su mujer la vio por primera vez, o le dio trascendencia a su existencia, a los veintiocho años; aunque ella hacía tres que lo seguía, que buscaba excusas para acercarse, para cruzar palabra o para mirarlo fijamente. Pero la seducción era un arte que Gaspar desconocía, y los signos que demostraban el coqueteo eran invisibles para sus ojos. Fue ella quién se le declaró; de él lo atraía exactamente lo que años después comenzaría a detestar.
Se casaron tras cinco años de noviazgo, cuando ella consideró que ya era hora de formalizar para crear una familia. Como pareja eran desparejos; porque ella era su antítesis: extremadamente sincera, demostrativa y cariñosa, alegre y optimista. Él, como siempre, con su gesto rocoso imperturbable. Al principio se complementaban de manera eficaz, y la relación funcionaba porque el amor de ella era el combustible que alimentaba la hoguera. Pero el oxígeno que él debía brindar, era escaso, o cruelmente nulo, y era cuestión de tiempo para que la llama comenzara a flaquear.
La hija que tuvieron creció en un hogar donde la felicidad se fue muriendo con el correr de los años, a medida que la sonrisa de su madre se iba apagando. Cuando llegó a la adolescencia, la rebeldía le trajo un sentimiento de lástima para con su madre y de creciente desprecio por su padre, del que nunca había recibido un abrazo o una muestra de cariño.
Pero todos esos síntomas visibles para cualquiera, en los ojos de Gaspar se desteñían hasta convertirse en normalidad. No interpretó que era un signo de alerta, de que algo estaba mal, el hecho de que su esposa a veces no volviera para dormir, o que no lo buscara para tener relaciones. Tampoco fue un signo el hecho de que su hija se levantara de la mesa, no menos de tres veces por comida, para ir al baño, y que su cuerpo se hubiera convertido en un montón de huesos envueltos en piel.
Cuando ella tuvo una descompensación en la escuela y debió permanecer internada durante tres meses, la conclusión del final anunciado había llegado. Su mujer, junto a su hija, lo dejaron sin mayores explicaciones. Gaspar aceptó la realidad como siempre, con normalidad, con inexpresión; sin hacerse preguntas, sin buscar respuestas.
Sigue viviendo sus días, en la actualidad, alienado en una sociedad que habla un idioma distinto al de él, que posee códigos que no comprende y sucesos a los que no le encuentra explicación. Pero lo tolera, no porque quiera, sino porque aún no se dio cuenta de nada.
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Comentarios
(La imágen del post pertenece a Antoine de Villiers)
Igual que los árboles, y aunque ésta sea una comparación simple y muy usada, ya, es la que mejor nos demuestra esa teoria. Mi vecina Aurora tiene el mejor jardin del barrio, el más hermoso, con los arboles frutales más hermosos y los rosales más perfumados.
Pero jamás lo descuida, siempre está allí para mimarlo, protegerlo del frio invierno y alimentarlo con mucho amor. Por eso cuando me asomo a mi ventana puedo verlos convertidos en unos magnificos ejemplares.
Tristemente la vida no es así; no todos somos buenos jardineros.
Tu historia.. Maravillosa!!!....como siempre.
Liliana
Gracias por esta nueva historia, que creo a todos nos hace reflexionar de algún modo. Y de paso les dejo a los lectores esta pregunta:
¿Por qué cristal habrás optado hoy?
Besos Emmanuel!
Ivana.-
Saludos.
PD: Sugiero una Fascinación: Las Letras.
Gracias por tu lindo comentario. Besos!
Y tu interrogante me entusiasmó: ¿Dirán algo los próximos que comenten? ¿Qué dirán de mi cristal?
Es una buena idea la fascinación que proponés.
Me gusta leer el blog que escribes. Ni siempre es posible. No sé si alguien vino a través del blog que tengo, Universo Anárquico. Déjame un recado, si posible. Un abrazo,
Memo: Excelente reflejo contemporáneo. Exquisito relato. Perfecta historia. Exacta realidad. Tan ciego y sordo como nuestra sociedad...
¡Despetate Argentina, Mundo!
Abrazo
Atte
Kurtosis.
Mario: quizás el relato te resulte conocido por el nombre del protagonista Gaspar al igual que en "Noches sobre Cenizas"
Emmanuel: excelente historia y como siempre
saludos y un beso
Akire
Juampi: Mil gracias.
Kurtosis: Gracias por la visita.
Muchas gracias por tus elogios. Te mando un beso.
Yo no se de donde sacas tu manera de escribir pero cada vez que leo me kedo fasinada!!! te felicito una muy linda historia.
besos ema cuando puedas visita mi blog y hacelo conocer jajaj!!!
te seguiré leyendo. va un abrazo en Cilencio, de un viejo humorista.
Akire: No solo era el nombre, tambien hay aspectos parecidos en los dos cuentos, si, creo que es por eso que se me hace familiar, aunque...
Memo: Ojala que el blog gane la votacion, se lo merece, y quería pasarte a decir que te deseo la mejor de las suertes.
Memo: Me siento orgulloso de tener un amigo que conoce a la perfección, el significado de las letras... ¡Sigue así!
Saludos...
Cilencio: Estuve en tu blog, muy bueno. Te mando saludos!
Juampi: Gracias.