Ser

Primero separas los días en pares e impares. Lo haces sin siquiera pensarlo y pronto te encuentras con la mitad de una vida. O acaso lo que separas son las horas, o los minutos. O las noches de sus días. No importa, da igual. Siempre tendrás la mitad de una vida. Y sitúas, luego, tu cuerpo en la horizontalidad de tu cama, y te estiras en la soledad mientras las sábanas te envuelven y comienzas a buscar el sueño.

Cuentas ovejas y no resulta. Entonces, comienzas a contar anécdotas. Vivencias pasadas que caen aleatoriamente en tu mente, como goteras de una memoria selectiva. Claro que sería simple si tan sólo pudieras contarlas. Pero no: caes en la trampa y empiezas a vivir dentro de cada una de las anécdotas. Estás dentro de ellas, atrapado. Ahora eres una simple marioneta de tu propia mente y sus goteras. Eres nada porque comienzas a ser tú mismo en un pasado en un tiempo que no es el ahora. Eres tú, atrapado en una anécdota. Es una excusa para dormir que se convierte en una trampa. Y de golpe te transformas en tu pasado, con su insomnio, con sus trampas, con sus goteras y su nada.

En un atropello de conciencia, intentas almacenar todo eso en cajas negras, en algún lugar de tu cabeza. Intentas escapar. Pero amanece antes de que puedas conciliar el sueño. Y entonces ahora te adivinas dentro de la otra mitad de tu vida. Sales a recorrer las calles en un tiempo en el que es hoy y en el que todo es ahora, y donde tú eres, incluso, tú mismo. Percibes que en esta mitad todo se construye al instante, al contrario de la noche, dónde sólo se revive lo ya acontecido. Te sientes, por ende, totalmente libre.

Transitas la luz de la mañana con una sonrisa invadido por ese sentimiento de omnipotencia. Pero mientras el mediodía se acerca, te hallas desilusionado, dibujando una pseudo vida que parece un garabato calcado y fotocopiado. Te esfuerzas, entonces, por progresar. Lo haces conciente, intentando superarte a ti mismo. Empiezas de cero. Creas. Los cimientos, las paredes y el techo. Ingresas y cierras la puerta detrás de ti. Lo llamas hogar cuando descubres que ya se ha hecho de noche.

Y otra vez estás en la otra mitad. Pero mientras te ríes viendo TV basura, sospechas que en este nuevo hogar dormir será más simple. Te acuestas, entonces, en tu nueva cama. Al principio te ríes recordando cómo fue tu día pero luego te incomodas al notar que ya ha pasado tiempo y aún no has podido dormirte. Cuentas ovejas y no resulta. Tu memoria, como antes, descubre sus goteras y otra vez quedas atrapado dentro de las anécdotas de tu pasado. No puedes soltarte de ellas. Hasta recuerdas y te atrapas dentro de la noche anterior y esa cama que no te dejó dormir. Y estás en esa mitad que es pasado, en ese que eras ayer. Estás viviendo algo que pasó. No puedes volver. No logras soltarlo.

Y amanece. Es hoy y eres tú. La otra mitad. Sonríes por la mañana sintiéndote libre. Te desilusionas e intentas progresar. Cimientos, paredes, piso y techo. Hasta aberturas nuevas. Ingresas y lo llamas hogar. Te atreves, incluso, a soltar carcajadas viendo una película y tratas de convencerte por lo estúpido que fuiste las noches anteriores. Vas a tu nueva cama; colchón de plumas y resortes. Sonríes. Eres feliz. Pero no puedes dormir. Y cuentas ovejas y no resulta. Y la gotera. Y la trampa, y el pasado y la otra mitad. Tú en otro tiempo. Insomnio.

Y otra vez amanece. Esta vez te pides café con leche, mitad y mitad. Y una medialuna. Y dibujas media sonrisa. Y separas los días pares y los impares. Las horas y los minutos. Los días y la noche. Como sea, siempre la mitad de una vida.


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