Desde el otro lado.

Me sucede desde siempre. Toda la vida he tenido este tipo de eventos, por llamarlo de alguna manera. Y aún así, todavía no puedo comprenderlos. Describirlos es casi tan extraño como vivirlos. No recuerdo cuándo fue la primera vez que me sucedió, pero era muy chico. El primer evento que recuerdo fue a los siete o, tal vez, seis años y fue cuando supe, racionalmente, que no era normal.

Aparecen en un momento determinado del día; al despertar por la mañana. Nunca en otro. Sus apariciones son tan precisas como el alba. Y sus duraciones, en cambio, varían entre unos y otros. Nunca fueron más cortos que un día entero, y nunca más largos que una semana. Pero la duración de la que estoy hablando es la duración real, el tiempo cronológico que dictaminan los relojes. Si tengo que hablar del tiempo subjetivo, de cómo es vivirlos desde adentro, entonces sólo la muerte y la nada son comparativos acordes. Porque en ellos, el tiempo no existe.

Para describir los eventos de manera sencilla, pero sumamente insuficiente y estéril, podría compararlos con un pozo depresivo profundo. Pero claramente no alcanza. Son algo más, o mucho menos; dependiendo de la perspectiva. Al despertar, la angustia y la alienación son totales. Como si un vacío se instalara en medio del pecho, en medio del alma, y se prolongara, desde allí, por las arterias hasta cada célula del cuerpo. Y a su paso, la extensión de la vida emocional caduca invariablemente.

El cuerpo parece transformarse, entonces, en una máquina vacía, en un sinfín de elementos vivos cargados de muerte. La enajenación es tan inmensa y tan real, que puedo verme desde afuera, desde otra perspectiva. Como si el ser pudiera desprenderse de la cáscara y alejarse unos metros. Y entonces observo mi propio cuerpo desde lejos; percibo la quietud de esa maquinaria; los ojos sin vida, clavados en las nimiedades durante minutos u horas. Y el autismo que habita en cada inacción, parece ser tan absoluto que maquilla a la realidad con un tinte ficcional, salido de la literatura más negra o de un film dadaísta.

Pero detrás de esas dos partes separadas, el cuerpo y el ser, no hay ni un dejo de totalidad; sino un montón de chatura carente de todo. Ni uno ni otro logran acercarse a la definición de vida. El vacío es tan infinito que ni siquiera es habitado por respuestas o razones, y nada logra explicar el por qué de ese estado. Dentro de él, todo es inocuo, excepto la tristeza que gobierna con obtusa insensatez cada segundo inerte del evento.

Y la angustia no desaparecerá hasta tanto el evento no haya terminado. Lo más probable es que eso ocurra durante la noche, cuando el cuerpo sin vida pero dormido, se reencuentre con el ser cansado de vagabundear desnudo. Y al despertar, al día siguiente, todo habrá vuelto a la normalidad.

Cada vez que sucede recuerdo lo extraño que soy. Y no puedo dejar de preguntarme cuál es la realidad, cuál es mi verdadero yo y cuál es el mundo correcto. Porque tal vez, no sea más que un montón de nada unida por el hartazgo de la soledad, habitando un ecosistema al que no pertenezco con el único fin de encontrar en otros el remedio de la alienación.

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